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– Pero nosotros les estamos pidiendo mucho más: veinticuatro mil millones de libras, les requerimos, y los franceses hablan del doble.

– Es difícil discutir con los franceses – dijo Johnny -. A nosotros nos deben seiscientos millones de libras, y más aún a los americanos; pero, si les negamos las reparaciones de Alemania, dirán que no pueden pagarnos.

– ¿Pueden pagar los alemanes lo que les pedimos?

– No. Mi amigo Pozzo Keynes dice que podrían pagar más o menos una décima parte, unos dos mil millones de libras, aunque eso podría paralizar su país.

– ¿Te refieres a John Maynard Keynes, el economista de Cambridge?

– Sí. Nosotros le llamamos Pozzo.

– No sabía que fuera uno de tus… amigos.

Johnny sonrió.

– Pues sí, querida, muchísimo.

Maud sufrió un arrebato de celos por el alegre libertinaje de Johnny. Ella había reprimido con fiereza su necesidad de amor físico. Hacía casi dos años desde la última vez que un hombre la había tocado con cariño. Se sentía como una monja vieja, arrugada y seca.

– ¡Qué mirada más triste! – A Johnny no se le escapaban muchas cosas -. Espero que no estuvieras enamorada de Pozzo.

Maud rió, y luego encaminó la conversación hacia la política.

– Si sabemos que los alemanes no pueden pagar, ¿por qué insiste tanto Lloyd George?

– Yo mismo le hice esa pregunta. Lo conozco bastante bien, desde que era ministro de Municiones. Dice que todos los países beligerantes acabarán pagando sus propias deudas, y que nadie hablará de reparaciones de ningún tipo.

– Entonces, ¿por qué esta farsa?

– Porque, al final, serán los contribuyentes de cada país quienes paguen la guerra… pero el político que les diga eso jamás volverá a ganar ningunas elecciones.

Gus asistía a las reuniones diarias de la Comisión de la Sociedad de las Naciones, el grupo que estaba encargado de redactar el pacto que constituiría la sociedad. El propio Woodrow Wilson presidía el comité, y tenía prisa.

Wilson había dominado por completo el primer mes de la conferencia. Había conseguido dejar de lado el orden del día francés, que tenía como máxima prioridad las reparaciones alemanas y relegaba la sociedad al último punto, y había insistido en que la sociedad debía formar parte de cualquier tratado firmado por él.

La Comisión de la Sociedad de las Naciones se reunía en el lujoso hotel Crillon, en la plaza de la Concordia. Los ascensores hidráulicos eran viejos y lentos, y a veces se paraban entre dos pisos mientras se restablecía la presión del agua; Gus pensaba que se parecían mucho a los diplomáticos europeos, que de nada disfrutaban más que de una discusión pausada, y no tomaban una decisión a menos que se vieran obligados. Observó divertido, aunque sin dar muestras de ello, que tanto diplomáticos como ascensores hacían que el presidente de Estados Unidos se inquietara y mascullara con furiosa impaciencia.

Los diecinueve comisionados se sentaban alrededor de una gran mesa cubierta con un mantel rojo; sus intérpretes detrás, susurrándoles al oído; sus ayudantes repartidos por la sala, con expedientes y cuadernos. Gus vio que a los europeos les impresionaba la capacidad de su jefe de avanzar con el orden del día. Algunos habían dicho que la redacción del pacto se alargaría durante meses, cuando no años; otros decían que las naciones jamás llegarían a un acuerdo. Sin embargo, para deleite de Gus, al cabo de diez días ya estaban muy cerca de terminar un primer borrador.

Wilson tenía que marcharse a Estados Unidos el 14 de febrero. Regresaría pronto, pero estaba decidido a tener un borrador del pacto que llevarse a casa.

Por desgracia, la tarde antes de partir, los franceses presentaron un importante escollo. Propusieron que la Sociedad de las Naciones tuviera su propio ejército.

Wilson, desesperado, cerró los ojos.

– Imposible – refunfuñó.

Gus sabía por qué. El Congreso no permitiría que nadie más controlara las tropas estadounidenses.

El delegado francés, el antiguo primer ministro Léon Bourgeois, argumentó que la sociedad no tendría poder real a menos que contara con una forma de obligar a que sus decisiones se cumplieran.

Gus compartía la frustración de Wilson. La Sociedad de las Naciones tenía otras maneras de presionar a los países canallas: diplomacia, sanciones económicas y, como último recurso, un ejército ad hoc, formado para llevar a cabo una misión específica y desmantelado cuando el trabajo se hubiera terminado.

Sin embargo, Bourgeois decía que nada de eso habría protegido a Francia de Alemania. Los franceses no podían concentrarse en nada más. A lo mejor era comprensible, pensó Gus, pero no era forma de crear un nuevo orden mundial.

Lord Robert Cecil, quien había realizado gran parte de la redacción, alzó un dedo huesudo para pedir la palabra. Wilson asintió: le gustaba Cecil, que era un férreo defensor de la sociedad. No todo el mundo pensaba iguaclass="underline" Clemenceau, el primer ministro francés, decía que, cuando Cecil sonreía, se parecía a un dragón chino.

– Discúlpenme por ser tan directo – dijo Cecil -. La delegación francesa parece decir que, puesto que la sociedad a lo mejor no será tan fuerte como ellos esperaban, la rechazarán por completo. Permítanme señalar con toda franqueza que, en tal caso, es casi seguro que se produzca entre Gran Bretaña y Estados Unidos una alianza bilateral que no le ofrecería nada a Francia.

Gus reprimió una sonrisa. «Eso sí que es decir las cosas», pensó.

Bourgeois puso cara de espanto y retiró su enmienda.

Wilson le dirigió una mirada de gratitud a Cecil, al otro lado de la mesa.

El delegado japonés, el barón Makino, quería la palabra. Wilson asintió y consultó su reloj.

Makino se refirió a una cláusula ya acordada del pacto, la cual garantizaba la libertad de culto. Deseaba añadir una enmienda a efecto de que todos los miembros trataran a los ciudadanos de los demás países de forma igualitaria, sin discriminaciones raciales.

A Wilson se le heló la expresión.

El discurso de Makino era elocuente, aun en su traducción. Las diferentes razas habían luchado en la guerra codo con codo, señaló.

– Se ha establecido un vínculo común de simpatía y gratitud.

La sociedad sería una gran familia de naciones. ¿No habrían de tratarse, sin duda, como iguales?

Gus estaba preocupado, aunque no sorprendido. Los japoneses llevaban hablando de ello una o dos semanas, y ya había causado consternación entre los australianos y los californianos, que querían mantener a Japón fuera de sus territorios. A Wilson lo había desconcertado, ya que ni por un instante creía que los negros estadounidenses fueran sus iguales. Pero sobre todo había molestado a los británicos, que gobernaban sin ninguna clase de democracia sobre cientos de millones de personas de diferentes razas y no querían que pensaran que eran igual de buenos que sus caciques blancos.

De nuevo, fue Cecil quien habló.

– Vaya por Dios, se trata de un asunto muy controvertido – dijo, y Gus casi podía haberse creído su tristeza -. La mera sugerencia de que pudiera discutirse ya ha generado discordancias.

Se produjo un murmullo de aquiescencia en toda la mesa.

Cecil prosiguió:

– En lugar de retrasar el acuerdo de un borrador del pacto, quizá deberíamos posponer la discusión de… hmmm… la discriminación racial a una fecha posterior.

El primer ministro griego tomó la palabra:

– Toda esta cuestión de la libertad religiosa también es un asunto peliagudo. A lo mejor deberíamos dejarlo correr de momento.