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Fitz se ruborizó y Billy supo que había dado en el blanco.

– Por supuesto que lo es… – empezó a decir el conde.

– Si nuestra misión no ha sido aprobada por el pueblo británico ni por el pueblo ruso – lo interrumpió Billy -, ¿cómo puede ser legal?

– Siéntese, sargento – ordenó el capitán Evans -. No estamos en uno de sus malditos mítines del Partido Laborista. Una palabra más y lo mando al calabozo.

Billy se sentó, satisfecho. Había conseguido lo que quería.

– Hemos sido invitados aquí – dijo Fitz – por el gobierno provisional panruso, cuyo brazo ejecutivo es un directorio de cinco hombres con sede en Omsk, en la frontera occidental de Siberia. Yahí – terminó – es adonde van a dirigirse a continuación.

Había anochecido. Lev Peshkov esperaba, tiritando de frío, en un almacén de Vladivostok, la parte más infernal del ferrocarril Transiberiano. Llevaba un abrigo del ejército encima de su uniforme de teniente, pero Siberia era el lugar más frío donde había estado en su vida.

Estaba furioso por tener que estar en Rusia. Había tenido mucha suerte escapando de allí, cuatro años antes, y más suerte aún casándose con la heredera de una rica familia americana. Y ahora había vuelto… todo por culpa de una mujer. «¿Se puede saber qué diablos me pasa? – se dijo -. ¿Por qué nunca estoy satisfecho?»

Se abrió una puerta, y un carro tirado por una mula salió del depósito de suministros. Lev se subió de un salto al lado del soldado británico que lo conducía.

– Eh, Sid – lo saludó Lev.

– ¿Qué hay? – respondió Sid.

Era un hombre delgado de unos cuarenta años con un cigarrillo siempre en los labios y un rostro surcado prematuramente de arrugas. Un cockney, hablaba inglés con un acento muy distinto del habla del sur de Gales o el norte de Nueva York. Al principio, a Lev le costaba horrores entenderlo.

– ¿Traes el whisky?

– Qué va… solo latas de cacao.

Lev se volvió, se inclinó sobre el carro y destapó una esquina de la lona. Estaba casi seguro de que Sid no hablaba en serio. Vio una caja de cartón con la inscripción: «Chocolates y Cacaos Fry’s».

– No debe haber mucha demanda de eso entre los cosacos – comentó.

– Mira debajo.

Lev apartó la caja a un lado y vio una inscripción distinta:

– «Teacher’s Highland Cream: el viejo whisky escocés hecho perfección» – leyó -. ¿Cuántas hay?

– Doce cajas.

Tapó la caja.

– Mejor que el cacao.

Dio instrucciones a Sid para que se alejase del centro de la ciudad. Echaba la vista atrás con frecuencia para asegurarse de que no los seguía nadie, y miraba con aprensión cada vez que veía a algún oficial estadounidense de alto rango, pero ninguno les hizo preguntas. Vladivostok estaba abarrotado de refugiados que huían de los bolcheviques, la mayoría de los cuales habían traído montones de dinero consigo. Se lo gastaban como si no fuesen a ver el día de mañana, lo cual seguramente era cierto para muchos de ellos. Como consecuencia, los comercios estaban siempre atestados de gente y las calles llenas de carros como aquel repartiendo mercancía. Puesto que casi todo escaseaba en Rusia, buena parte de lo que se comercializaba procedía del contrabando de China o, como en el caso del whisky escocés de Sid, eran productos robados a los militares.

Lev vio a una mujer con una niña y se acordó de Daisy. La echaba de menos. Para entonces ya hablaba y caminaba, y estaba explorando el mundo. Cuando hacía pucheros, enternecía a todos hasta derretirles el corazón, incluido el de Josef Vyalov. Llevaba seis meses sin verla. Ya había cumplido los dos años y medio, y debía de haber cambiado en el tiempo que hacía que él estaba fuera.

También echaba de menos a Marga, y era ella quien habitaba sus sueños, su cuerpo desnudo retorciéndose entre las sábanas de la cama. Era por ella por quien se había metido en líos con su suegro y por quien había acabado en Siberia, pero pese a todo, ardía en deseos de volver a verla.

– ¿Tienes alguna debilidad, Sid? – le preguntó Lev, quien sentía la necesidad de trabar una amistad más íntima con el taciturno Sid: para ser cómplices de andanzas delictivas se precisaba cierto grado de confianza.

– Qué va – dijo Sid -. Solo el dinero.

– ¿Y tu amor por el dinero te lleva a correr grandes riesgos?

– No, solo a robar.

– ¿Y nunca te has metido en líos por robar?

– La verdad es que no. Estuve en prisión, una vez, pero eso solo fue durante seis meses.

– Mi debilidad son las mujeres.

– ¿Tu debilidad son las mujeres?

Lev ya se había acostumbrado a aquella manía británica de formular la pregunta después de haber dado la respuesta.

– Sí – contestó -. Me resultan irresistibles. No sé entrar en un club nocturno sin ir agarrado del brazo de una chica guapa.

– ¿De veras?

– Sí. No lo puedo remediar.

El carro entró en un barrio portuario lleno de calles sin asfaltar y hoteluchos de marineros, lugares que no tenían nombre ni dirección. Sid parecía nervioso.

– Vas armado, ¿verdad? – dijo Lev.

– Qué va – contestó Sid -. Solo llevo esto. – Se destapó el abrigo y dejó al descubierto una enorme pistola con un cañón de un palmo metida en el cinturón.

Lev nunca había visto un arma como aquella.

– ¿Qué diablos es eso?

– Una Webley-Mars, la pistola más potente del mundo. Una pieza única.

– No hace falta que aprietes el gatillo, solo tienes que menearla un poco y seguro que todo el mundo se muere de miedo.

En aquella zona, no pagaban a nadie para que limpiase la nieve de las calles, y el carro seguía las huellas de los vehículos anteriores, o se deslizaba sobre el hielo de los carriles menos transitados. Estar en Rusia le hacía pensar en su hermano. No había olvidado su promesa de enviar a Grigori el pasaje a América. Estaba ganando mucho dinero vendiéndoles a los cosacos mercancía militar robada. Con la transacción de ese día, ya habría suficiente para el billete de Grigori.

Había cometido multitud de fechorías en su corta vida, pero si podía compensar a su hermano por todas las malas pasadas, se sentiría mucho mejor consigo mismo.

Llegaron a un callejón y doblaron la esquina de un edificio bajo. Lev abrió una caja de cartón y extrajo una botella de whisky escocés.

– Quédate aquí y vigila la carga – le dijo a Sid -. De lo contrario, habrá desaparecido para cuando salgamos.

– No te preocupes – dijo Sid, pero parecía intranquilo.

Lev hurgó bajo su abrigo para tocar la pistola semiautomática Colt 45, que llevaba enfundada en el cinturón, y acto seguido se coló por la puerta trasera del edificio.

El lugar era lo que en Siberia se consideraba una taberna. Se trataba de una estancia pequeña con unas cuantas sillas y una mesa. No había barra, pero una puerta abierta revelaba la existencia de una cocina sucia con un estante con botellas y un tonel. Había tres hombres sentados junto a la chimenea, vestidos con jirones de pieles. Lev reconoció al de en medio, un hombre al que conocía como Sótnik. Llevaba unos pantalones holgados metidos por dentro de unas botas de montar. Tenía los pómulos muy marcados y los ojos rasgados, y lucía un elaborado bigote además de patillas. La tez se le veía enrojecida y curtida por el clima, y podía tener cualquier edad entre los veinticinco y los cincuenta y cinco años.

Lev estrechó las manos de todos los hombres. Destapó la botella y uno de ellos, supuestamente el dueño del bar, trajo cuatro vasos disparejos. Lev sirvió unas cantidades generosas y todos se pusieron a beber.

– Es el mejor whisky del mundo – dijo Lev en ruso -. Viene de un país donde hace mucho frío, como en Siberia, donde el agua de los arroyos de la montaña es pura nieve derretida. Es una pena que sea tan caro.