– Ha sido un ayuda de cámara de un huésped de la casa. Ahora está en el ejército, se ha ido y Ethel no quiere que vayamos tras él – explicó Billy.
– ¿Cómo que no? – dijo el abuelo. Ethel vio que no estaba muy convencido, pero no insistió más. Por el contrario, añadió -: Es tu parte italiana, niña mía. Tu abuela era de sangre caliente. En buenos líos se habría metido si no me hubiera casado con ella. La verdad es que no quiso ni esperar hasta la boda. De hecho…
– ¡Papá! – lo interrumpió su hija -. Delante de los niños no.
– ¿Qué les va a sorprender tanto, después de esto? – dijo -. Yo ya estoy muy viejo para cuentos de hadas. Las muchachas quieren acostarse con los muchachos, y lo desean tanto que acaban haciéndolo, estén casadas o no. Y el que pretenda hacer creer lo contrario es que es un tonto… y eso incluye a tu marido, Cara, niña mía.
– Ten cuidado con lo que dices – le advirtió ella.
– Sí, está bien – dijo el abuelo. Decidió guardar silencio y se bebió su té.
Un minuto después llegó el padre. Cara lo miró con sorpresa.
– ¡Qué temprano vuelves! – exclamó.
Él percibió el disgusto de su voz.
– Lo dices como si no fuera bienvenido.
La mujer se levantó de la mesa para dejarle sitio.
– Haré otra infusión de té.
El padre no se sentó.
– Han cancelado la reunión. – Su mirada recayó en la maleta -. ¿Qué es eso?
Todos miraron a Ethel. La muchacha vio miedo en la expresión de su madre, rebeldía en la de Billy y una especie de resignación en la del abuelo. Se dio cuenta de que dependía de ella responder a la pregunta.
– Tengo algo que explicarte, papá – dijo -. Te vas a enfadar cuando lo sepas, y lo único que puedo decir es que lo siento.
El rostro de su padre se ensombreció.
– ¿Qué has hecho?
– He dejado mi trabajo en Ty Gwyn.
– Eso no es nada que haya que sentir. Nunca me gustó que les hicieras reverencias y fregaras para esos parásitos.
– Me he ido porque tengo un motivo para ello.
Él se acercó más y se quedó de pie muy cerca de su hija.
– ¿Bueno o malo?
– Me he metido en un lío.
Su padre parecía colérico.
– ¡Espero que no aludas a lo que se refieren a veces las chicas cuando dicen eso!
Ethel bajó la mirada hasta la mesa y asintió con la cabeza.
– ¿Es que has…? – Se detuvo, buscando las palabras adecuadas -. ¿Es que has cometido una falta contra la moralidad?
– Sí.
– ¡Serás desvergonzada!
Era lo mismo que había dicho su madre. Ethel se encogió como huyendo de él, aunque en realidad no creía que fuera a pegarle.
– ¡Mírame! – dijo.
Ella lo miró a través de una bruma de lágrimas.
– ¿Conque me estás diciendo que has cometido el pecado de la fornicación…?
– Lo siento, papá.
– ¿Con quién? – gritó.
– Un ayuda de cámara.
– ¿Cómo se llama?
– Teddy. – Le salió antes de que pudiera pensarlo.
– ¿Teddy qué más?
– No importa.
– ¿Que no importa? ¿Qué narices quieres decir?
– Vino a la casa de visita con su señor. Para cuando descubrí que estaba embarazada, ya se había ido al ejército. He perdido el contacto con él.
– ¿De visita? ¿Has perdido el contacto? – La voz de su padre se convirtió en un rugido de ira -. ¿Me estás diciendo que ni siquiera estáis prometidos? Has cometido ese pecado de… – Barbotaba, apenas capaz de pronunciar en voz alta esas repugnantes palabras -. ¿Que has cometido ese horrible pecado con toda tranquilidad?
– No te enfades con ella, anda, papá – dijo Cara.
– ¿Que no me enfade? ¿Y cuándo, si no, ha de enfadarse un hombre?
El abuelo intentó calmarlo.
– Tranquilízate, Dai, chico. De nada sirve gritar.
– Siento tener que recordarle, abuelo, que esta es mi casa, y seré yo quien juzgue qué sirve y qué no sirve de nada.
– Sí, está bien – dijo el abuelo, en son de paz -. Que sea como tú quieras.
Cara no estaba dispuesta a claudicar.
– Anda, papá, no digas nada de lo que puedas arrepentirte.
Los intentos por calmar la furia de su marido solo lo estaban encolerizando más aún.
– ¡No dejaré que me gobiernen mujeres ni viejos! – gritó. Señaló a Ethel con un dedo -. ¡Y no permitiré que haya una fornicadora en mi casa! ¡Fuera!
Cara se echó a llorar.
– ¡No, por favor, no digas eso!
– ¡Fuera! – gritó -. ¡Y no vuelvas nunca!
– ¡Pero tu nieto…! – dijo Cara.
Billy terció:
– ¿Dejarás que te gobierne la Palabra de Dios, papá? Jesús dijo: «No he venido a llamar a los justos al arrepentimiento, sino a los pecadores». Evangelio de Lucas, capítulo cinco, versículo treinta y dos.
Su padre se volvió contra él.
– Déjame que te diga una cosa, mocoso ignorante. Mis abuelos nunca se casaron. Nadie sabe quién fue mi abuelo. Mi abuela cayó todo lo bajo que puede caer una mujer.
Cara ahogó un grito. Ethel estaba conmocionada, pero vio que Billy se había quedado atónito. El abuelo parecía haberlo sabido ya.
– Oh, sí – dijo David, bajando la voz -. Mi padre creció en una casa de mala reputación, no sé si sabes lo que quiero decir; un lugar al que iban los marineros, en los muelles de Cardiff. Entonces, un día, cuando su madre estaba sumida en el sopor etílico, Dios guió sus infantiles pasos hasta un templo durante la catequesis dominical, y allí conoció a Jesús. En ese mismo lugar aprendió a leer y a escribir, y al final a educar a sus propios hijos para que siguieran el buen camino.
Cara dijo en voz baja:
– Nunca me lo habías contado, David. – Casi nunca lo llamaba por su nombre de pila.
– Esperaba no tener que recordarlo nunca. – Su rostro se crispó en una mueca de vergüenza e ira. Se inclinó sobre la mesa, fulminó a Ethel con la mirada y su voz se convirtió en un murmullo -: Cuando cortejaba a tu madre, nos dábamos la mano y yo me despedía de ella todas las noches con un beso en la mejilla, hasta el día de la boda. – Dio un puñetazo en la mesa que hizo temblar las tazas -. Por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, mi familia consiguió salir de aquella alcantarilla apestosa. – Su voz volvió a elevarse de nuevo hasta convertirse en un grito -: ¡No regresaremos allí! ¡Nunca! ¡Jamás! ¡Nunca!
Se produjo un largo momento de silencio estupefacto.
David miró a Cara.
– Saca a Ethel de aquí – dijo.
Ethel se levantó.
– Tengo la maleta hecha y cuento con algo de dinero. Tomaré el tren para Londres. – Miró a su padre con dureza -. No arrastraré a la familia a la alcantarilla.
Billy le cogió la maleta.
– ¿Adónde vas tú, hijo? – le preguntó su padre.
– La acompaño a la estación – dijo Billy con cara de asustado.
– Que cargue ella con su maleta.
Billy se agachó para dejarla en el suelo, pero entonces cambió de opinión. Su rostro adoptó una expresión obstinada.
– La acompaño a la estación – repitió.
– ¡Harás lo que yo te ordene! – gritó su padre.
Billy todavía parecía asustado, pero de pronto también se mostraba desafiante.
– ¿Qué vas a hacerme, papá? ¿Echarme de casa a mí también?
– Te pondré sobre mis rodillas y te azotaré – respondió su padre -. Todavía no eres tan mayor.
Billy palideció, pero miró a su padre a los ojos.
– Sí, sí que lo soy – dijo -. Ya soy mayor. – Se pasó la maleta a la mano izquierda y cerró el puño derecho.