Su padre dio un paso al frente.
– Ya te enseñaré yo a amenazarme con el puño, hijo.
– ¡No! – gritó Cara. Se interpuso entre ambos y empujó a su marido por el pecho -. ¡Ya basta! No dejaré que nadie pelee en mi cocina. – Señaló con un dedo a la cara de David -. David Williams, baja esos puños. Recuerda que eres miembro del consejo de la Iglesia de Bethesda. ¿Qué pensaría la gente?
Con eso lo calmó.
Después se volvió hacia Ethel.
– Será mejor que te vayas. Billy te acompañará. Anda, deprisa.
Su padre se sentó a la mesa.
Ethel le dio un beso a su madre.
– Adiós, mamá.
– Escríbeme – le dijo ella.
– ¡Ni se te ocurra escribirle a nadie de esta casa! ¡Quemaremos las cartas sin abrirlas! – gritó su padre.
Su madre se apartó, llorosa. Ethel salió y Billy fue tras ella.
Recorrieron las empinadas calles de la ciudad hacia el centro. Ethel no apartaba la mirada del suelo, no quería tener que hablar con algún conocido y que le preguntaran a dónde se iba.
En la estación compró un billete a Paddington.
– Bueno – dijo Billy cuando estaban en el andén -, dos sorpresas en un solo día. Primero tú, luego papá.
– El pobre ha tenido eso guardado dentro todos estos años – dijo Ethel -. No me extraña que sea tan estricto. Casi puedo perdonarle que me haya echado de casa.
– Yo no – replicó Billy -. Nuestra fe habla de redención y piedad, no de guardarse las cosas dentro y castigar a los demás.
Llegó un tren de Cardiff, y Ethel vio a Walter von Ulrich bajar de él. La saludó llevándose la mano al sombrero, lo cual fue un gesto muy amable por su parte: los caballeros no solían hacer eso con los criados. Lady Maud había dicho que había roto con él. A lo mejor había ido a recuperarla. En silencio, le deseó buena suerte.
– ¿Quieres que te compre un periódico? – preguntó Billy.
– No, gracias, cariño – dijo -. No creo que pueda concentrarme en la lectura.
Mientras esperaba su tren le preguntó:
– ¿Te acuerdas de nuestro código? – De niños habían inventado una forma sencilla de escribirse notas para que sus padres no pudieran entenderlas.
Billy pareció desconcertado un momento, pero después se le iluminó la cara.
– Ah, sí.
– Te escribiré en código para que papá no pueda leerlo.
– Está bien – dijo -. Y envía las cartas a través de Tommy Griffiths.
El tren entró en la estación dando resoplidos y soltando vaharadas de vapor. Billy abrazó a Ethel y ella se dio cuenta de que su hermano intentaba no llorar.
– Cuídate mucho – le dijo -. Y cuida de nuestra madre.
– Sí – contestó él, y se secó los ojos con la manga -. Estaremos bien. Tú ten mucho cuidado en Londres, anda.
– Lo tendré.
Ethel subió al tren y se sentó junto a la ventanilla. Un minuto después, la locomotora echó a andar. A medida que iba cogiendo velocidad, vio el gran cabrestante de la bocamina alejándose y se preguntó si algún día volvería a ver Aberowen.
Maud desayunó tarde y con la princesa Bea en el comedor pequeño de Ty Gwyn. La princesa estaba de muy buen humor. Normalmente se quejaba muchísimo de la vida en Gran Bretaña… aunque Maud, por la época que había pasado en la embajada británica siendo niña, sabía que la vida en Rusia era mucho menos cómoda: las casas eran frías; la gente, hosca; el servicio, de poca confianza; y el gobierno, desorganizado. Ese día, sin embargo, Bea no tenía queja alguna. Estaba feliz por haber concebido al fin.
Incluso hablaba de Fitz con más generosidad.
– Salvó a mi familia, ¿sabes? – le dijo a Maud -. Pagó las hipotecas de nuestra propiedad, pero hasta ahora no había nadie que pudiera heredarla: mi hermano no tiene hijos. Sería una tragedia enorme que todas las tierras de Andréi y de Fitz fueran a parar a manos de algún primo lejano.
Maud no podía ver eso como una tragedia. El primo lejano en cuestión bien podía acabar siendo un hijo suyo. Sin embargo, nunca había esperado heredar una fortuna y apenas pensaba en esas cosas.
Lady Maud, mientras se bebía el café y jugueteaba con una tostada, se dio cuenta de que no era buena compañía esa mañana. La verdad es que estaba muy abatida. Sentía incluso que la agobiaba el papel de la pared (una victoriana efusión de follaje que cubría el techo, además de las paredes), aunque había vivido con él toda la vida.
No le había contado a su familia nada de su historia de amor con Walter, así que tampoco podía explicarles que se había terminado, y eso quería decir que no tenía a nadie que se compadeciera de ella. Solo aquella joven ama de llaves tan vivaracha, Williams, conocía la historia, y por lo visto había desaparecido.
Maud leyó la crónica que hacía The Times del discurso que había pronunciado Lloyd George la noche anterior en la cena de Mansion House. Se había mostrado optimista en cuanto a la crisis de los Balcanes y había dicho que podría resolverse de forma pacífica. Maud esperaba que tuviera razón. Aunque había dejado a Walter, todavía le horrorizaba la idea de que pudiera tener que vestirse de uniforme y acabar muerto o lisiado en una guerra.
Leyó también un breve artículo fechado en Viena y titulado LA AMENAZA SERBIA, y le preguntó a Bea si Rusia defendería a Serbia de un posible ataque de los austríacos.
– ¡Espero que no! – exclamó la princesa, alarmada -. No querría que mi hermano fuese a la guerra.
Maud recordaba haber desayunado allí con Fitz y Walter durante las vacaciones escolares, cuando ella tenía doce años y ellos diecisiete. Recordaba muy bien que los chicos tenían un apetito enorme y todas las mañanas devoraban huevos, salchichas y grandes montones de tostadas con mantequilla antes de salir a montar a caballo o a nadar en el lago. Walter le había parecido un personaje muy seductor, apuesto y extranjero. La trataba tan cortésmente como si fueran de la misma edad, lo cual resultaba muy halagador para una niña… y, tal como veía ahora, fue una forma sutil de cortejarla.
Mientras estaba absorta en sus recuerdos, el mayordomo, Peel, entró y la sobresaltó al decirle a Bea:
– Herr Von Ulrich está aquí, alteza.
Walter no podía estar allí, pensó Maud, aturdida. ¿Sería Robert? Era igual de improbable.
Un momento después entró Walter.
Maud se quedó demasiado estupefacta para decir nada, y fue Bea quien habló:
– Qué agradable sorpresa, herr Von Ulrich.
Walter llevaba un traje ligero de verano, de un suave tweed azul grisáceo. Su corbata de satén azul era del mismo color que sus ojos. Maud deseó haberse puesto algo que no fuera ese sencillo vestido de línea huso color crema que le había parecido perfectamente adecuado para tomar el desayuno con su cuñada.
– Perdone la intrusión, princesa – le dijo Walter a Bea -. Tenía que visitar nuestro consulado de Cardiff: un tedioso asunto sobre unos marineros alemanes que se han buscado problemas con la policía local.
Aquello eran tonterías. Walter era agregado militar, su trabajo no consistía en sacar a marineros del calabozo.
– Buenos días, lady Maud – dijo mientras le estrechaba la mano -. Qué deliciosa sorpresa encontrarla aquí.
Más tonterías, pensó ella. Había ido allí para verla. Maud se había marchado de Londres para que Walter no pudiera asediarla, pero en el fondo de su corazón no podía evitar sentirse encantada con la insistencia de él en seguirla hasta aquella casa. Algo aturullada, logró decir:
– Hola, ¿cómo está usted?
– Sírvase un poco de café, herr Von Ulrich. El conde ha salido a montar, pero regresará pronto – dijo Bea, que había asumido con toda naturalidad que Walter estaba allí para ver a Fitz.