Grigori estaba de acuerdo.
– Según nuestros servicios secretos, allí hay motines entre los soldados y los marineros británicos.
– Y han perdido toda esperanza de conectar con Kolchak. Sus ejércitos están regresando a toda prisa a Siberia. Podríamos perseguirlos hasta el otro lado de los Urales… pero me parece que tenemos asuntos más importantes en otras zonas.
– ¿En el oeste?
– Allí la situación pinta bastante mal. Los blancos están reforzados por nacionalistas reaccionarios en Letonia, Lituania y Estonia. Kolchak ha nombrado a Yudénich comandante en jefe y ha respaldado a la flotilla de la armada británica que tiene a nuestra flota inmovilizada en Kronstadt. Pero estoy aún más preocupado por el sur.
– El general Denikin.
– Cuenta con unos ciento cincuenta mil hombres, está apoyado por tropas francesas e italianas y recibe suministros de los británicos. Creemos que está planeando un ataque hacia Moscú.
– Si se me permite decirlo, creo que la clave para derrotarlo sería política, no militar.
Trotski parecía intrigado.
– Sigue.
– Allá adonde va, Denikin se gana enemigos. Sus cosacos roban por todas partes. Cada vez que toma una ciudad, hace una redada de judíos y los ajusticia. Si las minas de carbón no llegan a los objetivos de producción, mata a uno de cada diez mineros. Y, desde luego, ejecuta a todos los desertores de su ejército.
– Nosotros también – replicó Trotski -. Y matamos a los aldeanos que esconden a desertores.
– Y a los campesinos que se niegan a entregarnos su cereal. – Grigori había tenido que endurecer su corazón para aceptar esa brutal necesidad -. Pero conozco a los campesinos; mi padre lo era. Lo que más les importa es la tierra. Muchas de esas personas se hicieron con considerables extensiones de terreno en la revolución y quieren aferrarse a ellas… pase lo que pase.
– ¿Y bien?
– Kolchak ha anunciado que la reforma de la tierra debería basarse en el principio de la propiedad privada.
– Lo cual significa que los campesinos tendrían que devolver los campos que le han arrebatado a la aristocracia.
– Y todo el mundo lo sabe. Me gustaría imprimir lo que proclama Kolchak y colgarlo en la puerta de todas las iglesias. No importa lo que hagan nuestros soldados, los campesinos nos preferirán a nosotros, y no a los blancos.
– Hazlo – dijo Trotski.
– Una cosa más. Anunciar una amnistía para los desertores. Durante siete días, cualquiera que regrese a filas eludirá el castigo.
– Otra maniobra política.
– No creo que exhorte a la deserción, porque solo será una semana; pero a lo mejor nos permite recuperar a algunos hombres… sobre todo cuando se den cuenta de que los blancos quieren quitarles la tierra.
– Inténtalo – lo animó Trotski.
Un ayudante entró y saludó.
– Un extraño informe, camarada Peshkov, que he pensado que le gustaría oír.
– Está bien.
– Es sobre uno de los prisioneros que hicimos en Buguruslán. Estaba con el ejército de Kolchak, pero llevaba uniforme estadounidense.
– Los blancos tienen soldados de todo el mundo. Los imperialistas capitalistas apoyan a la contrarrevolución, naturalmente.
– No es eso, señor.
– Entonces, ¿qué?
– Señor, dice que es su hermano.
El andén era largo y había una espesa niebla matutina, así que Grigori no veía el extremo final del tren. Seguramente se trataba de un error, pensó; una confusión de nombres o un fallo de traducción. Intentó prepararse para llevarse una decepción, pero no lo consiguió del todo: el corazón le latía más deprisa y parecía tener los nervios a flor de piel. Habían pasado casi cinco años desde la última vez que había visto a su hermano. A menudo había pensado que Lev debía de estar muerto. Esa podía ser aún la terrible realidad.
Caminó despacio, escudriñando la arremolinada neblina con la mirada. Si de verdad se trataba de Lev, era evidente que habría cambiado. En los últimos cinco años, Grigori había perdido un incisivo y la mayor parte de una oreja, y seguramente había cambiado también en otras cosas que él mismo no percibía. ¿Cuánto se habría transformado Lev?
Tras unos momentos, dos figuras salieron de la niebla blanca: un soldado ruso, con uniforme ajado y zapatos de confección casera; y, junto a él, un hombre que parecía estadounidense. ¿Era ese Lev? Llevaba el pelo muy corto, al estilo americano, y se había afeitado el bigote. Tenía ese aspecto de cara redondeada de los soldados estadounidenses bien alimentados, con hombros rollizos bajo el elegante uniforme nuevo. Un uniforme de oficial, comprobó Grigori con creciente incredulidad. ¿Podía ser Lev un oficial estadounidense?
El prisionero lo miraba fijamente y, al acercarse, Grigori vio que sí, era su hermano. En efecto, estaba diferente, y no era solo por ese aspecto general de pulcra prosperidad. Era la forma en que se movía, la expresión de su rostro y, sobre todo, la mirada de sus ojos. Había perdido su engreimiento infantil y había adquirido un aire precavido. De hecho, había madurado.
Cuando estuvieron lo bastante cerca para tocarse, Grigori pensó en todas las veces que lo había decepcionado Lev, y a sus labios afluyeron una horda de reproches; pero no pronunció ninguno de ellos y, en lugar de eso, abrió los brazos y abrazó a su hermano. Se dieron dos besos en las mejillas, se dieron palmadas en la espalda con cariño, volvieron a abrazarse y Grigori se sorprendió al verse llorar.
Al cabo de un rato, hizo subir a Lev al tren y lo llevó al vagón que utilizaba como despacho. Grigori le dijo a su ayudante que les trajera té. Se sentaron en dos sillones raídos.
– ¿Estás en el ejército? – preguntó Grigori con incredulidad.
– En Estados Unidos el servicio militar es obligatorio – dijo Lev.
Eso tenía sentido. Lev jamás se habría alistado voluntariamente.
– ¡Y eres oficial!
– Igual que tú – contestó Lev.
Grigori sacudió la cabeza.
– En el Ejército Rojo hemos abolido los rangos. Soy comisario militar.
– Pero todavía hay hombres que piden té y otros que lo sirven – repuso Lev cuando el ayudante entró con las tazas -. ¿No estaría orgullosa mamá?
– A más no poder. Pero ¿por qué no me escribiste nunca? ¡Pensaba que habías muerto!
– Ay, maldita sea, lo siento – dijo Lev -. Me sentía tan mal por haberme quedado con tu billete que quería escribir y decirte que podía pagarte un pasaje a ti también. No hacía más que retrasar la carta hasta que tuviera el dinero.
Era una excusa endeble, pero muy típica de Lev. No iba a una fiesta a menos que tuviera una chaqueta elegante que ponerse, y se negaba a entrar en un bar si no tenía dinero para invitar a una ronda de copas.
Grigori recordó otra traición.
– No me dijiste que Katerina estaba embarazada cuando te marchaste.
– ¡Embarazada! No lo sabía.
– Sí que lo sabías. Le dijiste que no me lo contara.
– Ah. Supongo que lo olvidé. – Lev parecía tonto, pillado en plena mentira, pero no tardó mucho en recuperarse y contraatacar con su propia acusación -: ¡Ese barco en el que me enviaste ni siquiera iba a Nueva York! Me dejaron en tierra en una ciudad de mala muerte llamada Cardiff. Tuve que trabajar durante meses para ahorrar y poder comprar otro billete.
Grigori incluso se sintió culpable un instante; después recordó cómo le había suplicado su hermano ese billete.
– A lo mejor no debería haberte ayudado a escapar de la policía – dijo, arisco.
– Supongo que hiciste lo mejor para mí – repuso Lev a regañadientes. Después le dirigió esa cálida sonrisa con la que siempre conseguía el perdón de Grigori -. Como has hecho siempre – añadió -. Desde que murió mamá.