Capítulo 35
Diciembre de 1918-febrero de 1919
El recuento de los votos se realizó tres días después de Navidad. Eth y Bernie Leckwith fueron al ayuntamiento de Aldgate para escuchar los resultados; Bernie en el estrado con su mejor traje, Eth entre el público.
Bernie perdió.
Él lo encajó con estoicismo, pero Ethel lloró. Para él era el final de un sueño. A lo mejor había sido un sueño tonto, pero de todas formas se sentía herido, y ella sufría por él.
El ganador fue un liberal que respaldaba la coalición de Lloyd George. No había habido ningún candidato conservador, y los conservadores, consecuentemente, habían votado a los liberales. La unión de ambas fuerzas había sido demasiado para que los laboristas los vencieran.
Bernie felicitó a su oponente ganador y bajó del estrado. Los demás miembros del Partido Laborista tenían una botella de whisky escocés y querían celebrar un velatorio, pero Bernie y Ethel se fueron a casa.
– No estoy hecho para esto, Eth – dijo Bernie mientras ella ponía agua a hervir para preparar un chocolate.
– Tú has hecho tu trabajo – lo consoló ella -. Ese maldito Lloyd George ha sido más listo que nosotros.
Bernie sacudió la cabeza.
– No soy un líder – dijo -. Soy un pensador y un planificador. Todo este tiempo he intentado hablar con la gente igual que lo haces tú y encenderlos de entusiasmo por nuestra causa, pero nunca lo he logrado. Cuando tú hablas, te adoran. Esa es la diferencia.
Ethel sabía que tenía razón.
A la mañana siguiente, los periódicos mostraron que los resultados de Aldgate se habían reflejado en todo el país. La coalición había conseguido 525 de los 707 escaños, una de las mayorías más amplias de la historia del Parlamento. La gente había votado al hombre que había ganado la guerra.
Ethel estaba amargamente decepcionada. Los hombres de siempre seguían gobernando el país. Los mismos políticos que habían propiciado millones de muertes, de pronto lo celebraban como si hubieran hecho algo maravilloso. Pero ¿qué habían conseguido? Dolor, hambre y destrucción. Diez millones de hombres y niños habían muerto sin razón alguna.
El único ápice de esperanza era que el Partido Laborista había mejorado su posición. Habían logrado sesenta escaños, más que los cuarenta y dos de antes.
Eran los liberales contrarios a Lloyd George quienes más habían sufrido. Solo habían ganado en treinta circunscripciones, y el mismísimo Asquith había perdido su escaño.
– Podría ser el fin del Partido Liberal – dijo Bernie durante la comida, echándose salsa en el pan -. Le han fallado al pueblo, y ahora los laboristas somos la oposición. Puede que sea nuestro único consuelo.
Justo antes de que se fueran a trabajar, llegó el correo. Ethel comprobó las cartas mientras Bernie le ataba a Lloyd los cordones de los zapatos. Había una de Billy, escrita en su código, así que se sentó a la mesa de la cocina para descifrarlo.
Subrayó las palabras clave con un lápiz y las escribió en una libreta. A medida que iba descifrando el mensaje, su fascinación aumentaba.
– Ya sabes que Billy está en Rusia – le dijo a Bernie.
– Sí.
– Bueno, pues dice que nuestro ejército está allí para luchar contra los bolcheviques. Y que el ejército americano también.
– No me sorprende.
– Sí, pero escucha, Bern – dijo ella -, sabemos que los blancos no pueden derrotar a los bolcheviques… pero ¿y si se les unieran ejércitos extranjeros? ¡Podría pasar cualquier cosa!
Bernie parecía meditabundo.
– Podrían restablecer la monarquía.
– La gente de este país no lo permitiría.
– La gente de este país no sabe lo que está pasando.
– Pues será mejor que se lo expliquemos – repuso Ethel -. Voy a escribir un artículo.
– ¿Quién lo publicará?
– Ya veremos. A lo mejor el Daily Herald. – El Herald era de izquierdas -. ¿Llevarás a Lloyd con la niñera?
– Sí, por supuesto.
Ethel reflexionó unos instantes y luego escribió en lo alto de una hoja de papeclass="underline"
¡RUSIA NO SE TOCA!
A Maud, pasear por París la hacía llorar. En los amplios bulevares había montañas de escombros donde habían caído los obuses alemanes. Las ventanas rotas de los grandes edificios estaban reparadas con tablones, y así le recordaban dolorosamente a su apuesto hermano con su ojo desfigurado. Las avenidas de árboles estaban malogradas por los huecos surgidos al sacrificar un viejo castaño o un noble plátano por su madera. La mitad de las mujeres vestían de negro por el luto, y en muchas esquinas había soldados tullidos que mendigaban unas monedas.
Maud también lloraba por Walter. No había recibido respuesta a su carta. Había preguntado si se podía viajar a Alemania, pero era imposible. Ya le había sido bastante difícil conseguir permiso para llegar a París. Ella había esperado que Walter acompañara a la delegación alemana, pero no había tal delegación: los países vencidos no estaban invitados a la conferencia de paz. Los victoriosos aliados se proponían llegar a un acuerdo entre sí y luego presentarles a los perdedores el tratado para que lo firmaran.
Mientras tanto, escaseaba el carbón y en todos los hoteles hacía un frío de muerte. Ella tenía una suite en el Majestic, donde estaba situado el cuartel general de la delegación británica. Para protegerse de posibles espías franceses, los británicos habían sustituido a todo el personal por sus propios trabajadores. Por eso la comida era espantosa: gachas para desayunar, verduras demasiado cocidas y un café malísimo.
Arrebujada en un abrigo de pieles de antes de la guerra, Maud fue a encontrarse con Johnny Remarc en el Fouquet’s, en los Campos Elíseos.
– Gracias por conseguirme el permiso para venir a París – le dijo.
– Por ti, cualquier cosa, Maud. Pero ¿por qué tenías tanto interés en venir?
No iba a decirle la verdad, y menos aún a alguien a quien le encantaban los chismorreos.
– Para ir de compras – respondió -. Hace cuatro años que no me compro un vestido nuevo.
– Ay, perdóname, pero no hay casi nada que comprar, y lo que queda cuesta un dineral. ¡Mil quinientos francos por un vestido! Incluso Fitz habría puesto reparos. Me parece a mí que debes de tener un mon chéri francés.
– Ojalá fuera así. – Maud cambió de tema -. He encontrado el coche de Fitz. ¿Sabes dónde puedo conseguir gasolina?
– Veré qué puedo hacer.
Pidieron la comida.
– ¿Crees que de verdad vamos a obligar a los alemanes a pagar miles de millones en reparaciones de guerra? – preguntó Maud.
– No están en muy buena situación para negarse – dijo Johnny -. Después de la guerra franco-prusiana obligaron a Francia a pagar cinco mil millones de francos… lo cual los franceses consiguieron hacer en tres años. Y el marzo pasado, en el Tratado de Brest-Litovsk, Alemania hizo prometer a los bolcheviques seis mil millones de marcos, aunque, desde luego, ahora ya no los pagarán. De cualquier forma, la justificada indignación alemana tiene el sonido huero de la hipocresía.
Maud detestaba que la gente hablara con dureza de los alemanes. Era como si el hecho de que hubieran perdido los convirtiera en unas bestias. «¿Y si los perdedores hubiésemos sido nosotros? – sintió ganas de replicar Maud -. ¿Nos habríamos visto obligados a decir que la guerra había sido culpa nuestra y pagar por ello?»