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La cara de Sótnik era inexpresiva.

– ¿Cuánto?

Lev no pensaba dejarle volver a regatear.

– El precio que acordamos ayer – dijo -, todo en rublos de oro, ni más ni menos.

– ¿Cuántas botellas?

– Ciento cuarenta.

– ¿Dónde están?

– Por aquí cerca.

– Deberías tener cuidado, en este barrio hay muchos ladrones.

Aquello tanto podía ser una advertencia como una amenaza: Lev supuso que la ambigüedad era intencionada.

– Sé moverme entre ladrones – dijo -. Soy uno de ellos.

Sótnik miró a sus dos compañeros y luego, tras una pausa, se echó a reír. Los demás también rieron.

Lev sirvió otra ronda.

– No te preocupes – dijo -. Tu whisky está a salvo… detrás del cañón de un arma. – Eso también era deliberadamente ambiguo: podía ser una garantía para tranquilizarlo o una advertencia para ponerlo nervioso.

– Eso está bien – dijo Sótnik.

Lev se bebió el whisky y luego consultó su reloj.

– Tiene que venir una patrulla militar por esta zona de un momento a otro – mintió -, así que tengo que irme.

– Una última copa – propuso Sótnik.

Lev se levantó.

– ¿Quieres el whisky? – Esta vez dejó traslucir su irritación -. Porque puedo vendérselo a otro… – Era verdad, siempre había alguien dispuesto a comprar el alcohol.

– Me lo quedo.

– El dinero, encima de la mesa.

Sótnik recogió unas alforjas del suelo y empezó a contar monedas de cinco rublos. El precio acordado era de sesenta rublos la docena, de modo que Sótnik colocó despacio las monedas en pilas de doce hasta que tuvo doce pilas. Lev supuso que lo que pasaba era que no sabía contar hasta 144.

Cuando Sótnik terminó, miró a Lev, quien asintió con la cabeza. Sótnik devolvió las monedas a la saca.

Salieron a la calle, Sótnik con la bolsa al hombro. Había anochecido, pero brillaba la luna, y se veía con toda claridad. Lev se dirigió a Sid en inglés:

– Quédate en el carro y mantente alerta.

En una transacción ilegal, aquel era siempre el momento más delicado y peligroso: la ocasión en que el comprador podía llevarse la mercancía y quedarse con el dinero. Lev no pensaba correr ningún riesgo con el dinero para el pasaje de su hermano Grigori.

Lev destapó la lona del carro y apartó a un lado tres cajas de cacao para dejar al descubierto el whisky. Sacó una caja del carro y la puso en el suelo, a los pies de Sótnik.

El otro cosaco se acercó al carro y buscó otra caja.

– No – dijo Lev, y miró a Sótnik -. La bolsa.

Se produjo una larga pausa.

En el asiento del conductor, Sid se destapó el abrigo y enseñó su arma. Entonces, Sótnik le dio a Lev la bolsa.

Lev miró en el interior, pero decidió no volver a contar el dinero; al fin y al cabo, se habría dado cuenta si Sótnik hubiese sustraído algunas monedas a escondidas. Le dio la bolsa a Sid y luego ayudó a los otros a descargar el carro.

Estrechó las manos de todos y estaba a punto de subirse al carro cuando Sótnik lo detuvo.

– Mira – dijo, señalando a una caja abierta -. Aquí falta una botella.

Esa botella estaba en la mesa de la taberna, y Sótnik lo sabía. ¿Por qué quería provocar una pelea a aquellas alturas? Aquello se ponía peligroso.

– Dame una moneda de oro – le dijo a Sid en inglés.

Sid abrió la bolsa y se la entregó.

Lev hizo equilibrios con la moneda en su puño cerrado y la lanzó al aire. La moneda dio vueltas sobre sí misma y destelló bajo la luz de la luna. Cuando, en un acto reflejo, Sótnik extendió el brazo para atraparla, Lev se subió de un salto al asiento del carro.

Sid hizo restallar el látigo.

– Quedad con Dios – exclamó Lev cuando el carro se puso en movimiento -. Y avísame cuando necesitéis más whisky.

La mula se alejó trotando del patio, enfiló hacia la carretera y Lev respiró aliviado.

– ¿Cuánto nos han dado? – dijo Sid.

– Lo que acordamos, trescientos sesenta rublos cada uno. Menos cinco: esa última moneda perdida corre de mi cuenta. ¿Tienes una bolsa?

Sid sacó una bolsa de cuero de gran tamaño. Lev contó setenta y dos monedas y las introdujo en ella.

Se despidió de Sid y se bajó del carro cerca de los alojamientos para los oficiales estadounidenses. Cuando se dirigía a su habitación, lo abordó el capitán Hammond.

– ¡Peshkov! ¿Dónde ha estado?

Lev deseó no ir cargado en esos momentos con unas alforjas cosacas con trescientos cincuenta y cinco rublos en su interior.

– He ido a dar una vuelta, señor.

– ¡Pero si es de noche!

– Por eso he regresado.

– Lo hemos buscado por todas partes. El coronel quiere verlo.

– Enseguida, señor.

Lev prosiguió su camino hacia su habitación para dejar las alforjas, pero Hammond dijo:

– El despacho del coronel está por el otro lado.

– Sí, señor. – Lev se dio media vuelta.

Al coronel Markham no le caía bien Lev. El coronel era un militar de carrera, no un recluta de guerra, y tenía la impresión de que Lev no compartía su compromiso con la excelencia del ejército de Estados Unidos, y tenía razón… al ciento diez por ciento, tal como habría dicho el propio coronel.

A Lev se le pasó por la cabeza dejar la bolsa en el suelo, al otro lado de la puerta del despacho del coronel, pero luego pensó que era demasiado dinero para dejarlo por ahí.

– ¿Dónde diablos se había metido? – dijo Markham en cuanto Lev entró por la puerta.

– Estaba dando una vuelta por la ciudad, señor.

– Voy a reasignarlo a otro destino: nuestros aliados británicos necesitan un intérprete y me han pedido que les envíe a usted con ellos.

Parecía una buena opción.

– Sí, señor.

– Los acompañará a Omsk.

Aquello no era tan bueno: Omsk estaba a seis mil quinientos kilómetros, en el corazón de la Rusia más salvaje.

– ¿Para qué, señor?

– Ellos lo pondrán al corriente.

Lev no quería ir: estaba demasiado lejos.

– ¿Está pidiéndome que me ofrezca voluntario, señor?

El coronel vaciló unos instantes y Lev se dio cuenta de que ya se daba por supuesto el carácter voluntario de la misión, tal como lo era todo en el ejército.

– ¿Es que acaso se niega a llevar a cabo la misión? – exclamó Markham con aire amenazador.

– Solo si es voluntaria, señor, por supuesto.

– Le explicaré la situación, teniente – dijo el coronel -: si usted se ofrece voluntario, yo no le pediré que abra esa bolsa y me muestre qué hay dentro.

Lev maldijo para sus adentros. No podía hacer absolutamente nada, el coronel era demasiado listo… y el pasaje para América de Grigori estaba dentro de aquella bolsa.

«Omsk – pensó -. Mierda…»

– Será un placer acompañarlos, señor – dijo.

Ethel subió al apartamento de Mildred, que tenía un aspecto impoluto aunque no ordenado: había juguetes tirados por todas partes, un cigarrillo consumiéndose en un cenicero y unas bragas secándose frente al fuego.

– ¿Podrías cuidar de Lloyd esta noche? – le preguntó Ethel.

Ella y Bernie iban a ir a una reunión del Partido Laborista. Lloyd ya casi tenía cuatro años y era perfectamente capaz de bajarse solito de la cama e irse a dar un paseo por su cuenta si nadie lo vigilaba.

– Pues claro – respondió Mildred. Con frecuencia cuidaban mutuamente de sus respectivos hijos por las noches -. He recibido carta de Billy – añadió.