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– ¿Qué vas a hacer esta noche? – preguntó con frialdad. La reunión del Partido Laborista era ese día -. ¿Has tomado una decisión?

Sí que la había tomado. Podría habérselo dicho hacía ya dos días, pero no había encontrado el valor para pronunciar las palabras. Esta vez Bernie se lo había preguntado directamente, así que le respondería.

– Debería elegirse al mejor candidato – dijo Ethel con ánimo desafiante.

Bernie parecía herido.

– No sé cómo puedes hacerme esto y, aun así, decir que me quieres.

Ella sentía que era injusto por su parte valerse de semejante argumento. ¿Por qué no funcionaba también en sentido contrario? Pero no se trataba de eso.

– No deberíamos pensar en nosotros, deberíamos pensar en el partido.

– Y nuestro matrimonio ¿qué?

– No voy a ceder ante ti porque sea tu esposa.

– Me has traicionado.

– ¡Pero si estoy cediendo ante ti…! – replicó ella.

– ¿Qué?

– He dicho que cedo.

El alivio se extendió por su rostro.

– Pero no porque sea tu esposa – prosiguió Ethel -. Y tampoco porque tú seas el mejor candidato.

Él parecía perplejo.

– ¿Por qué, entonces?

Ethel suspiró.

– Estoy embarazada.

– ¡Caramba!

– Sí. Justo en el momento en que una mujer puede llegar a parlamentaria, me quedo encinta.

Bernie sonrió.

– Bueno, entonces, ¡todo ha salido a pedir de boca!

– Sabía que pensarías eso – dijo Ethel.

En ese momento estaba molesta con Bernie, molesta con el bebé que aún no había nacido y molesta con toda su vida. Entonces se dio cuenta de que sonaba la campana de una iglesia. Miró al reloj que había en la chimenea. Eran las once y cinco. ¿Por qué estaban repicando a esa hora un lunes por la mañana? Después oyó otra. Arrugó la frente y se asomó a la ventana. No veía nada fuera de lo común en la calle, pero más campanas empezaron a tocar. Hacia el oeste, sobre el centro de Londres, vio en el cielo una bengala roja de las que todos llamaban «petardos».

Se volvió de nuevo hacia Bernie.

– Es como si estuvieran repicando las campanas de todas las iglesias de Londres.

– Algo ha pasado – repuso él -. Apuesto a que es el fin de la guerra. ¡Deben de estar tocando por la paz!

– Bueno – dijo Ethel con amargura -, por mi maldito embarazo no es.

Todas las esperanzas de Fitz de lograr el derrocamiento de Lenin y sus secuaces estaban puestas en el gobierno provisional panruso, con sede en Omsk. Fitz no era el único, también los hombres poderosos de casi todos los gobiernos importantes del mundo miraban hacia esa ciudad con el deseo de que estallara la contrarrevolución.

El directorio de cinco hombres estaba alojado en una estación ferroviaria de las afueras de la ciudad. Una serie de vagones blindados y protegidos por tropas de élite contenían, tal como sabía Fitz, lo que quedaba del tesoro imperiaclass="underline" oro por valor de muchos millones de rublos. El zar había muerto, los bolcheviques lo habían asesinado, pero su dinero seguía allí para conceder poder y autoridad a la oposición monárquica.

Fitz sentía que su implicación personal en el directorio había sido profunda. El grupo de hombres influyentes que él mismo había reunido en Ty Gwyn, allá por abril, había formado una discreta red dentro de la política de Gran Bretaña y había conseguido alimentar el clandestino pero decisivo apoyo británico a la resistencia rusa. Eso, a su vez, había traído consigo el respaldo de otros países, o al menos los había disuadido de dar su aprobación al régimen de Lenin, de eso estaba seguro. Sin embargo, los extranjeros no podían hacerlo todo: eran los propios rusos quienes tenían que alzarse.

¿Hasta dónde podía llegar el directorio? A pesar de ser antibolchevique, su presidente era un revolucionario socialista, Nikolái D. Avksentiev. Fitz le hacía el vacío con toda intención. Los revolucionarios socialistas eran casi tan espantosos como la cuadrilla de Lenin. Las esperanzas del conde estaban puestas en el ala derechista y en el ejército. Eran los únicos en quienes se podía confiar para restaurar la monarquía y la propiedad privada. Fue a ver al general Bóldirev, comandante en jefe del ejército siberiano del directorio.

Los vagones de tren que ocupaba el gobierno estaban amueblados con decadente esplendor zarista: asientos de terciopelo desgastado, marquetería desportillada, lámparas con pantallas manchadas y ancianos sirvientes que vestían los sucios vestigios de las libreas bordadas con cuentas y elaborados galones de la antigua corte de San Petersburgo. En uno de los vagones había una joven con los labios pintados que lucía un vestido de seda y estaba fumando un cigarrillo.

Fitz se sintió desalentado. Quería recuperar los viejos tiempos, pero aquel escenario se le antojaba demasiado atrasado, aun para su gusto. Pensó con rabia en la desdeñosa burla del sargento Williams. «Señor, lo que estamos haciendo, ¿es legal?» Fitz sabía que la respuesta era dudosa. Presa de la ira, decidió que había llegado el momento de hacer callar a Williams para siempre; ese hombre también era prácticamente un bolchevique.

El general Bóldirev era un personaje grandullón y de aspecto torpe.

– Hemos movilizado a doscientos mil hombres – le dijo a Fitz con orgullo -. ¿Puede equiparlos?

– Es impresionante – contestó él, pero contuvo un suspiro. Esa era la clase de mentalidad que había provocado que un ejército ruso de seis millones de soldados acabara derrotado por una cantidad mucho menor de fuerzas alemanas y austríacas. Bóldirev llevaba incluso las absurdas charreteras del viejo régimen, grandes placas redondeadas con unos flecos que más bien lo hacían parecer un personaje de una ópera bufa de Gilbert y Sullivan. Con su ruso de andar por casa, Fitz añadió -: Pero, yo que usted, enviaría a casa a la mitad de los reclutas.

Bóldirev se quedó perplejo.

– ¿Por qué?

– Como mucho podremos equipar a cien mil. Y habrá que entrenarlos. Es mejor contar con un ejército pequeño y disciplinado que tener una turba ingente que retroceda o se rinda a las primeras de cambio.

– Eso sería lo ideal, sí.

– Los suministros que les hagamos llegar deben entregarse primero a los hombres de la línea del frente, no a los de la retaguardia.

– Desde luego. Muy sensato.

Fitz tenía la funesta sensación de que Bóldirev accedía a todo sin prestarle atención. Sin embargo, tenía que seguir avanzando.

– Gran parte del material que enviamos acaba extraviándose; demasiado, a juzgar por la cantidad de civiles que he visto en la calle llevando artículos de uniformes del ejército británico.

– Sí, bastante.

– Recomiendo encarecidamente que todos los oficiales que no sean aptos para el servicio queden despojados de sus uniformes y se les pida que vuelvan a casa.

El ejército ruso estaba plagado de aficionados y de diletantes entrados en años que interferían en las decisiones pero se mantenían apartados de la lucha.

– Hmmm.

– Y sugiero que se le dé más poder al almirante Kolchak como ministro de Guerra. – El Foreign Office creía que Kolchak era el más prometedor de los miembros del directorio.

– Muy bien, muy bien.

– ¿Está dispuesto a realizar todo lo que le pido? – preguntó Fitz, desesperado por conseguir que el ruso se comprometiera de algún modo.

– Sin lugar a dudas.