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– No importa lo que puedan decir los periódicos, no creo que los oficiales británicos desobedezcan las órdenes de su gobierno soberano – comentó con aspereza.

– ¡Ya lo han hecho! – dijo Jones -. ¿Qué me dice del motín de Curragh?

– Nadie desobedeció órdenes.

– Cincuenta y siete oficiales dimitieron cuando les ordenaron marchar sobre los Voluntarios del Ulster. Puede que no lo llame usted motín, milord, pero es el nombre que le da todo el mundo.

Fitz gruñó. Jones tenía razón, por desgracia. Lo cierto era que los oficiales ingleses se habían negado a atacar a sus compatriotas en defensa de una muchedumbre de irlandeses católicos.

– Nunca habría que haberle prometido la independencia a Irlanda – dijo.

– Ahí estoy de acuerdo con usted – repuso Jones -. Pero lo cierto es que he venido a hablar con usted de esto. – Señaló a los niños, que estaban sentados en bancos dispuestos a lo largo de varias mesas de caballetes, comiendo bacalao hervido con col -. Me gustaría que acabara usted con ello.

A Fitz no le gustaba que individuos inferiores a él en el orden social le dijeran lo que tenía que hacer.

– No pienso dejar que los niños de Aberowen se mueran de hambre, aunque la culpa sea de sus padres.

– Solo está usted prolongando la huelga.

El hecho de que Fitz recibiera una regalía por cada tonelada de carbón no quería decir, según su parecer, que estuviera obligado a ponerse del lado de los propietarios de la mina y en contra de los hombres. Ofendido, replicó:

– La huelga es asunto suyo, no mío.

– Bien que se da prisa en aceptar el dinero…

Fitz estaba escandalizado.

– No tengo más que decirle. – Y le volvió la espalda.

Jones se sintió contrito al instante.

– Le pido perdón, milord, discúlpeme… un comentario apresurado y de lo más poco juicioso, pero es que este asunto resulta extremadamente cansino.

A Fitz le costaba mucho no aceptar una disculpa. No se había aplacado, pero de todas formas se volvió de nuevo hacia Jones y le habló con educación.

– Está bien, pero seguiré dándoles el almuerzo a los niños.

– Verá, milord, un minero del carbón puede ser testarudo él solo y pasar una barbaridad de apuros por culpa de su estúpido orgullo; pero lo que le parte, al final, es ver pasar hambre a sus hijos.

– De todas formas siguen explotando la mina.

– Con mano de obra extranjera de tercera. La mayoría de los hombres no son mineros cualificados, y el rendimiento es muy bajo. Sobre todo los estamos usando para conservar los túneles y mantener con vida a los caballos. No estamos sacando mucho carbón.

– Por más que lo intento, no logro comprender por qué desahució usted a esas desdichadas viudas de sus casas. Solo eran ocho, al fin y al cabo, y acababan de perder a sus maridos en la maldita mina.

– Es un principio peligroso. La casa va con el minero. Si no nos atenemos a eso, acabaremos siendo dueños de un arrabal de miseria y nada más.

«Pues quizá no debieran construir tan miserablemente esos arrabales», pensó Fitz, pero se mordió la lengua. No quería prolongar la conversación con ese pequeño tirano presuntuoso. Consultó su reloj. Eran las doce y media: hora de su copita de jerez.

– No hay nada que hacer, Jones – dijo -. Yo no libraré sus batallas por usted. Que tenga un buen día. – Se alejó caminando hacia la casa con paso enérgico.

Jones era la menor de sus preocupaciones. ¿Qué iba a hacer con Ethel? Tenía que asegurarse de que Bea no se alterara. Aparte del peligro que suponía para el nonato, Fitz tenía la sensación de que ese embarazo podía representar un nuevo comienzo para su matrimonio. El niño podría unirlos más y recuperar el ambiente cálido e íntimo en el que habían vivido al principio de estar juntos. Sin embargo, esa esperanza se desvanecería si Bea llegaba a saber que él se había estado divirtiendo con el ama de llaves. Se pondría hecha una furia.

Le sentó bien la temperatura fresca del vestíbulo, con sus suelos enlosados y su techo de viguería de madera vista. Fue su padre quien eligió la decoración feudal. El único libro que leyó jamás el hombre, aparte de la Biblia, fue la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Gibbon, y siempre estuvo convencido de que el Imperio británico, aún mayor, seguiría ese mismo camino a menos que los nobles lucharan por preservar sus instituciones, en especial la Royal Navy, la Iglesia de Inglaterra y el Partido Conservador.

Y tenía razón, a Fitz no le cabía duda.

Una copa de jerez seco era justo lo que le apetecía antes de comer. Lo animaba y le abría a uno el apetito. Entró en la sala de estar con agradable impaciencia y se quedó horrorizado al ver allí a Ethel hablando con Bea. Se detuvo en el umbral y las miró con consternación. ¿Qué le estaba diciendo? ¿Había llegado demasiado tarde?

– ¿Qué sucede aquí? – preguntó con aspereza.

Bea lo miró sorprendida y, con serenidad, comentó:

– Estoy hablando de almohadas con mi ama de llaves. ¿Esperabas algo más espectacular? – Su acento ruso marcó la r de «esperabas».

Durante unos instantes, Fitz no supo qué decir. Se dio cuenta de que estaba mirando a su mujer y a su amante. Le resultaba inquietante pensar en la intimidad de la que había disfrutado con aquellas dos mujeres.

– No lo sé, no estoy seguro – masculló, y se sentó a su escritorio, dándoles la espalda.

Las dos mujeres siguieron con su conversación. Sí que versaba sobre almohadas: cuánto duraban, si las gastadas podían remendarse para uso del servicio, y si era mejor comprarlas bordadas o elegirlas sencillas y hacer que las doncellas se ocuparan de los bordados. Pero Fitz seguía conmocionado. Aquel pequeño cuadro vivo – señora y criada en calmada conversación – le recordaba lo terriblemente fácil que le resultaría a Ethel contarle a Bea toda la verdad. Aquello no podía seguir así. Tenía que tomar cartas en el asunto.

Sacó del cajón una hoja de papel de carta azul con su emblema, sumergió una pluma en el tintero y escribió: «Ven a verme después de la comida». Secó la nota y la metió en un sobre a juego.

Al cabo de un par de minutos, Bea acabó de hablar con Ethel. Cuando el ama de llaves ya se iba, Fitz habló sin volver la cabeza:

– Venga un momento, por favor, Williams.

Ella se acercó hasta él, que percibió la leve fragancia del jabón aromático; Ethel había admitido que se lo robaba a Bea. A pesar de su furia, Fitz era incómodamente consciente de la cercanía de sus esbeltos y fuertes muslos bajo la seda negra del uniforme de ama de llaves. Le entregó el sobre sin mirarla.

– Envíe a alguien a la clínica veterinaria de la ciudad para que compre un bote de estas píldoras para los perros. Son para la gripe canina.

– Muy bien, milord. – Y salió.

Fitz resolvería la situación en un par de horas.

Se sirvió su jerez. Le ofreció una copa a Bea, pero ella la rechazó. El vino le caldeó el estómago y le calmó los nervios. Se sentó junto a su mujer y ella le dedicó una afable sonrisa.

– ¿Cómo te encuentras? – le preguntó.

– Con náuseas por las mañanas – dijo ella -. Pero se pasa. Ahora estoy bien.

Fitz volvió a pensar enseguida en Ethel. Lo tenía entre la espada y la pared. No había dicho nada, pero la amenaza de contárselo todo a Bea estaba implícita. Era sorprendentemente astuto por su parte. Él se retorcía de impotencia. Le habría gustado poder zanjar la cuestión antes aun de esa misma tarde.

Comieron en el comedor pequeño, sentados a una mesa de roble de patas cuadradas que bien podía proceder de un monasterio medieval. Bea le dijo que había descubierto que en Aberowen vivían algunos rusos.

– Más de un centenar, por lo que me dice Nina.