Después de su actuación, la abordó el mismo cliente, mientras se dirigía al camerino. Le puso una mano en la cadera y le preguntó:
– ¿Te gustaría desayunar conmigo, cielo?
La mayoría de las noches la manoseaban, a pesar de que a sus treinta y tres años era una de las mujeres mayores del club: había muchas chicas de diecinueve y veinte años. Cuando sucedía eso, no se les permitía montar un escándalo. Se suponía que debían poner la mejor de sus sonrisas, apartar la mano del caballero con delicadeza, y decir: «Esta noche no, señor». Pero en ocasiones esa respuesta no era lo bastante desalentadora, y las demás chicas le habían enseñado una réplica más efectiva:
– Tengo unos insectos pequeños en el vello púbico – le dijo -. ¿Cree que es algo que debería preocuparme?
El hombre desapareció.
Después de llevar cuatro años en el país, Maud hablaba alemán con fluidez, y gracias al trabajo en el club también había aprendido las palabras más vulgares.
El Nachtleben cerró a las cuatro de la madrugada. Maud se desmaquilló y se puso la ropa de calle. Fue a la cocina y pidió unos granos de café. Un cocinero al que le gustaba le metió unos cuantos en un cucurucho de papel.
Los músicos cobraban en efectivo cada noche. Todas las chicas llevaban unos grandes bolsos para guardar los fajos de billetes.
Cuando salía, Maud cogió un periódico que había dejado un cliente. A Walter le gustaba leerlo y no podían permitirse el lujo de comprar la prensa.
Salió del club y fue directamente a la panadería. Era peligroso conservar el dinero mucho tiempo: corría el riesgo de que al día siguiente no pudiera comprar ni una hogaza de pan con el sueldo. Ya había varias mujeres esperando frente a la tienda, pasando frío. A las cinco y media el panadero abrió la puerta y escribió los precios con tiza en una pizarra. Aquel día una hogaza de pan costaba 127.000 millones de marcos.
Maud compró cuatro hogazas. No se lo comerían todo en un día, pero no importaba. El pan duro se podía utilizar para espesar sopas: los billetes, no.
Llegó a casa a las seis. Más tarde vestiría a los niños y los llevaría a casa de sus abuelos para que pasaran el día, así ella podría dormir. Tenía una hora para estar con Walter a solas. Era el mejor momento del día.
Preparó el desayuno y lo llevó en una bandeja al dormitorio.
– Mira – le dijo -. Pan fresco, café… ¡y un dólar!
– ¡Qué lista eres! – La besó -. ¿Qué compraremos? – Se estremeció de frío a pesar de que llevaba puesto el pijama -. Necesitamos carbón.
– No hay prisa. Podemos guardarlo, si quieres. La semana que viene valdrá lo mismo. Si tienes frío, yo te haré entrar en calor.
Él sonrió.
– Pues venga.
Maud se quitó la ropa y se metió en la cama.
Comieron el pan, bebieron el café e hicieron el amor. El sexo aún era algo excitante, a pesar de que el acto en sí no duraba tanto como al principio.
Cuando terminaron, Walter leyó el periódico que Maud le había llevado.
– La intentona golpista de Munich se ha acabado – dijo.
– ¿Definitivamente?
Walter se encogió de hombros.
– Han atrapado al líder. Es Adolf Hitler.
– ¿El jefe del partido al que se unió Robert?
– Sí. Lo han acusado de alta traición. Está en la cárcel.
– Bien – dijo Maud, aliviada -. Gracias a Dios que ha acabado.
Capítulo 42
De diciembre de 1923 a enero de 1924
El conde Fitzherbert se subió a la tribuna frente al ayuntamiento de Aberowen a las tres de la tarde, el día antes de las elecciones generales. Llevaba chaqué y sombrero de copa. Hubo una ovación estruendosa por parte de los conservadores, que ocupaban las primeras filas, pero gran parte de la multitud lo abucheó. Alguien lanzó un periódico arrugado y Billy dijo:
– Basta ya, chicos, dejad que hable.
Unas nubes bajas ensombrecían la tarde invernal, y las luces de la calle ya estaban encendidas. Llovía, pero había acudido una gran multitud, unas doscientas o trescientas personas, la mayoría mineros con sus gorras, aunque se veían unos cuantos bombines en las primeras filas y algunas mujeres cobijadas bajo paraguas. Junto a la muchedumbre, los niños jugaban sobre los adoquines mojados.
Fitz hacía campaña en favor del diputado actual de la región, Perceval Jones. Empezó a hablar sobre aranceles, lo cual ya le estaba bien a Billy. Fitz podía parlotear sobre aquel tema todo el día sin llegar al corazón de la gente de Aberowen. En teoría, era el gran tema electoral. Los conservadores proponían poner fin al desempleo mediante un aumento de los impuestos a las importaciones para proteger los productos británicos. Aquella cuestión había unido a los liberales, que estaban en la oposición, ya que el punto más antiguo de su ideología era el comercio libre. Los laboristas estaban de acuerdo en que los aranceles no eran la respuesta a sus males, y proponían un programa nacional de empleo para dar trabajo a los parados, y también querían aumentar el período de educación para impedir la llegada de más jóvenes a un mercado laboral saturado.
Sin embargo, el verdadero tema era quién iba a gobernar.
– Con el fin de fomentar el empleo en el sector agrícola, el gobierno conservador proporcionar una ayuda de una libra por acre a cada campesino, siempre que pague un mínimo de treinta chelines a la semana a sus jornaleros – dijo Fitz.
Billy negó con la cabeza, divertido e indignado al mismo tiempo. ¿Por qué tenían que dar dinero a los granjeros? No se estaban muriendo de hambre. En cambio, los operarios en paro de las fábricas, sí.
El padre de Billy, que estaba a su lado, comentó:
– Ese tipo de discurso no le va a hacer ganar muchos votos en Aberowen.
Billy estaba de acuerdo. En el pasado aquella circunscripción electoral había sido un feudo de agricultores, pero aquellos días ya habían pasado. Ahora que la clase trabajadora podía votar, los mineros ganarían en número a los campesinos. Perceval Jones había conservado su escaño, en las confusas elecciones de 1922, gracias a un puñado de votos. En esa ocasión no podía revalidar el éxito.
Fitz se ponía nervioso:
– Si votáis a los laboristas, votaréis a un hombre cuyo historial militar está manchado – dijo.
A la gente no le gustó demasiado aquel comentario: conocían la historia de Billy y lo consideraban su héroe. Hubo un murmullo de disconformidad y el padre de Billy gritó:
– ¡Debería darle vergüenza!
– Un hombre que traicionó a sus compañeros de armas y a sus oficiales – prosiguió el conde -, un hombre que fue sometido a un consejo de guerra por traición y enviado a la cárcel. Os lo pido: no deshonréis a Aberowen votando a un hombre como ese.
Fitz se bajó de la tribuna entre aplausos y abucheos. Billy lo miró fijamente, pero el conde esquivó su mirada.
Billy se subió a la tribuna.
– Seguramente estáis esperando a que insulte a lord Fitzherbert tal y como ha hecho él conmigo – dijo.
Entre la muchedumbre, Tommy Griffiths gritó:
– ¡Dale su merecido, Billy!
– Pero esto no es una pelea de la mina – repuso Billy -. Estas elecciones son demasiado importantes para que se decidan con un puñado de burlas.
Los amansó. Sabía que no les gustaría su enfoque sensato. Les gustaban las burlas. Pero vio que su padre asintió con la cabeza. Sabía lo que intentaba hacer su hijo. Claro que lo sabía. Era él quien lo había educado.
– El conde ha hecho gala de un gran valor al venir aquí y expresar sus opiniones ante una multitud de mineros del carbón – prosiguió Billy -. Tal vez se equivoque, y creo que se equivoca, pero no es un cobarde. Se comportó del mismo modo durante la guerra. Al igual que muchos de nuestros oficiales. Eran valientes, pero muy tercos. Apostaron por la estrategia y la táctica erróneas, no dialogaban y sus ideas estaban desfasadas. Pero fueron incapaces de corregirse hasta que murieron millones de hombres.