– Pero ¿por qué no nos vemos al menos una vez a media semana? – rogó mientras el himno llegaba a su fin.
Antón no contestó. En lugar de sentarse, se escabulló y salió de la iglesia.
– Maldita sea – dijo Walter en voz baja, y el niño que estaba sentado a su lado le lanzó una mirada de reprobación.
Cuando el oficio terminó, se quedó aguardando junto al cementerio enlosado, saludando a conocidos, hasta que vio salir a Maud, acompañada por Fitz y Bea. Irradiaba una elegancia sobrenatural con aquel estiloso vestido de terciopelo gris estampado y su sobretodo de crepé en un gris más oscuro. Puede que no fuera un color muy femenino, pero realzaba su belleza escultórica y parecía conseguir que su piel brillara. Walter les estrechó la mano a todos, mientras anhelaba pasar unos cuantos minutos a solas con ella. Intercambió cortesías con Bea, un pastelito color rosa confite con encajes de crema, y convino con un solemne Fitz en que aquel asesinato era un «mal asunto». Los Fitzherbert se alejaron entonces y Walter temió perder su oportunidad, pero en el último momento Maud musitó:
– Iré a tomar el té a casa de la duquesa.
Walter le sonrió a su elegante espalda. Había visto a Maud el día anterior y la vería al siguiente, pero le aterró pensar que quizá no tuviera ocasión de verla otra vez ese mismo día. ¿De veras era incapaz de pasar veinticuatro horas sin ella? No se tenía por un hombre débil, pero esa mujer lo había atrapado en su hechizo. Walter, no obstante, no tenía ningún deseo de escapar.
Era el espíritu independiente de Maud lo que le resultaba tan atractivo. La mayoría de las mujeres de su generación parecían contentarse con interpretar el papel pasivo que les otorgaba la sociedad: vestirse con bonitas ropas, organizar fiestas y obedecer a sus maridos. Walter estaba aburrido de la mujer felpudo. Maud se parecía más a algunas de las damas que había conocido en Estados Unidos durante la temporada que había pasado en la embajada alemana de Washington. Eran elegantes y encantadoras, pero no serviles. Ser amado por una mujer así era sumamente estimulante.
Avanzó por Piccadilly con andar garboso y se detuvo frente a un quiosco de prensa. Leer los periódicos británicos nunca resultaba agradable: la mayoría eran crudamente antialemanes, sobre todo el virulento Daily Mail. Hacían creer a los británicos que estaban rodeados de espías germanos. ¡Cómo hubiera deseado Walter que fuera verdad! Contaba más o menos con una docena de agentes en las ciudades de la costa, hombres que tomaban nota de las idas y venidas que tenían lugar en los muelles, igual que hacían los británicos en los puertos alemanes; pero ni mucho menos los miles de los que informaban esos histéricos directores de periódico.
Compró un ejemplar de The People. En él, los problemas de los Balcanes no figuraban como gran noticia: los británicos estaban más preocupados por Irlanda. Allí, la minoría protestante llevaba cientos de años señoreando con muy escasa estima por la mayoría católica. Si Irlanda conseguía la independencia, se volverían las tornas. Los dos bandos estaban fuertemente armados y existía la amenaza de una guerra civil.
Un único párrafo, al final de la portada, hacía referencia a la «crisis austro-serbia». Como de costumbre, los periódicos no tenían ni idea de lo que sucedía en realidad.
Justo cuando Walter torcía para entrar en el hotel Ritz, Robert bajó con ímpetu de un taxi a motor. Llevaba un chaleco negro y una corbata negra también, en señal de luto por el archiduque. Robert había formado parte de la camarilla de Francisco Fernando: pensadores progresistas para los estándares de la corte vienesa, aunque conservadores si se los contemplaba desde cualquier otro ángulo. Walter sabía que apreciaba y respetaba al fallecido y a su familia.
Dejaron sus sombreros de copa en el guardarropa y entraron juntos en el comedor. A Walter, su primo Robert le despertaba un instinto protector. Desde que eran niños había sabido que era diferente. La gente llamaba a esos hombres «afeminados», pero ese adjetivo resultaba demasiado burdo: Robert no era una mujer atrapada en un cuerpo de varón. Sin embargo, sí que tenía muchísimos rasgos femeninos, y eso hacía que Walter lo tratara con una especie de caballerosidad comedida.
Se parecía a él, tenía las mismas facciones regulares y los ojos azules, pero llevaba el cabello más largo y se enceraba y rizaba el bigote.
– ¿Cómo van las cosas con lady M? – le preguntó mientras se sentaban. Walter se había sincerado con éclass="underline" Robert lo sabía todo acerca de su amor prohibido.
– Es maravillosa, pero mi padre no es capaz de olvidar el hecho de que trabaja en una clínica de los suburbios con un médico judío.
– Ay, vaya… eso sí que es duro – dijo Robert -. Podrían entenderse sus reparos si ella fuese judía.
– Yo esperaba que poco a poco fuese tomándole cariño, que se vieran de vez en cuando en algún acto social, y que se diera cuenta de que Maud tiene amistad con la mayoría de los hombres poderosos del país; pero no está funcionando.
– Por desgracia, la crisis de los Balcanes solo hará que aumentar la tensión en… – Robert sonrió -, ya me perdonarás, las relaciones internacionales.
Walter se obligó a reír.
– Lo superaremos, pase lo que pase.
Robert no dijo nada, pero puso cara de no estar demasiado convencido.
Mientras degustaban un cordero de Gales con patatas y salsa de perejil, Walter le transmitió a su primo la información tan poco concluyente que le había sacado a Antón.
Robert tenía sus propias noticias.
– Hemos conseguido averiguar que los asesinos obtuvieron las armas y las bombas a través de Serbia.
– Maldita sea – dijo Walter.
Robert dejó ver entonces su ira.
– Las armas les fueron suministradas por el jefe de los servicios secretos del ejército serbio. Los asesinos realizaron prácticas de tiro en un parque de Belgrado.
– Los agentes secretos a veces actúan de manera unilateral – comentó Walter.
– A menudo. Y la confidencialidad de su trabajo favorece que en muchas ocasiones salgan impunes de ello.
– De manera que eso no demuestra que el gobierno serbio sea el responsable del asesinato, y, si se detiene uno a pensarlo con lógica, para una pequeña nación como Serbia, que intenta preservar su independencia a toda costa, sería una locura provocar a un vecino tan poderoso.
– Incluso es posible que los servicios secretos serbios actuaran contraviniendo directamente los deseos del gobierno – coincidió Robert. Sin embargo, enseguida añadió con firmeza -: Pero eso no cambia nada en absoluto. Austria debe emprender acciones contra Serbia.
Era lo que temía Walter. El asunto ya no podía seguir viéndose como un mero crimen del que debían encargarse la policía y los tribunales. Había adquirido nuevas proporciones; de pronto, un imperio debía castigar a una pequeña nación. El emperador Francisco José de Austria había sido un gran hombre en su época, conservador y fervientemente religioso, pero un dirigente fuerte. Ya tenía ochenta y cuatro años, sin embargo, y con la edad no se había vuelto ni un tanto menos autoritario y estrecho de miras. Era la clase de hombre que creía saberlo todo solo porque era viejo. El padre de Walter era igual.
«Mi destino está en manos de dos monarcas – pensó Walter -, el zar y el emperador. Uno es idiota, el otro está senil; aun así, controlan el destino de Maud y el mío, igual que el de innumerables millones de europeos. ¡Qué gran argumento en contra de la monarquía!»
Mientras tomaban el postre meditó con detenimiento y, cuando llegó el café, dijo con optimismo:
– Supongo que tu objetivo será darle a Serbia una dura lección sin implicar a ningún otro país.