Robert y Jörg llegaron, luciendo unas corbatas rojas idénticas. Otto los saludó efusivamente. Parecía desconocer la verdadera naturaleza de su relación y, por lo visto, creía que Jörg no era más que el compañero de piso de su sobrino. De hecho, así era como se comportaban ambos cuando se encontraban en presencia de gente mayor. Maud creía que Susanne sospechaba la verdad. Era más difícil engañar a las mujeres que, por suerte, tenían una mentalidad más abierta.
Robert y Jörg podían ser muy diferentes cuando gozaban de compañía más liberal. En las fiestas que organizaban en su casa no ocultaban su amor. Muchos de sus amigos eran iguales. Al principio Maud se sorprendió: nunca había visto besarse a dos hombres, que alabaran la ropa del otro y que coquetearan como colegialas. Pero tal comportamiento ya no era tabú, al menos en Berlín. Y Maud había leído Sodoma y Gomorra, de Proust, que parecía sugerir que aquel tipo de comportamiento siempre había existido.
Sin embargo, esa noche Robert y Jörg hicieron gala de su mejor comportamiento. Durante la cena todo el mundo habló de lo que estaba sucediendo en Baviera. El jueves, una asociación de grupos paramilitares llamada Kampfbund había declarado una revolución nacional en una cervecería de Munich.
Últimamente a Maud le resultaba casi imposible leer las noticias. Los trabajadores se declaraban en huelga, de modo que grupos de matones de derechas se dedicaban a darles palizas. Las amas de casa organizaban marchas para protestar contra la escasez de provisiones, y sus protestas degeneraban en disturbios para conseguir comida. En Alemania todo el mundo estaba furioso por culpa del Tratado de Versalles y, sin embargo, el gobierno socialdemócrata lo había aceptado sin restricciones. La gente creía que las reparaciones estaban paralizando la economía, a pesar de que Alemania solo había pagado una pequeña parte de la cantidad estipulada y, obviamente, no tenía la menor intención de liquidar toda la deuda.
El golpe de Estado de la cervecería de Munich había exaltado a todo el mundo. El héroe de guerra Erich Ludendorff era el partidario más prominente. Las autodenominadas tropas de asalto, con sus camisas pardas, y los estudiantes de la Escuela de Oficiales de Infantería se habían hecho con el control de los principales edificios. Los concejales de la ciudad habían sido tomados rehenes, y los judíos más prominentes, detenidos.
El viernes, el gobierno legítimo contraatacó. Cuatro policías y dieciséis paramilitares murieron. A juzgar por las noticias que habían llegado a Berlín, Maud no podía saber si la insurrección se había acabado o no. Si los extremistas tomaban el control de Baviera, ¿se harían con el poder en el resto del país?
Aquella situación enfureció a Walter.
– Tenemos un gobierno elegido democráticamente – dijo -. ¿Por qué la gente no puede dejar que haga su trabajo?
– Nuestro gobierno nos ha traicionado – espetó su padre.
– Esa es su opinión. ¿Y qué? ¡En Estados Unidos, cuando los republicanos ganaron las últimas elecciones, los demócratas no se amotinaron!
– En Estados Unidos los bolcheviques y los judíos no están subvirtiendo el país.
– Si le preocupan los bolcheviques, dígale a la gente que no los vote. ¿Y a qué viene esta obsesión con los judíos?
– Son una influencia perniciosa.
– Hay judíos en Gran Bretaña. Padre, ¿no recuerda que, en Londres, lord Rothschild hizo todo lo posible para evitar la guerra? Hay judíos en Francia, en Rusia, en América. Y no están conspirando para traicionar a sus gobiernos. ¿Qué le hace pensar que los nuestros son especialmente malvados? La mayoría de ellos solo quiere ganar dinero para alimentar a sus familias y enviar a sus hijos a escuela, como todo el mundo.
Robert decidió intervenir, lo que sorprendió a Maud.
– Estoy de acuerdo con el tío Otto – dijo -. La democracia se está debilitando. Alemania necesita un liderazgo sólido. Jörg y yo nos hemos unido a los nacionalsocialistas.
– ¡Oh, Robert, por el amor de Dios! – exclamó Walter, indignado -. ¿Cómo se te ha ocurrido?
Maud se puso en pie.
– ¿Alguien quiere un pedazo de tarta de cumpleaños? – preguntó con alegría.
Maud se fue de la fiesta a las nueve para ir a trabajar.
– ¿Dónde está tu uniforme? – preguntó su suegra mientras se despedía. Susanne creía que trabajaba de enfermera para un caballero anciano y rico.
– Lo tengo en el trabajo y me cambio cuando llego – respondió Maud.
De hecho, tocaba el piano en un club nocturno llamado Nachtleben. Sin embargo, era cierto que dejaba el uniforme en su lugar de trabajo.
Tenía que ganar dinero y nunca le habían enseñado demasiado, salvo a vestirse elegante y asistir a fiestas. Había recibido una pequeña herencia de su padre, pero la había convertido en marcos cuando se trasladó a Alemania y ya no valía nada. Fitz se negó a concederle una asignación porque aún estaba furioso con ella por casarse sin su permiso. El sueldo de Walter en el Ministerio de Asuntos Exteriores subía cada mes, pero nunca al ritmo de la inflación. Para compensar todo aquello, en parte, la renta que pagaban por su casa era insignificante, y el casero ya no se molestaba en cobrársela. Pero tenían que comprar comida.
Maud llegó al club a las nueve y media. Lo habían decorado y amueblado recientemente, y tenía un buen aspecto incluso con las luces encendidas. Los camareros sacaban brillo a los vasos, el barman picaba hielo y un ciego afinaba el piano. Maud se puso un vestido de noche escotado, joyas falsas, y se maquilló con una espesa capa de polvos, lápiz de ojos y pintalabios. Estaba al piano cuando el local abrió a las diez.
Se llenó enseguida de hombres y mujeres vestidos con trajes de noche, que bailaban y fumaban. Pedían cócteles de champán y esnifaban cocaína, con discreción. A pesar de la pobreza y de la inflación, la vida nocturna de Berlín era muy agitada. Aquella gente no tenía problemas de dinero. O bien recibía ingresos del extranjero, o tenía algo mejor que el dinero: reservas de carbón, un matadero, un almacén de tabaco o, lo mejor de todo, oro.
Maud formaba parte de un grupo femenino que tocaba un nuevo tipo de música que se llamaba jazz. De haberlas visto, Fitz se habría horrorizado, pero a ella le gustaba el trabajo. Siempre se había rebelado contra las restricciones de su educación. Repetir las mismas melodías todas las noches podía resultar tedioso, pero a pesar de ello la ayudaba a liberar algo que reprimía en su interior. Se contoneaba en el taburete de su piano y lanzaba miradas coquetas a los clientes.
A medianoche llegaba su actuación en solitario: cantaba y tocaba temas popularizados por cantantes negras como Alberta Hunter, que había aprendido gracias a los discos americanos que sonaban en un gramófono del dueño del Nachtleben. La anunciaban como Mississippi Maud.
Entre canción y canción, un cliente se acercó al piano y le pidió:
– ¿Te importaría tocar «Downhearted Blues», por favor?
Conocía la canción, un gran éxito de Bessie Smith. Empezó a tocar los acordes de blues en mi bemol.
– Podría – dijo ella -. ¿A cambio de qué?
El hombre le dio un billete de mil millones de marcos.
Maud se rió.
– Con eso no paga ni el primer acorde – le dijo -. ¿No tiene moneda extranjera?
Le dio un billete de un dólar.
Maud cogió el dinero, se lo metió en la manga y tocó «Downhearted Blues».
Sintió un arrebato de alegría por tener un dólar, que equivalía a un billón de marcos. Aun así, no la abandonó del todo el sentimiento de tristeza, que había hecho mella en su corazón. Era un logro remarcable que una mujer de sus orígenes hubiera aprendido a sonsacar propinas, pero el proceso era degradante.