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Sin embargo, los dos muchachos no le hicieron caso y se acercaron a las mujeres de las patatas.

– ¿Alguien habla ruso?

Una de las mujeres más jóvenes sonrió, pero nadie respondió a la pregunta. Lev se sintió frustrado: sus modos de ganador eran inútiles con la gente que no entendía lo que les decía.

Spiria y Lev echaron a andar en la dirección de la que provenían la mayoría de los trabajadores. Nadie reparó en ellos. Llegaron a unas grandes verjas, las atravesaron y se hallaron en una calle muy transitada en la que había tiendas y oficinas. Los automóviles, los tranvías eléctricos, los caballos y las carretillas eran los amos de la calzada. Lev intentaba hablar con alguien cada pocos metros, pero nadie le hacía caso.

Estaba perplejo. ¿Cómo era posible que un recién llegado pudiera bajar de un barco y entrar en la ciudad sin permiso alguno?

Entonces vio un edificio que lo intrigó. Parecía un hotel, pero había un par de hombres mal vestidos con gorras de marinero, sentados en los escalones, fumando.

– ¿Has visto ese edificio? – le preguntó a Spiria.

– ¿Qué le pasa?

– Creo que es un centro misionero para marineros, como el que hay en San Petersburgo.

– No somos marineros.

– Pero quizá hay alguien allí que hable idiomas extranjeros.

Entraron en el edificio. Los atendió una mujer con el pelo entrecano que estaba sentada tras un mostrador.

– No hablamos americano – dijo Lev en su propio idioma.

Ella contestó con una única palabra en la misma lengua:

– ¿Ruso?

Lev asintió.

La mujer les hizo un gesto con el dedo para que la siguieran y Lev recuperó los ánimos.

Recorrieron un largo pasillo hasta llegar a un pequeño despacho con una ventana que daba al mar. Sentado al escritorio había un hombre que parecía ruso de origen judío, en opinión de Lev, aunque no sabía a ciencia cierta por qué.

– ¿Habla ruso? – le preguntó Lev.

– Soy ruso – respondió el hombre -. ¿En qué puedo ayudarlos?

A Lev le entraron ganas de abrazarlo. Sin embargo, se limitó a mirarlo a los ojos y le dedicó una sonrisa cordial.

– Alguien tenía que venir a buscarnos al puerto para llevarnos a Buffalo, pero no ha aparecido – dijo, con voz amable, pero con un deje de preocupación -. Somos unos trescientos… – Para ganarse la compasión de su compatriota añadió -: incluidas mujeres y niños. ¿Cree que podría ayudarnos a localizar a nuestro contacto?

– ¿Buffalo? – preguntó el hombre -. ¿Dónde cree que están?

– En Nueva York, por supuesto.

– Esto es Cardiff.

Lev nunca había oído hablar de Cardiff, pero entonces, al menos, entendió el problema.

– Ese estúpido capitán nos ha desembarcado en el puerto equivocado – dijo -. ¿Cómo podemos llegar a Buffalo desde aquí?

El hombre señaló por la ventana, en dirección al mar, y Lev tuvo el mal presentimiento de que sabía la que se le avecinaba.

– Es por ahí – dijo el hombre -. A unos cinco mil kilómetros.

Lev preguntó el precio de un pasaje de Cardiff a Nueva York. Convertido en rublos, era una cantidad diez veces superior a la que llevaba encima.

Contuvo la rabia. Los había timado la familia Vyalov, o el capitán del barco, o ambos, probablemente, ya que era más fácil organizar el chanchullo entre ambos. Aquellos cerdos mentirosos le habían robado todo el dinero que Grigori había ganado con el sudor de su frente. Si hubiera podido agarrar al capitán del Ángel Gabriel del cuello, se lo habría retorcido y, una vez muerto, se habría reído de él.

Sin embargo, de nada servía soñar con la venganza. La situación no iba a cambiar. Pensaba encontrar trabajo, aprender inglés y participaría en partidas de cartas de grandes apuestas. Le llevaría su tiempo. Debía ser paciente y aprender a comportarse más como Grigori.

Aquella primera noche todos durmieron en el suelo de la sinagoga. Lev permaneció con el resto del grupo. Los judíos de Cardiff no sabían, o quizá no les importaba, que algunos de los pasajeros eran cristianos.

Por primera vez en su vida, se dio cuenta de la ventaja de ser judío. En Rusia estaban tan perseguidos que siempre se había preguntado por qué no había más judíos que renunciaran a su religión, se cambiasen de ropa y se mezclasen con los demás. Se habrían salvado muchas vidas. Pero entonces cayó en la cuenta de que, como judío, podías ir a cualquier parte del mundo y siempre encontrarías a alguien que te trataría como un miembro de su familia.

Al final, resultó que aquel no era el primer grupo de emigrantes rusos que compraban pasajes a Nueva York y acababan en otro lugar. Había sucedido en otras ocasiones, en Cardiff y en otros puertos británicos; y, como muchos emigrantes rusos eran judíos, los ancianos de la sinagoga ya tenían una rutina. Al día siguiente proporcionaban un desayuno caliente a los pasajeros abandonados, les cambiaban el dinero a libras, chelines y peniques británicos, y los acompañaban a una pensión, donde podían alquilar una habitación barata.

Al igual que todas las ciudades del mundo, Cardiff tenía miles de cuadras. Lev aprendió suficiente inglés para decir que tenía experiencia en el trato con caballos y se fue por la ciudad, para pedir trabajo. La gente no tardaba en darse cuenta de que tenía mano para los animales, pero incluso los patrones mejor predispuestos querían formularle algunas preguntas, y él era incapaz de entenderlas y responderlas.

Presa de la desesperación, decidió que debía aprender el idioma más rápido, y al cabo de unos días podía entender los precios y pedir pan o cerveza. Sin embargo, la gente que podía ofrecerle trabajo hacía preguntas complicadas, probablemente sobre los lugares en los que había trabajado antes, y sobre si había tenido problemas con la policía.

Regresó al centro misionero para marineros y le contó su problema al ruso que ocupaba el pequeño despacho. Le dio una dirección de Butetown, el barrio que estaba más cerca de los muelles, y le dijo que preguntase por Filip Kowal, pronunciado «coul», y al que todo el mundo conocía como Kowal el Polaco. El hombre en cuestión resultó ser un capataz que contrataba a mano de obra extranjera y barata y que chapurreaba la mayoría de los idiomas europeos. Le dijo a Lev que acudiera a la entrada de la estación de ferrocarriles principal de la ciudad, con su maleta, al lunes siguiente, a las diez en punto de la mañana.

Lev se puso tan contento que ni tan siquiera le preguntó cuál era el trabajo que le iban a dar.

Se presentó junto con unos doscientos hombres más, principalmente rusos, pero entre los que había alemanes, polacos, eslavos y un africano de piel oscura. Se alegró al ver que Spiria y Yákov también habían acudido.

Los metieron en un tren, pagado por Kowal, y se dirigieron hacia el norte, atravesando un bonito paisaje montañoso. Las ciudades industriales se extendían entre las colinas verdes como un río de aguas oscuras. Lev se dio cuenta de que todas las ciudades compartían un rasgo común: siempre había una torre alta coronada por un par de ruedas gigantes. Alguien le dijo que el motor económico de la región era la explotación de minas de carbón. Varios de los hombres que lo acompañaban eran mineros; algunos tenían otros oficios, como trabajadores metalúrgicos; y muchos eran mano de obra no cualificada.

Al cabo de una hora, bajaron del tren. Mientras salían de la estación Lev comprendió que no se trataba de un trabajo normal. Una multitud de varios cientos de hombres, todos vestidos con las gorras y la ropa basta de los obreros, los esperaban en la plaza. Al principio los hombres guardaban un silencio que no presagiaba nada bueno, entonces uno de ellos gritó algo y los demás lo secundaron de inmediato. Lev no tenía la más remota idea de lo que decían, pero sin duda era un mensaje hostil. También había unos veinte o treinta policías, situados frente a la muchedumbre, para evitar que los hombres rebasaran una línea imaginaria.