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La noche del décimo día, Lev estaba jugando a cartas. Le tocaba repartir, pero estaba perdiendo. Todo el mundo perdía excepto Spiria, un chico de aspecto inocente que debía de tener la misma edad que Lev y que también viajaba solo.

– Spiria gana todas las noches – dijo otro jugador, Yákov. Lo cierto era que Spiria ganaba siempre que repartía Lev.

Avanzaban lentamente entre la niebla. El mar estaba en calma, y solo se oía el leve murmullo de los motores. Lev no había podido averiguar cuándo iban a llegar a su destino. La gente respondía distintas cosas. Los más entendidos decían que dependía del tiempo. La tripulación era, como siempre, inescrutable.

Mientras caía la noche, Lev tiró su mano.

– Estoy limpio – dijo. De hecho, tenía dinero de sobra en el interior de la camisa, pero sabía que a los demás se les acababa el dinero, a todos salvo a Spiria -. Ya está – añadió -. Cuando lleguemos a América, voy a tener que echarle el ojo a una mujer mayor y rica y vivir como un perrito en su palacio de mármol.

Los demás se rieron.

– ¿Quién te iba a querer como mascota? – preguntó Yákov.

– Las mujeres mayores tienen frío de noche – dijo -. Necesitará que le dé calor.

La partida acabó de buen humor, y los jugadores se dispersaron.

Spiria se fue hacia popa y se apoyó en la barandilla, para observar cómo la estela desaparecía en la niebla. Lev acudió junto a él.

– Mi parte asciende a siete rublos – dijo Lev.

Spiria sacó unos billetes del bolsillo y se los dio, ocultando la transacción con su cuerpo para que nadie pudiera ver cómo el dinero cambiaba de manos.

Lev se guardó los billetes en el bolsillo y cargó la pipa.

Spiria le preguntó:

– Dime una cosa, Grigori. – Lev usaba los papeles de su hermano, por lo que tenía que decirle a la gente que se llamaba Grigori -. ¿Qué me harías si me negara a darte tu parte?

Aquel tipo de conversaciones eran peligrosas. Lev guardó el tabaco lentamente y dejó la pipa apagada en el bolsillo de la chaqueta. Entonces agarró a Spiria de las solapas y lo empujó contra la barandilla, de modo que inclinó el cuerpo hacia atrás y se asomaba sobre el mar. Spiria era más alto que Lev, pero no tan duro, ni mucho menos.

– Te partiría la nuca, estúpido – le espetó -. Luego te quitaría todo el dinero que has ganado gracias a mí. – Lo empujó aún más -. Después te lanzaría al maldito mar.

Spiria estaba aterrorizado.

– ¡De acuerdo! – dijo -. ¡Suéltame!

Lev obedeció.

– ¡Caray! – exclamó Spiria, con la voz entrecortada -. Solo era una pregunta.

Lev encendió la pipa.

– Y yo te he dado la respuesta – dijo -. No lo olvides.

Spiria se alejó.

Cuando se levantó la niebla, vieron tierra. Era de noche, pero Lev vislumbró las luces de una ciudad. ¿Dónde estaban? Algunos decían que en Canadá, otros que en Irlanda, pero nadie lo sabía.

Las luces se aproximaban y el barco aminoraba la marcha. Iban a atracar. Lev oyó que alguien comentaba que ¡ya habían llegado a América! Diez días le pareció poco. Pero ¿qué sabía él? Se quedó junto a la barandilla, con la maleta de cartón de su hermano. El corazón le latía más rápido.

La maleta le recordó que debería haber sido Grigori quien estuviera a punto de llegar a América. Lev no había olvidado que le había dicho a su hermano que le enviaría el dinero de un pasaje. Era una promesa y pensaba cumplirla. Seguramente Grigori le había salvado la vida… de nuevo. «Tengo suerte de tener un hermano como él», pensó Lev.

En el barco estaba ganando dinero, pero no lo suficientemente rápido. Siete rublos no le permitirían llegar muy lejos. Necesitaba un buen pellizco. Pero América era la tierra de las oportunidades. E iba a hacer fortuna allí.

A Lev le intrigó el agujero de bala que vio en la maleta, y una bala incrustada en una caja que contenía un juego de ajedrez. Aun así, se lo vendió a uno de los judíos por cinco cópecs.

Se preguntó cómo era posible que le hubieran disparado a Grigori.

Echaba de menos a Katerina. Le gustaba pasear con una chica como ella colgada de su brazo, consciente de que era la envidia de todos los hombres. Pero seguro que en América habría chicas de sobra.

Se preguntó si Grigori ya sabía que Katerina estaba embarazada. Sintió una punzada de arrepentimiento: ¿llegaría a ver algún día a su hijo o hija? Se dijo a sí mismo que no debía preocuparse por dejar que Katerina criara el bebé a solas. Encontraría a alguien que cuidara de ella. Era una superviviente.

Eran las doce pasadas cuando atracó el último barco. El muelle estaba iluminado con una luz muy débil y no se veía a nadie. Los pasajeros desembarcaron con sus bolsas, cajas y baúles. Un miembro de la tripulación del Ángel Gabriel les acompañó hasta un cobertizo donde había unos cuantos bancos.

– Tienen que esperar aquí hasta que vengan a buscarlos la gente de inmigración por la mañana – dijo, con lo que demostró que, en realidad, sí que sabía un poco de ruso.

Aquello fue una pequeña decepción para la gente que había ahorrado durante años. Las mujeres se sentaron en los bancos y los niños se pusieron a dormir mientras los hombres fumaban y esperaban a que llegara la mañana. Al cabo de un rato, oyeron los motores del barco; Lev salió y vio que se alejaba lentamente de su atracadero. Tal vez las cajas de pieles se descargaban en otra parte.

Intentó recordar lo que le había contado Grigori, durante una conversación distendida, sobre los primeros pasos que había que dar en el nuevo país. Los inmigrantes debían pasar una inspección médica, un momento tenso, ya que la gente no apta era enviada de nuevo a su país, sin el dinero y con las esperanzas hechas añicos. En ocasiones los agentes de inmigración cambiaban el nombre a la gente, para que fueran más fáciles de pronunciar para los estadounidenses. Fuera de la zona de los muelles los estaría esperando un representante de la familia Vyalov, para llevarlos en tren a Buffalo, donde les darían trabajo en hoteles y fábricas propiedad de Josef Vyalov. Lev se preguntó a qué distancia se encontraba Buffalo de Nueva York. ¿Tardarían una hora en llegar allí, o una semana? Se arrepentía de no haber prestado más atención a Grigori.

El sol se alzó sobre miles de muelles abarrotados de gente y Lev volvió a sentir la emoción de unas horas antes. Mástiles antiguos y jarcias rodeadas de las chimeneas de los vapores. En el muelle convivían edificios imponentes y cobertizos ruinosos, grúas altas y cabrestantes achaparrados, escaleras, cabos y carretas. Tierra adentro Lev podía ver filas enteras de vagones de mercancías llenos de carbón, centenares de ellos – no, miles -, que se perdían en el horizonte, más allá de donde alcanzaba la vista. Le decepcionó no poder ver la famosa Estatua de la Libertad con su antorcha: debía de quedar oculta tras un cabo o promontorio, supuso.

Empezaron a llegar los trabajadores del puerto, primero en pequeños grupos y luego en tromba. Unos barcos partían y otros arribaban. Una docena de mujeres comenzaron a descargar sacas de patatas de una pequeña embarcación que había frente al cobertizo. Lev se preguntó cuándo iban a llegar los policías de inmigración.

Entonces, se le acercó Spiria, que parecía haber olvidado el modo en que lo había amenazado.

– Se han olvidado de nosotros – le dijo.

– Eso parece – admitió Lev, confundido.

– ¿Vamos a dar un paseo a ver si encontramos a alguien que hable ruso?

– Buena idea.

Spiria se dirigió a uno de los ancianos.

– Vamos a ver si podemos averiguar qué sucede.

El hombre parecía nervioso.

– Quizá deberíamos quedarnos aquí, tal y como nos han ordenado.