– Murray – dijo -, la próxima vez que haya una tanda de correo de los hombres para enviar a casa, tráigamela antes a mí.
Aquello era irregular, y Murray parecía tener dudas.
– ¿Señor?
Fitz pensó que sería mejor explicarlo.
– Sospecho que está saliendo información desde aquí. El censor debe de estar dormido al volante.
– A lo mejor creen que pueden aflojar ahora que la guerra en Europa ha terminado.
– Sin duda. De todos modos, quiero ver si la filtración procede de nuestra parte de la cañería.
La contraportada del periódico traía una fotografía de la mujer que encabezaba la campaña de «Rusia no se toca», y Fitz se quedó mudo de asombro al ver que era Ethel. En Ty Gwyn había sido doncella, pero ahora, según decía el Express, era la secretaria general del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección.
Fitz se había acostado con muchas mujeres desde entonces; la última, en Omsk, una rubia rusa espectacular, la amante aburrida de un general zarista que estaba demasiado borracho y era demasiado vago para tirársela él mismo. Pero Ethel aún brillaba en su recuerdo. Se preguntó cómo sería su hijo. El conde seguramente tenía media docena de bastardos repartidos por todo el mundo, pero el de Ethel era el único del que conocía su existencia.
Y era ella la que estaba azuzando la protesta contra la intervención en Rusia. De pronto, Fitz supo de dónde procedía la información. Ese condenado hermano de Ethel era sargento de los Aberowen Pals. Siempre había sido un alborotador, y a Fitz no le cabía ninguna duda de que era él quien le estaba enviando información. «Bueno – pensó Fitz -, lo atraparé, y entonces se armará una buena.»
En el transcurso de las siguientes semanas, los blancos siguieron avanzando a toda velocidad y espantando ante sí a los sorprendidos rojos, que habían creído que el gobierno siberiano era una fuerza muerta. Si los ejércitos de Kolchak lograban conectar con sus partidarios de Arcángel, en el norte, y con el Ejército Voluntario de Denikin, en el sur, formarían una fuerza semicircular, una curva cimitarra oriental de más de mil kilómetros de largo que avanzaría implacablemente hacia Moscú.
Pero entonces, a finales de abril, los rojos contraatacaron.
En aquel momento, Fitz se encontraba en Buguruslán, una ciudad tristemente empobrecida de un territorio boscoso unos ciento sesenta kilómetros al este del río Volga. Las ruinas de algunas iglesias de piedra y edificios municipales asomaban por encima de los tejados de las bajas casas de madera como malas hierbas en un vertedero. El conde estaba sentado en una gran sala del ayuntamiento junto a la unidad de los servicios secretos, cribando informes de interrogatorios de prisioneros. No sabía que algo fuera mal hasta que miró por la ventana y vio a los harapientos soldados del ejército de Kolchak ocupando toda la carretera principal que atravesaba la ciudad y avanzando en la dirección equivocada. Envió a un intérprete norteamericano, Lev Peshkov, para preguntar a los hombres que se batían en retirada.
Peshkov volvió con una historia lamentable. Los rojos habían atacado con fuerza desde el sur y habían golpeado el esforzado flanco izquierdo del avance del ejército de Kolchak. Para evitar que su frente se viera partido en dos, el comandante blanco local, el general Belov, les había ordenado retirarse y reagruparse.
Unos minutos después le llevaron a un desertor rojo para que lo interrogara. Había sido coronel del ejército del zar. Lo que tenía que decir consternó a Fitz. Explicó que a los rojos les había sorprendido la ofensiva de Kolchak, pero que enseguida se habían reagrupado y habían vuelto a abastecerse. Trotski había declarado que el Ejército Rojo debía continuar la ofensiva en el este.
– Trotski cree que, si los rojos titubean, los aliados reconocerán a Kolchak como gobernante supremo y, en cuanto lo hagan, enviarán a Siberia grandes cantidades de hombres y suministros.
Era exactamente lo que Fitz esperaba. En su inseguro ruso, preguntó:
– Entonces, ¿qué ha hecho Trotski?
La respuesta fue rápida, y Fitz no entendió lo que decía hasta que oyó la traducción de Peshkov.
– Trotski realizó levas especiales de reclutas del partido bolchevique y de los sindicatos. Su respuesta fue asombrosa. Veintidós provincias enviaron destacamentos. ¡El Comité Provincial de Novgorod movilizó a la mitad de sus miembros!
Fitz intentó imaginar a Kolchak obteniendo una respuesta así de sus partidarios. Jamás sucedería.
Volvió a sus dependencias para empaquetar su equipo. Casi no le dio tiempo: los Pals salieron justo antes de que llegaran los rojos, y algunos hombres incluso se quedaron atrás. Aquella misma noche, el Ejército Occidental de Kolchak estaba batiéndose en retirada total y Fitz se encontraba en un tren, regresando hacia los Urales.
Dos días después, estaba de vuelta en la Escuela de Comercio de Ufa.
En el transcurso de esos dos días, el ánimo de Fitz se oscureció. Se sentía amargado y embargado por la ira. Llevaba cinco años en la guerra y era capaz de reconocer el cambio de la marea; conocía las señales. La guerra civil rusa estaba prácticamente acabada.
Los blancos eran demasiado débiles y no había más que hacer. Los revolucionarios ganarían. A menos que se produjera una invasión aliada, nada podría volver las tornas… y eso no iba a suceder: Churchill ya tenía bastantes problemas con lo poco que estaba haciendo. Billy Williams y Ethel se estaban asegurando de que los ansiados refuerzos nunca llegaran a enviarse.
Murray le llevó una saca de correo.
– Me pidió usted ver las cartas que los hombres envían a casa, señor – dijo, con un deje de reprobación en la voz.
Fitz no hizo caso de los escrúpulos de Murray y abrió la saca. Buscó una carta del sargento Williams. Al menos podría castigar a alguien por la catástrofe.
Encontró lo que quería. La carta del sargento Williams iba dirigida a E. Williams, su apellido de soltera: sin duda, temía que al usar el de casada llamaría la atención sobre su carta traidora.
Fitz la leyó. La letra de Billy era grande y de trazo seguro. A primera vista, el texto parecía inocente, aunque algo extraño. Sin embargo, Fitz había trabajado en la Sala 40 y sabía de códigos. Se sentó a descifrar aquel.
– En otro orden de cosas, señor, ¿ha visto al intérprete americano, Peshkov, este último par de días? – preguntó Murray.
– No – dijo Fitz -. ¿Qué le ha pasado?
– Parece que lo hemos perdido, señor.
Trotski estaba cansadísimo, pero no abatido. Las arrugas de tensión que se veían en su rostro no apagaban el brillo de esperanza de sus ojos. Grigori, con admiración, pensaba que se sustentaba gracias a una creencia inamovible en lo que estaba haciendo. Sospechaba que todos ellos la tenían; también Lenin, y Stalin. Estaban convencidos de saber qué era lo correcto, fuera cual fuese el problema, desde la reforma agraria hasta las tácticas militares.
Grigori no era así. Con Trotski intentaba idear la mejor forma de combatir a los ejércitos blancos, pero nunca se sentía seguro de haber tomado la decisión correcta hasta conocer los resultados. Tal vez por eso Trotski era famoso en todo el mundo y Grigori no era más que otro comisario.
Igual que muchas otras veces, Grigori estaba sentado en el tren personal de Trotski con un mapa de Rusia sobre la mesa.
– Prácticamente no tenemos que preocuparnos por los contrarrevolucionarios del norte – dictaminó Trotski.