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Walter oyó que se abría la puerta, y la voz de lady Hermia, que dijo:

– Ven, Maud, querida, debemos irnos ya.

Retiró la mano y la joven se alisó la falda a toda prisa.

– Me temo que estaba equivocada, tía Herm, y herr Von Ulrich tenía razón: es el Danubio, no el Volga, el que cruza la ciudad de Belgrado – respondió con voz temblorosa -. Acabamos de comprobarlo en el atlas.

Se inclinaron sobre el libro justo cuando lady Hermia daba la vuelta por el extremo de la estantería.

– No tenía la menor duda – dijo la mujer -. Los hombres siempre suelen tener razón con estas cosas, y herr Von Ulrich es diplomático, por lo que debe de conocer muchísimos detalles con los que las mujeres no tienen por qué importunarse. No deberías discutir con él, Maud.

– Supongo que tiene usted razón – dijo Maud con una sobrecogedora falta de sinceridad.

Los tres salieron de la biblioteca y cruzaron el vestíbulo. Walter abrió la puerta del salón. Lady Hermia fue la primera en entrar. Cuando Maud la siguió, cruzó una mirada con él, que levantó la mano derecha, se metió la yema del dedo en la boca y lo chupó.

Aquello no podía continuar así, pensó Walter durante el camino de vuelta a la embajada. Era como volver a ser un colegial. Maud tenía veintitrés años y él veintiocho, y aun así se veían obligados a recurrir a subterfugios absurdos para poder pasar cinco minutos juntos a solas. Había llegado el momento de casarse.

Tendría que pedir el permiso de Fitz. El padre de Maud había muerto, por lo que su hermano era el cabeza de familia. Era evidente que Fitz habría preferido que Maud se desposara con un caballero inglés. Sin embargo, seguramente acabaría por dar su brazo a torcer: debía de preocuparle no conseguir casar nunca a su combativa hermana.

No, el mayor problema era Otto. Él querría que Walter se casara con una doncella prusiana de buenos modales, quien estaría encantada de pasar el resto de su vida pariendo herederos. Y cuando Otto quería algo, hacía cuanto estaba en su mano por conseguirlo y aplastaba sin miramientos a todo el que se oponía; era precisamente eso lo que lo había convertido en un gran oficial del ejército. Jamás se le ocurriría que su hijo tuviera derecho a escoger a su futura esposa sin que nadie intercediera ni lo presionara. Walter habría preferido contar con el apoyo y el beneplácito de su padre; estaba claro que no esperaba con ilusión la inevitable confrontación abierta. No obstante, el amor que sentía era una fuerza muchísimo más poderosa que la deferencia filial.

Era domingo por la tarde, pero Londres no descansaba. Pese a que no había sesión en el Parlamento y que los mandarines de Whitehall se habían retirado a sus hogares de las afueras, la política seguía viva en los palacios de Mayfair, los clubes para caballeros de St. James y las embajadas. En la calle, Walter reconoció a varios parlamentarios, a algunos diplomáticos europeos y a un par de subsecretarios del Foreign Office. Se preguntó si el ministro, el ornitólogo aficionado sir Edward Grey, se habría quedado en la ciudad ese fin de semana o se habría trasladado a su amada casa de campo de Hampshire.

Walter encontró a su padre sentado a su escritorio, leyendo telegramas ya descifrados.

– Puede que no sea el momento más oportuno para la noticia que debo darle – empezó a decir.

Otto masculló algo incomprensible y continuó leyendo.

Su hijo siguió a la carga.

– Estoy enamorado de lady Maud.

Otto levantó la vista.

– ¿La hermana de Fitzherbert? Ya lo sospechaba. Te acompaño en el sentimiento.

– Sea serio, padre, por favor.

– No, el que tiene que ser serio eres tú. – Otto dejó los papeles que estaba leyendo -. Maud Fitzherbert es una feminista, una sufragista y una inconformista social. No es esposa apropiada para nadie, y menos aún para un diplomático alemán de buena familia. Así que no quiero oír ni una palabra más al respecto.

Unas palabras candentes afluyeron a los labios de Walter, pero apretó los dientes y supo mantener la calma.

– Es una mujer maravillosa, y la quiero, así que será mejor que hable de ella en términos más corteses, sea cual sea su opinión.

– Diré lo que pienso – repuso Otto sin ningún reparo -. Es un horror. – Y volvió a enfrascarse en la lectura de sus telegramas.

La mirada de Walter recayó en el frutero de loza blanca que había comprado su padre.

– No – dijo. Cogió el frutero -. No dirá lo que piensa.

– Ten cuidado con eso.

Walter contaba de pronto con toda la atención de su padre.

– Siento por lady Maud el instinto de protegerla, igual que siente usted por esta baratija.

– ¿Baratija? Déjame decirte que vale…

– Salvo, claro está, que el amor es un sentimiento más fuerte que la codicia del coleccionista. – Walter lanzó al aire el delicado objeto y lo atrapó con una sola mano. Su padre profirió un angustiado grito de inarticulada protesta. Walter siguió hablando sin hacer caso de ello -: Así que, cuando se refiere a ella en tono insultante, me siento como usted cuando cree que voy a dejar caer esto… solo que peor.

– Mocoso insolente…

Walter alzó la voz por encima de la de su padre.

– Y si sigue pisoteando así mis sentimientos, haré añicos esta estúpida pieza de cerámica con mi tacón.

– Está bien, ya has dicho lo que querías decir. Deja ese frutero, por el amor de Dios.

Walter tomó aquello como el consentimiento de su padre y dejó el adorno en una mesita auxiliar.

Otto habló entonces con malicia:

– Aunque hay algo más que deberías tener en cuenta… si me está permitido decirlo sin pisotear tus «sentimientos».

– Está bien.

– Es inglesa.

– ¡Por el amor de Dios! – exclamó Walter -. Los alemanes de buena familia llevan años casándose con la aristocracia inglesa. El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha se casó con la reina Victoria; su nieto es ahora rey de Inglaterra. ¡Y la reina de Inglaterra nació siendo princesa de Würtemberg!

– ¡Las cosas han cambiado! – dijo Otto levantando la voz -. Los ingleses están decididos a relegarnos a potencia de segunda clase. Entablan amistad con nuestros adversarios, Rusia y Francia. Te estarías casando con una enemiga de tu patria.

Walter sabía que esa era la mentalidad de la vieja guardia, pero era muy irracional.

– No deberíamos ser enemigos – dijo con exasperación -. No hay motivo para ello.

– Jamás nos permitirán competir en igualdad de condiciones.

– ¡Pero es que eso no es cierto! – Walter se dio cuenta de que estaba gritando e intentó calmarse un poco -. Los ingleses creen en el libre comercio: nos permiten vender los productos que manufacturamos por todo el Imperio británico.

– Pues lee esto. – Otto lanzó el telegrama que estaba leyendo sobre el escritorio -. Su Majestad el káiser me ha pedido opinión.

Era un esbozo de respuesta a la carta personal del emperador austríaco. Walter lo leyó con creciente alarma. Terminaba diciendo: «El emperador Francisco José puede, sin embargo, confiar en que Su Majestad el káiser apoyará con lealtad a Austria-Hungría, tal como requieren de él las obligaciones de su alianza y de su antigua amistad».

Walter quedó horrorizado.

– ¡Pero esto le da carta blanca a Austria! – exclamó -. ¡Pueden hacer lo que les plazca y nosotros los apoyaremos!

– Hay ciertas salvedades.

– No muchas. ¿Ha sido enviado ya?

– No, pero ha sido aprobado. Se enviará mañana.

– ¿Podemos detenerlo?

– No, y yo no deseo hacerlo.