– Cien cajas de Canadian Club. – Puso una botella sobre la mesa -. Podemos probarlo, a ver si es del de verdad.
– Voy a dirigir el negocio y a importar alcohol de Canadá. La Ley Seca es la mayor oportunidad de negocio de la historia. La gente pagará lo que sea por un trago. Vamos a ganar una fortuna. Levántate de la silla, Norm.
– Ni hablar, muchacho – replicó el contable.
Lev sacó la pistola con un gesto rápido y golpeó a Norman en ambos pómulos. El hombre gritó. Lev apuntó a los matones como quien no quiere la cosa.
Olga no gritó, lo cual dijo mucho en su favor.
– Eres un imbécil – le dijo Lev a Norman -. Maté a Josef Vyalov, ¿crees que tengo miedo de un puto contable?
Norman se puso en pie y salió del despacho apresuradamente, con una mano en la boca ensangrentada.
Lev se volvió hacia los demás hombres, sin bajar el arma, y espetó:
– Todo aquel que no quiera trabajar para mí puede irse ahora; sin rencor.
Nadie se movió.
– Bien – dijo Lev -. Porque lo del rencor era mentira. – Señaló a Ilya -. Ven con la señora Peshkov y conmigo. Conducirás tú. Los demás, descargad la camioneta.
Ilya los llevó al centro con el Hudson azul.
Lev tenía la sensación de que tal vez había cometido un error. No debería haber dicho «Maté a Josef Vyalov» delante de Olga. Aún estaba a tiempo de cambiar de opinión. Si hacía alguna referencia al respecto, le diría que no hablaba en serio, que solo lo dijo para asustar a Norm. Sin embargo, Olga no sacó el tema.
Frente a la comisaría de policía, dos hombres con abrigo y sombrero los esperaban junto a una gran cámara sobre un trípode.
Olga y Lev salieron del coche.
Lev le dijo al periodista:
– La muerte de Josef Vyalov es una tragedia para nosotros, su familia, y para la ciudad. – El hombre tomó nota en una libreta -. He venido a darle a la policía mi versión de lo sucedido. Mi esposa, Olga, la única persona presente cuando su padre se desplomó, va a testificar que soy inocente. La autopsia demostrará que mi suegro falleció de un ataque al corazón. Mi mujer y yo queremos continuar expandiendo el gran negocio que Josef Vyalov empezó aquí en Buffalo. Gracias.
– Miren a la cámara, por favor – dijo el fotógrafo.
Lev abrazó a Olga, la atrajo hacia sí y miró a la cámara.
– ¿A qué se debe ese ojo morado? – preguntó el periodista.
– ¿Esto? – dijo Lev, que se señaló el ojo -. Eso es otra historia, diablos. – Puso su sonrisa más encantadora, y el fogonazo de magnesio del fotógrafo los cegó.
Capítulo 40
Febrero-diciembre de 1920
La prisión militar de Aldershot era un lugar desolador, pensó Billy, pero era mejor que Siberia. Aldershot era una ciudad militar situada a sesenta kilómetros al sudoeste de Londres. La cárcel era un edificio moderno con galerías de tres pisos, llenos de celdas, alrededor del atrio. Estaba muy bien iluminado gracias a un techo de cristal, que le dio su apodo de «El invernadero». Gracias a las tuberías de la calefacción y a la iluminación de gas era un lugar más cómodo que la mayoría de los sitios en los que había dormido Billy durante los últimos cuatro años.
Aun así, no dejaba de ser un edificio inhóspito. Hacía más de un año que había finalizado la guerra y, sin embargo, aún estaba en el ejército. La mayor parte de sus amigos lo habían dejado, ganaban un buen sueldo e iban al cine con chicas. Billy todavía llevaba el uniforme y tenía que hacer el saludo militar, dormía en una cama del ejército y se alimentaba de comida del ejército. Trabajaba todo el día haciendo esteras, que era la principal actividad de la prisión. Lo peor de todo era que nunca podía ver a una mujer. En algún lugar ahí fuera, Mildred lo estaba esperando, probablemente. Todo el mundo conocía la historia de algún soldado que había vuelto a casa y había descubierto que su mujer o su novia se había largado con otro hombre.
No podía comunicarse con Mildred ni con nadie del exterior. Normalmente los presos – o «soldados condenados», esa era su denominación oficial – podían enviar y recibir correspondencia, pero Billy era un caso especial. Puesto que lo habían condenado por revelar secretos del ejército en sus cartas, su correo era confiscado por las autoridades. Aquello formaba parte de la venganza del ejército. Obviamente ya no podía revelar ningún secreto. ¿Qué demonios iba a contarle a su hermana? «La patata hervida siempre está un poco cruda.»
¿Sabían sus padres y su abuelo que lo habían sometido a un consejo de guerra? Los familiares más cercanos del soldado debían ser informados, pensó, pero no estaba seguro y nadie respondía a sus preguntas. De todos modos, lo más probable era que Tommy Griffiths se lo hubiera contado. Esperaba que Ethel les hubiera explicado lo que había hecho en realidad.
No recibía visitas. Sospechaba que su familia ni tan siquiera sabía que había vuelto de Rusia. Le habría gustado recurrir la prohibición de recibir correo, pero no tenía forma alguna de ponerse en contacto con un abogado, ni dinero para pagarlo. Su único consuelo era una vaga sensación de que aquella situación no podía prolongarse de manera indefinida.
Gracias a los periódicos tenía conocimiento de las noticias del mundo exterior. Fitz había vuelto a Londres y se dedicaba a pronunciar discursos en los que pedía más ayuda militar para los rusos blancos. Billy se preguntó si aquello significaba que los Aberowen Pals habían regresado a casa.
Los discursos de Fitz no sirvieron de mucho. La campaña «Rusia no se toca» de Ethel había recibido un gran apoyo y había sido refrendada por el Partido Laborista. A pesar de los acalorados discursos antibolcheviques del ministro de Guerra, Winston Churchill, Gran Bretaña había retirado sus tropas de la Rusia ártica. A mediados de noviembre, los rojos habían expulsado al almirante Kolchak de Omsk. Todo lo que Billy había dicho sobre los blancos, y que Ethel había repetido en su campaña, resultó ser cierto; todo lo que contaron Fitz y Churchill era falso. Sin embargo, Billy estaba en la cárcel y Fitz, en la Cámara de los Lores.
Tenía poco en común con los otros internos. No eran presos políticos. La mayoría había cometido delitos de verdad, robo, agresión y homicidio. Eran hombres duros, pero Billy también y no les tenía miedo. Lo trataban con una deferencia cautelosa ya que, al parecer, tenían la sensación de que su delito estaba por encima del suyo. Él se dirigía a ellos en un tono amistoso, pero los demás presos no tenían ningún interés en política. No veían nada de malo en la sociedad que los había encarcelado; tan solo estaban decididos a vencer al sistema en la siguiente oportunidad.
Durante el receso de media hora del almuerzo, leía el periódico. La mayoría de los internos eran analfabetos. Un día abrió el Daily Herald y vio una fotografía de una cara familiar. Tras un momento de sorpresa se dio cuenta de que era una fotografía suya.
Recordó cuándo se la tomaron. Mildred lo había arrastrado a un fotógrafo de Aldgate para que le hiciera una foto vestido con el uniforme. «Todas las noches la rozaré con los labios», le había dicho. Billy había pensado a menudo en aquella ambigua promesa mientras estuvo alejado de ella.
El titular decía: «¿Por qué está en la cárcel el sargento Williams?». Billy leyó con una emoción cada vez mayor.
William Williams, del 8º Batallón de los Fusileros Galeses (los «Aberowen Pals») está cumpliendo una pena de diez años en una cárcel militar, condenado por traición. ¿Es este hombre un traidor? ¿Acaso traicionó a su país, desertó y se unió al enemigo o huyó de la batalla? Al contrario. Luchó con valentía en el Somme y siguió sirviendo en Francia durante dos años, donde fue ascendido a sargento.