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Con cierto esfuerzo, Fitz apartó a Ethel de su pensamiento.

– Deben de contarse entre los esquiroles que ha traído Perceval Jones.

– Por lo visto los han condenado al ostracismo. No consiguen que los atiendan en las tiendas y los cafés.

– Debo hablar con el pastor Jenkins para que dé un sermón sobre el amor al prójimo, aunque el prójimo sea un esquirol.

– ¿No puedes ordenarles a los tenderos que los atiendan y ya está?

Fitz sonrió.

– No, querida, en este país no.

– Bueno, lo siento por ellos y querría hacer algo por ayudarlos.

A Fitz le gustó la idea.

– Es un impulso muy gentil. ¿En qué habías pensado?

– Tengo entendido que hay una iglesia rusa ortodoxa en Cardiff. Haré venir a un sacerdote un domingo para que les oficie una misa.

Fitz frunció el entrecejo. Bea se había convertido a la Iglesia de Inglaterra cuando se casaron, pero sabía que añoraba la iglesia de su infancia, y lo veía como una señal de que no era feliz en su país de adopción. Sin embargo, no quería disgustarla.

– Muy bien – dijo.

– Después podríamos darles el almuerzo en la sala del servicio.

– Es una idea muy bonita, querida, pero podrían ser un gentío algo peligroso.

– Solo daremos de comer a los que asistan al oficio. Así excluiremos a los judíos y a los alborotadores más problemáticos.

– Qué inteligente. Desde luego, puede que la gente de la ciudad no se lo tome a bien.

– Pero eso no nos concierne ni a ti ni a mí.

Fitz asintió con la cabeza.

– Muy bien. Jones ha venido a quejarse de que, si doy de comer a los niños, estoy apoyando la huelga. Si tú te ocupas de los esquiroles, al menos nadie podrá decir que nos hayamos puesto de parte de ningún bando.

– Gracias – repuso Bea.

Fitz pensó que el embarazo ya había empezado a mejorar su relación.

Se tomó dos copas de vino blanco del Rin con la comida, pero el nerviosismo se apoderó de nuevo de él en cuanto salió del comedor y se dirigió a la Suite Gardenia. Ethel tenía el destino de Fitz en sus manos. Su naturaleza era dulce y emotiva, como la de todas las mujeres, pero a esa muchacha no se le podía ordenar que hiciera nada. No podía controlarla, y aquello lo asustaba.

Sin embargo, Ethel no estaba allí. Fitz consultó su reloj. Eran ya las dos y cuarto. Le había dicho «después de comer». Ethel debería haber sabido cuándo les habían servido el café y tendría que haber estado esperándolo. No le había especificado el lugar, pero estaba convencido de que ella lo deduciría.

Empezó a sentir aprensión.

Al cabo de cinco minutos, estuvo tentado de marcharse. A él nadie lo hacía esperar de esa manera, pero no quería dejar el asunto sin resolver ni un día más, ni siquiera una hora más, de modo que perseveró.

Ethel llegó a las dos y media.

– ¿Qué estás intentando hacerme? – preguntó Fitz con enfado.

Ella no hizo caso de su pregunta.

– ¿En qué demonios estabas pensando para obligarme a hablar con un abogado de Londres?

– Creía que así sería menos emotivo.

– No seas bobo, puñetas.

Fitz se quedó de piedra. Nadie le había hablado así desde que era un colegial. Ethel prosiguió:

– Voy a tener un hijo tuyo. ¿Cómo quieres que no sea emotivo?

Tenía razón, había sido un necio y sus palabras le dolieron, pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse embargado por la musicalidad de su acento: la palabra «emotivo» tenía una nota diferente para cada una de sus sílabas, de modo que sonaba como una melodía.

– Lo siento – dijo -. Te pagaré el doble…

– No lo empeores más, Teddy – dijo ella, pero su tono fue más afable esta vez -. No regatees conmigo como si esto fuera cuestión de encontrar el precio justo.

Él la señaló con un dedo acusador.

– Ni se te ocurra hablar con mi mujer, ¿me oyes? ¡No lo toleraré!

– No me des órdenes, Teddy. No tengo ningún motivo para obedecerte.

– ¿Cómo te atreves a hablarme así?

– Calla y escucha, y te lo diré.

Estaba furioso por el tono que había usado ella, pero recordó que no podía permitirse ponérsela en contra.

– Habla, entonces – dijo.

– Te has portado conmigo de una forma muy poco amable.

Fitz sabía que era cierto y sintió una punzada de culpabilidad. Se arrepentía de haberle hecho daño, pero intentó no demostrarlo.

Ethel siguió hablando:

– Todavía te quiero demasiado como para acabar con tu felicidad.

Fitz se sintió aún peor.

– No quiero hacerte daño – dijo ella. Tragó saliva y se volvió de espaldas, pero él ya había visto las lágrimas de sus ojos. Fitz quiso decir algo, pero ella levantó la mano para hacerle callar -. Me estás pidiendo que deje mi trabajo y mi hogar, así que debes ayudarme a empezar una nueva vida.

– Por supuesto – dijo -. Si eso es lo que deseas. – Hablar en términos más prácticos los ayudaba a ambos a reprimir sus sentimientos.

– Me voy a Londres.

– Buena idea. – No podía evitar sentirse satisfecho: así, en Aberowen nadie sabría que había tenido un niño, y menos aún de quién era.

– Me vas a comprar una casita. Nada demasiado lujoso, un barrio trabajador me vendrá bien. Pero quiero seis habitaciones para poder vivir en la planta baja y hospedar a un inquilino. El alquiler servirá para pagar los arreglos y el mantenimiento. Aun así, tendré que trabajar.

– Lo has pensado con mucho detenimiento.

– Te estás preguntando cuánto costará, supongo, pero no quieres hacerme esa pregunta porque a un caballero no le gusta preguntar el precio de las cosas.

Era cierto.

– He mirado en el periódico – siguió diciendo Ethel -. Una casa así cuesta alrededor de unas trescientas libras. Seguramente te saldrá más barato que pagarme dos libras al mes durante el resto de mi vida.

Para Fitz, trescientas libras no eran nada. Bea era capaz de gastarse esa cantidad en vestidos de la Maison Paquin de París en una sola tarde.

– Pero ¿prometerás guardar el secreto? – dijo.

– Y prometo amar y cuidar a tu hijo, o a tu hija, y criarlo para que sea feliz y crezca sano, y darle una buena educación, aunque tú no muestres señal alguna de que nada de eso te importe.

Fitz estaba indignado, pero se dio cuenta de que Ethel tenía razón. Apenas había pensado en el niño un solo momento.

– Lo siento – dijo -. Estoy demasiado preocupado por Bea.

– Ya lo sé – repuso Ethel con un tono más conciliador, como siempre que él se permitía mostrar su angustia.

– ¿Cuándo te marcharás?

– Mañana por la mañana. Tengo tanta prisa como tú. Tomaré el tren para Londres y empezar a buscar la casa enseguida. Cuando haya encontrado el lugar adecuado, escribiré a Solman.

– Tendrás que hospedarte en pensiones mientras buscas la casa. – Sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y le dio dos billetes blancos de cinco libras.

Ella sonrió.

– No tienes ni idea de cuánto cuestan las cosas, ¿verdad, Teddy? – Le devolvió uno de los billetes -. Cinco libras son muchísimo.

Fitz parecía ofendido.

– No quiero que sientas que soy injusto contigo.

El ánimo de Ethel cambió, y Fitz entrevió parte de la furia que la consumía por dentro.

– Oh, lo eres, Teddy, lo eres – dijo con amargura -. Pero no por el dinero.

– Los dos lo hicimos – dijo él, a la defensiva, mirando a la cama.

– Pero solo uno de nosotros va a tener un hijo.

– Bueno, no discutamos. Le diré a Solman que haga lo que has propuesto.