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– Guarda cama un día más, asegúrate de que te has curado del todo.

– Puede que lo haga. – Su tono era neutro, ni cálido ni hostil.

Ethel dio unos sorbos de té caliente.

– ¿Qué preferirías, un niño o una niña?

Bernie no dijo nada, y al principio ella creyó que se negaba a contestar, enfurruñado; pero lo cierto es que solo lo estaba pensando un momento, como solía hacer antes de responder a una pregunta. Al cabo, dijo:

– Bueno, ya tenemos un niño, así que estaría bien tener uno de cada.

Ella sintió un arrebato de afecto por él. Siempre hablaba de Lloyd como si fuera hijo suyo.

– Tenemos que asegurarnos de que este sea un buen país para que los niños crezcan en él – dijo Ethel -. Un país donde puedan recibir una buena educación y conseguir un trabajo y una casa digna para criar a sus propios hijos. Y que no haya más guerras.

– Lloyd George convocará elecciones anticipadas.

– ¿Tú crees?

– Es el hombre que ha ganado la guerra. Querrá ser reelegido antes de que eso se olvide.

– Yo creo que, aun así, a los laboristas no nos irá mal.

– Al menos tenemos una oportunidad en lugares como Aldgate.

Ethel dudó.

– ¿Te gustaría que te llevara yo la campaña?

Bernie no parecía convencido.

– Le he pedido a Jock Reid que sea mi consejero.

– Jock puede ocuparse de los documentos legales y las finanzas – dijo Ethel -. Yo organizar los mítines y todo eso. Puedo hacerlo mucho mejor. – De pronto sintió que estaba hablando de su matrimonio, no solo de la campaña.

– ¿Estás segura de querer hacerlo?

– Sí. Jock solo te enviaría a dar discursos. Eso tendrás que hacerlo, desde luego, pero no es tu punto fuerte. Brillas más sentado con unas cuantas personas, no muchas, charlando con una taza de té. Yo te llevaré a fábricas y almacenes, donde podrás hablar con los hombres de manera informal.

– Seguro que tienes razón – repuso Bernie.

Ethel se terminó el té y dejó la taza y el platito en el suelo, junto a la cama.

– Bueno, ¿te encuentras mejor?

– Sí.

Le cogió la taza y el platito y los dejó en el suelo, después se quitó el camisón por la cabeza. Sus pechos ya no eran tan lozanos como lo habían sido antes de que se quedara embarazada de Lloyd, pero seguían firmes y redondos.

– ¿Cuánto mejor? – preguntó.

Él se quedó mirándola.

– Mucho.

No habían hecho el amor desde aquella tarde en que Jayne McCulley había propuesto a Ethel como candidata. Ethel lo echaba muchísimo de menos. Se sostuvo los pechos con las manos. El aire frío de la habitación le había erguido los pezones.

– ¿Sabes qué es esto?

– Me parece que son tus pechos.

– Hay quien los llama tetas.

– Pues yo digo que son preciosas. – Su voz se había vuelto algo ronca.

– ¿Te gustaría jugar con ellas?

– Todo el día.

– No estoy muy segura de que se pueda – replicó ella -. Pero podríamos empezar, y ya veremos hasta dónde llegamos.

– Muy bien.

Ethel suspiró de alegría. Qué simples eran los hombres…

Una hora después, dejó a Lloyd con Bernie y se fue a trabajar. No había mucha gente en las calles: Londres estaba de resaca esa mañana. Llegó a las oficinas del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección y se sentó a su escritorio. Mientras pensaba en la jornada que tenía por delante, se dio cuenta de que la paz traería consigo nuevos problemas para la industria. Millones de hombres dejarían el ejército y buscarían empleo, y querrían apartar de un codazo a las mujeres que llevaban cuatro años haciendo su trabajo. Pero esas mujeres necesitaban sus salarios. No todas tenían a un hombre que volvía a casa desde Francia: muchos maridos se habían quedado allí enterrados. Necesitaban su sindicato, y necesitaban a Ethel.

Cuando llegaran las elecciones, naturalmente, el sindicato haría campaña por el Partido Laborista. Ethel pasó casi todo el día planeando reuniones.

Los periódicos de la tarde traían sorprendentes noticias sobre las elecciones. Lloyd George había decidido extender el gobierno de coalición a los tiempos de paz. No haría campaña como líder de los liberales, sino como cabeza de la coalición. Esa mañana se había dirigido a doscientos parlamentarios liberales en Downing Street y había conseguido su apoyo. Al mismo tiempo, Bonar Law había convencido a sus parlamentarios conservadores para que respaldaran la idea.

Ethel estaba perpleja. ¿Para qué se suponía que tenía que votar la gente?

Cuando llegó a casa, encontró a Bernie furioso.

– Esto no son elecciones, es una puñetera coronación – exclamó -. Su Majestad David Lloyd George. El muy traidor. Tiene la oportunidad de conseguir un gobierno de izquierda radical y ¿qué hace? ¡Se queda con sus amigotes conservadores! Es un chaquetero de mierda.

– No nos rindamos todavía – dijo Ethel.

Dos días después, el Partido Laborista se retiró de la coalición y anunció que haría campaña contra Lloyd George. Cuatro diputados laboristas que eran ministros del gobierno se negaron a dimitir y fueron elegantemente expulsados del partido. La fecha de las elecciones estaba prevista para el 14 de diciembre. Para dar tiempo a que los votos de los soldados fueran enviados desde Francia y recontados, los resultados no se anunciarían hasta después de Navidad.

Ethel empezó a elaborar el plan de campaña de Bernie.

El día después del armisticio, Maud le escribió a Walter en el papel de carta con emblema de su hermano y echó el sobre al buzón rojo de la esquina.

No tenía ni idea de cuánto tardaría en restablecerse el servicio postal normal, pero, cuando sucediera, quería que su sobre estuviera en lo alto del montón. Había redactado su carta con sumo cuidado por si todavía había censura: no mencionaba su matrimonio, sino que decía simplemente que esperaba que pudieran retomar su antigua relación ahora que sus países habían firmado la paz. Tal vez la carta fuese arriesgada de todas formas, pero ella estaba desesperada por saber si Walter seguía con vida y, en tal caso, por verlo.

Temía que los victoriosos aliados quisieran castigar al pueblo alemán, pero el discurso de Lloyd George ante los parlamentarios liberales de ese mismo día había sido tranquilizador. Según los periódicos de la tarde, había dicho que el tratado de paz con Alemania debía ser justo y recto. «No debemos permitirnos ningún sentimiento de venganza, ningún espíritu de codicia, ningún deseo avaricioso de pasar por alto los principios fundamentales de la rectitud.» El gobierno se opondría decididamente a lo que él había llamado «una idea de venganza y avaricia miserable, sórdida, básica». Eso la animó. La vida para los alemanes, de todas formas, ya sería bastante dura.

Sin embargo, a la mañana siguiente se horrorizó al abrir el Daily Mail en el desayuno. El artículo principal llevaba el título de «Los hunos deben pagar». El artículo argumentaba que había que enviar ayuda alimentaria a Alemania… solo porque «si Alemania muriera de hambre, no podría pagar lo que debe», y añadía que había que procesar al káiser por crímenes de guerra. El periódico avivaba las llamas de la venganza publicando en lo alto de su sección de cartas al director una diatriba de la vizcondesa Templetown titulada «Fuera los hunos».

– ¿Durante cuánto tiempo se supone que debemos seguir odiándonos? – le preguntó Maud a tía Herm -. ¿Un año? ¿Diez? ¿Para siempre?

Sin embargo, Maud no debería haberse sorprendido. El Mail ya había orquestado una campaña de odio contra los treinta mil alemanes que vivían en Gran Bretaña al inicio de la guerra; la mayoría residían en el país desde hacía años y lo consideraban su hogar. A consecuencia de ello se habían roto familias, y miles de personas inofensivas habían pasado años en campos de concentración británicos. Era estúpido, pero la gente necesitaba odiar a alguien y los periódicos siempre estaban dispuestos a avivar el fuego del rencor.