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Abrió un cajón para sacar unas medias, y su mirada recayó en un montoncito de tiras limpias de algodón blanco, los «paños» que usaba cuando menstruaba. Se le ocurrió entonces pensar que no los había lavado desde que se había trasladado a esa habitación. De pronto, en su mente apareció una diminuta semilla de auténtico pánico. Se sentó con pesadez en la estrecha cama. Ya estaban a mediados de julio. La señora Jevons se había marchado a principios de mayo. De eso hacía ya diez semanas. En ese tiempo, Ethel debería haber usado los paños no una, sino dos veces.

– Ay, no – dijo en voz alta -. ¡Ay, por favor, no!

Se obligó a pensar con calma y volvió a calcularlo. La visita del rey había tenido lugar en enero. A Ethel la habían nombrado ama de llaves inmediatamente después, pero la señora Jevons todavía estaba demasiado enferma para marcharse. Fitz se había ido a Rusia en febrero y había regresado en marzo, que era cuando habían hecho el amor de verdad por primera vez. La señora Jevons se había recuperado en abril, y el gestor de los negocios de Fitz, Albert Solman, se había acercado desde Londres para hablarle de la pensión que le quedaría. La mujer se había marchado a principios de mayo, y fue entonces cuando Ethel se había instalado en esa habitación y había guardado en el cajón esa pequeña pila de tiras de algodón blanco que tanto miedo le daban ahora. Eso había sido hacía diez semanas. No conseguía que el resultado de los cálculos fuera ningún otro.

¿Cuántas veces se habían visto en la Suite Gardenia? Por lo menos ocho. Fitz siempre se retiraba antes del final, pero a veces salía un poquito tarde, y ella percibía el primero de sus espasmos cuando todavía lo tenía dentro. Había sentido una felicidad delirante al estar con él así y, embargada por el éxtasis, había cerrado los ojos ante el peligro. De pronto, el peligro la había atrapado.

– Ay, Dios mío, perdóname – dijo en voz alta.

Su amiga Dilys Pugh se había quedado encinta. Dilys era de la misma edad que Ethel. Trabajaba como doncella para la mujer de Perceval Jones y estaba ennoviada con Johnny Bevan. Ethel recordaba cómo le habían crecido los pechos a Dilys más o menos por la época en que se dio cuenta de que en realidad sí podías quedarte embarazada haciéndolo de pie. Ahora estaban casados.

¿Qué le sucedería a Ethel? Ella no podía casarse con el padre de su hijo. Aparte de todo lo demás, ya estaba casado.

Había llegado la hora de encontrarse con él. Ese día no retozarían en la cama, tendrían que hablar acerca del futuro. Se puso su vestido negro de seda de ama de llaves.

¿Qué diría él? No tenía hijos: ¿se mostraría encantado, o más bien horrorizado? ¿Acogería a ese hijo del amor, o se avergonzaría de él? ¿Querría a Ethel más aún por haber concebido, o la odiaría?

Salió de su habitación del desván y avanzó por el estrecho pasillo antes de bajar hacia el ala oeste por la escalera del servicio. Ese familiar papel de pared con su estampado de gardenias avivaba su deseo, igual que la visión de sus braguitas excitaba a Fitz.

Él ya estaba allí, de pie junto a la ventana, contemplando el jardín bañado por la luz del sol mientras fumaba un puro; al verlo, Ethel se quedó de nuevo asombrada de lo apuesto que era. Le rodeó el cuello con los brazos. El tweed marrón de su traje tenía un tacto suave porque, según había descubierto, estaba hecho de cachemir.

– Oh, Teddy, tesoro mío, qué feliz me hace verte – le dijo. Le gustaba ser la única persona que lo llamaba Teddy.

– Y a mí verte a ti – repuso él, pero no le acarició los pechos enseguida.

Ella le dio un beso en la oreja.

– Tengo algo que decirte – anunció Ethel con solemnidad.

– ¡Y yo algo que decirte a ti! ¿Puedo ser el primero?

La muchacha estaba a punto de responder que no, pero él se liberó de su abrazo y dio un paso atrás. De repente, un mal presentimiento se apoderó de su corazón.

– ¿Qué? – preguntó -. ¿Qué sucede?

– Bea espera un niño – contestó Fitz. Le dio una calada al puro y exhaló humo como en un suspiro.

Al principio Ethel no logró encontrar sentido a esas palabras.

– ¿Qué? – preguntó en tono desconcertado.

– La princesa Bea, mi mujer, está embarazada. Va a tener un niño.

– ¿Quieres decir que lo has estado haciendo con ella a la vez que lo hacías conmigo? – preguntó Ethel con enfado.

Él pareció extrañarse. Por lo visto no esperaba que pudiera tomárselo a mal.

– ¡Debo hacerlo! – protestó -. Necesito un heredero.

– ¡Pero dijiste que me querías!

– Te quiero, y siempre te querré, en cierta forma.

– ¡No, Teddy! – gritó ella -. ¡No lo digas así… no, por favor!

– ¡No des voces!

– ¿Que no dé voces? ¡Me estás echando! ¿Qué me importa a mí ahora que se entere la gente?

– A mí me importa mucho.

Ethel estaba destrozada.

– Teddy, por favor, yo te quiero.

– Pero lo nuestro ha terminado. Tengo que ser un buen marido y padre de mi hijo. Debes comprenderlo.

– Comprenderlo… ¡y un cuerno! – bramó Ethel -. ¿Cómo puedes decirlo tan fácilmente? ¡Te he visto mostrar más compasión por un perro que debía ser sacrificado!

– Eso no es cierto – contestó él, y se le entrecortó la voz.

– Me entregué a ti, en esta habitación, en esa cama de ahí.

– Y yo no… – Se interrumpió. Su rostro, impertérrito hasta entonces, trabado en una expresión de rígido autocontrol, mostró de repente angustia. Se volvió para ocultarse de los ojos de ella -. No lo olvidaré – susurró.

Ethel se acercó a él, vio cómo las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, y su ira se desvaneció.

– Oh, Teddy, lo siento mucho – dijo.

Él intentó recuperar la calma.

– Te tengo mucho aprecio, pero debo cumplir con mi deber – dijo. Las palabras eran frías, pero su voz parecía atormentada.

– Ay, Dios mío. – Ethel intentaba parar de llorar. Todavía no le había contado sus nuevas. Se enjugó los ojos con la manga y tragó saliva -. ¿Tu deber? – dijo -. No sabes aún ni la mitad.

– ¿De qué estás hablando?

– Yo también estoy embarazada.

– Oh, Dios bendito. – Se llevó el puro a los labios mecánicamente, después volvió a dejarlo caer sin dar ninguna calada -. ¡Pero si siempre me retiraba antes!

– Pues no lo bastante deprisa.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

– Acabo de darme cuenta. He mirado en mi cajón y he visto mis paños limpios. – Fritz se estremeció. Era evidente que no le gustaba que le hablaran de la menstruación. Bueno, tendría que soportarlo -. Lo he calculado y no me ha venido el período desde que me trasladé a la antigua habitación de la señora Jevons, y de eso hace diez semanas.

– Dos ciclos. Eso lo confirma. Es lo mismo que dijo Bea. Demonios. – Volvió a llevarse el puro a los labios, se dio cuenta de que se había apagado y lo tiró al suelo con un gruñido de enojo.

Un pensamiento irónico le vino a Ethel a la cabeza.

– Puede que tengas dos herederos.

– No seas ridícula – dijo él, cortante -. Un bastardo no hereda.

– Oh – repuso Ethel. No había sido su intención reclamar nada en serio para su hijo. Por otro lado, hasta ese momento no había pensado que sería un bastardo -. Pobrecillo – dijo -. Mi niño, el bastardo.

Él parecía sentirse culpable.

– Lo siento – dijo -. No he querido decir eso. Perdóname.

Ethel veía que su bondad estaba luchando contra sus instintos más egoístas. Le puso una mano en el brazo.

– Pobre Fitz.

– No quiera Dios que Bea se entere de esto – dijo.