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Ethel se había convertido en la nueva ama de llaves. Tras la visita del rey, la princesa Bea insistió en que la señora Jevons se jubilase definitivamente; no tenía tiempo para sirvientas viejas y cansadas. Vio en Ethel a alguien capaz de trabajar de manera incansable para colmar todos sus deseos, y se encargó personalmente de concederle el ascenso a pesar de su juventud e inexperiencia. Así, Ethel consiguió su máxima ambición: se trasladó al pequeño cuarto del ama de llaves, en el ala del servicio, y colgó en la pared una fotografía de sus padres, engalanados con sus mejores trajes, tomada delante de la Iglesia de Bethesda el día que el templo abrió sus puertas.

Cuando Fitz llegó al final de la lista, Ethel pidió permiso para pasar un rato con su familia.

– Por supuesto, no faltaba más… – contestó el conde -. Tómate el tiempo que quieras. Has estado absolutamente maravillosa. No sé cómo nos las habríamos ingeniado sin ti. El rey también quiso que te transmitiera su agradecimiento. ¿Cómo puedes recordar todos esos nombres?

La muchacha sonrió. No estaba segura de por qué sentía esa extraña emoción en el estómago cada vez que él le dedicaba un halago.

– La mayoría de ellos han estado en nuestra casa alguna vez, para hablar con mi padre sobre posibles compensaciones por un accidente laboral, o acerca de una disputa con algún capataz, o por algún problema relacionado con las medidas de seguridad en la mina.

– Bueno, pues a mí me parece toda una proeza – dijo, y la obsequió con la sonrisa irresistible que esbozaba de vez en cuando y que casi le hacía parecer un hombre normal y corriente, cercano y familiar -. Presenta mis respetos a tu padre de mi parte.

La joven salió y atravesó el césped corriendo; se sentía la reina del universo. Encontró a su padre, a su madre, al abuelo y a Billy en la carpa del té. Su padre estaba muy elegante con su traje negro de los domingos y la camisa blanca de cuello duro. Billy tenía una quemadura de muy mal aspecto en la mejilla.

– ¿Cómo te encuentras, Billy, hermanito? – preguntó Ethel.

– Mucho mejor. La quemadura tiene una pinta espantosa, pero dice el médico que es mejor que no me la tape.

– Todo el mundo comenta lo valiente que fuiste.

– Sí, ya, pero no lo bastante para llegar a tiempo de salvar a Micky el Papa.

No se podía decir nada ante aquellas palabras, pero Ethel le tocó el brazo en un gesto de compasión.

– Billy ha dirigido una plegaria esta mañana en Bethesda – dijo la madre con orgullo. – ¡Buen trabajo, Billy! Siento habérmela perdido. – Ethel no había ido al templo, pues había mucho por hacer en la casa -. ¿En qué consistía tu plegaria? – Le he pedido al Señor que nos ayude a entender por qué ha permitido que haya habido una explosión en la mina. – Billy lanzó una mirada inquieta a su padre, que no sonreía. – Billy habría hecho mejor pidiéndole a Dios que fortaleciese su fe – repuso el cabeza de familia con tono severo -, para que pueda creer sin necesidad de entender.

Saltaba a la vista que ambos ya habían discutido por culpa de aquello. Ethel no tenía paciencia para disputas teológicas que, al final, nunca llevaban a ninguna parte. Trató de distender un poco el ambiente.

– El conde Fitzherbert me ha pedido que te presente sus respetos de su parte, papá

– dijo -. ¿No te parece todo un detalle? El padre no se inmutó. – Lamenté mucho ver cómo participabas en esa farsa del lunes pasado – contestó en tono férreo. – ¿El lunes? – exclamó ella, incrédula -. ¿Cuando el rey fue a visitar a las familias? – Te vi susurrarle los nombres a ese fantoche. – Ese «fantoche», como tú lo llamas, era nada menos que sir Alan Tite. – Me da lo mismo cómo se haga llamar, sé reconocer a un lameculos en cuanto lo veo. Ethel no salía de su asombro. ¿Cómo era posible que su padre menospreciase de ese modo uno de los mayores logros de su vida? Tuvo ganas de echarse a llorar. – ¡Creí que te sentirías orgulloso de mí, por haber ayudado al rey! – ¿Cómo se atreve el rey a ofrecer sus condolencias a nuestra gente, eh? ¿Qué sabe el rey del peligro y de una vida llena de penalidades? Ethel luchó por contener las lágrimas. – Pero, papá, significó mucho para tantas personas que el rey en persona acudiera a verlas… – Con eso, lo único que hizo fue desviar la atención de las acciones peligrosas e ilegales de Celtic Minerals. – ¡Pero necesitan consuelo! – ¿Cómo no se daba cuenta su padre de aquello? – El rey los ha ablandado. El domingo por la tarde, esta ciudad estaba dispuesta a levantarse y encabezar una revuelta, pero el lunes por la noche, de lo único que hablaban era de cómo la reina le había dado su pañuelo a la señora de Dai Ponis. Ethel pasó de la tristeza a la indignación en un abrir y cerrar de ojos. – Pues lamento mucho que pienses así – dijo fríamente.

– No tienes que lamentar…

– Lo lamento porque estás equivocado – repuso la joven, que lo interrumpió con firmeza.

El padre se quedó de una pieza. No estaba acostumbrado a que los demás le dijesen que estaba equivocado, y mucho menos una mocosa como aquella.

– Oye, Eth… – trató de intervenir su madre.

– Las personas tienen sentimientos, papá – dijo la joven temerariamente -. Eso es lo que siempre se te olvida.

El padre se había quedado sin habla.

– ¡Bueno, basta ya! – exclamó la madre.

Ethel miró a Billy. A través de un velo de lágrimas, vio su expresión de impresionada admiración, y eso la envalentonó aún más. Suspiró, se secó los ojos con el dorso de la mano y siguió hablando:

– Tú y tu sindicato, y tus normas de seguridad y tus Escrituras… ya sé que son importantes, papá, pero no puedes olvidarte de los sentimientos de la gente. Espero que algún día el socialismo consiga hacer que el mundo sea un lugar mejor para la clase trabajadora, pero entretanto, las personas necesitan consuelo.

El padre consiguió recobrar la voz al fin.

– Me parece que ya hemos tenido bastante por hoy – dijo -. Lo de estar con el rey se te ha subido a la cabeza. Solo eres una cría, y no eres quién para ir por ahí dando sermones a tus mayores.

Ethel estaba hecha un mar de lágrimas, demasiado nerviosa para seguir discutiendo con su padre.

– Lo siento, papá – dijo. Tras un silencio que se hizo eterno, añadió -: Será mejor que vuelva al trabajo.

El conde le había dicho que se tomara el tiempo que quisiera, pero lo que deseaba era estar sola. Le dio la espalda a la mirada impregnada de ira de su padre y regresó a la mansión cabizbaja, con la esperanza de que nadie se percatase de que estaba llorando.

No quería tropezarse con nadie, de modo que se deslizó en el interior de la Suite Gardenia. Lady Maud había regresado a Londres, por lo que la habitación estaba vacía y la cama, deshecha. Ethel se arrojó encima del colchón desnudo y siguió dando rienda suelta a sus lágrimas.

Se sentía tan orgullosa de sí misma… ¿Cómo podía su padre rechazar así todo lo que había conseguido? ¿Es que quería acaso que no destacase en su trabajo, que lo hiciese todo mal? Trabajaba para la nobleza, sí, pero exactamente igual que todos los mineros del carbón en Aberowen. A pesar de que la empresa que los contrataba era Celtic Minerals, era el carbón del conde lo que extraían de la mina, y a este le pagaban lo mismo por tonelada que al minero que lo sacaba de la tierra, un hecho que su padre nunca se cansaba de señalar. Si estaba bien ser un buen minero, eficiente y productivo, ¿qué tenía de malo ser una buena ama de llaves?

Oyó el ruido de la puerta al abrirse, y se incorporó de un salto. Era el conde.

– ¿Se puede saber qué diablos te ocurre? – preguntó, inquieto -. Se te oye desde el otro lado de la puerta.

– Lo siento mucho, milord. No debería haber entrado aquí.