Llegó justo a tiempo para saludar con una reverencia a la princesa Bea – que lucía un vestido color malva festoneado con lazos de seda -, y para estrechar la mano de Fitz – extremadamente apuesto con un cuello de camisa de frac y una pajarita blanca -, en el momento preciso en que anunciaban la cena. Se alegró al ver que le asignaban acompañar a Maud al interior del comedor. La joven llevaba un vestido rojo oscuro de alguna tela muy suave que se ceñía a su cuerpo de un modo que a Walter le resultaba irresistible. Cuando le retiraba la silla para que se sentase, le dijo:
– Qué vestido tan bonito…
– Paul Poiret – dijo ella, nombrando a un couturier tan famoso que hasta Walter había oído hablar de él. Bajó un poco más la voz -. Pensé que te gustaría.
El comentario no era de una intimidad exagerada, pero le provocó, pese a todo, un estremecimiento en todo el cuerpo, seguido de una punzada de temor ante la posibilidad de perder a aquella extraordinaria mujer.
La casa de Fitz no era exactamente un palacio. Su alargado salón comedor, en la esquina de la calle, daba a dos vías muy transitadas. Las arañas de cristal eléctricas estaban encendidas pese a la luminosa tarde de verano que imperaba en el exterior, y los reflejos de las luces brillaban en las copas de cristal y la cubertería de plata, colocada en el sitio de cada comensal. Al mirar a su alrededor en la mesa a las otras mujeres presentes, Walter se asombr de nuevo ante la indecente cantidad de busto que enseñaban las inglesas de clase alta en las cenas de etiqueta.
Pero semejantes observaciones eran más propias de un adolescente, mientras que a él ya le había llegado la hora de casarse.
En cuanto se sentó, Maud se descalzó y desplazó la punta del pie, enfundada en el sedoso tejido de las medias, por la pernera del pantalón de él, en sentido ascendente. Walter le respondió con una sonrisa, pero ella vio de inmediato que su cabeza estaba en otra parte.
– ¿Qué pasa? – le dijo.
– ¿Podrías dar pie a una conversación sobre el ultimátum de Austria? – le pidió él con un murmullo -. Di que has oído que ya lo han entregado.
Maud se dirigió a Fitz, que presidía la mesa.
– Tengo entendido que el emperador austríaco ya ha enviado al fin su nota a Belgrado – anunció -. ¿Tú has oído algo de eso, Fitz?
Fitz soltó la cuchara de la sopa.
– Lo mismo que tú, pero nadie sabe lo que dice la nota.
– Creo que se trata de una nota muy dura – terció Walter -. Los austríacos insisten en tomar parte activa en el proceso judicial serbio.
– ¡Tomar parte activa! – exclamó Fitz -. Pero si el presidente serbio accediese a una cosa así… ¡tendría que dimitir!
Walter asintió con la cabeza. Fitz preveía las mismas consecuencias que él.
– Es casi como si los austríacos quisiesen la guerra. – Estaba a punto de hablar con deslealtad acerca de uno de los aliados de Alemania, pero también estaba lo suficientemente nervioso para que le trajera sin cuidado. Vio que Maud lo miraba. Estaba pálida y muy callada; ella también había comprendido de inmediato la magnitud de aquella amenaza.
– Por supuesto, uno no puede por menos de comprender la postura de Francisco José – dijo Fitz -. La subversión nacionalista puede desestabilizar un imperio si no se ataca con mano dura. – Walter supuso que estaba pensando en los defensores del independentismo irlandés y en los bóers sudafricanos, y en la amenaza que representaban para el Imperio británico -. Pero no hace falta matar moscas a cañonazos – sostuvo el conde.
Los sirvientes retiraron los platos de sopa y ofrecieron un vino distinto. Walter no probó su copa. Iba a ser una velada muy larga, y necesitaba tener la cabeza despejada.
– Hoy he visto por casualidad al primer ministro Asquith – dijo Maud, con toda naturalidad -. Ha dicho que podríamos estar ante un auténtico apocalipsis. – Parecía asustada -. En ese momento no me lo he tomado muy en serio… pero ahora veo que podría llevar razón.
– Eso es justo lo que todos tememos – dijo Fitz.
Como siempre, Walter se quedó impresionado con la clase de contactos de Maud, pues se relacionaba como si tal cosa con los hombres más poderosos de Londres. Walter recordó que, cuando era una cría de once o doce años, y su padre era ministro del gobierno conservador, interrogaba con aire solemne a sus colegas de gabinete cada vez que estos visitaban Ty Gwyn, y ya entonces, aquellos hombres de semejante estatura política escuchaban atentamente a la niña y respondían a todas sus preguntas haciendo gala de una enorme paciencia.
– Por el lado positivo – siguió diciendo Maud -, si estalla una guerra, Asquith cree que Gran Bretaña no tiene por qué implicarse.
Walter sintió que se le aceleraba el corazón: si Gran Bretaña permanecía ajena a la contienda, la guerra no tenía por qué separarlo de Maud.
Sin embargo, Fitz no parecía tan contento.
– ¿De veras? – exclamó -. Aunque… – Miró a Walter -. Perdóname, Von Ulrich… ¿aunque Francia fuese invadida por Alemania?
– Asquith dice que seremos espectadores – contestó Maud.
– Tal como yo me temía – repuso Fitz con pomposidad -, el gobierno no entiende el equilibrio de poder en Europa.
Como conservador, el conde desconfiaba del gobierno liberal, y personalmente, detestaba a Asquith, quien había mermado el poder de decisión de la Cámara de los Lores, pero, lo que era más importante, no estaba del todo horrorizado ante la perspectiva de entrar en guerra. En cierto modo, puede que hasta acariciase la idea, al igual que Otto, pensó Walter. Y desde luego, seguro que la guerra le parecía sin duda preferible a cualquier posible debilitamiento del poder de Gran Bretaña.
– ¿Estás seguro, mi querido Fitz – preguntó Walter -, de que una victoria alemana sobre Francia descompensaría el equilibrio de poder? – Aquella línea de argumentación era bastante delicada para una cena distendida, pero el asunto era demasiado importante para esconderlo bajo la costosa alfombra de Fitz.
– Con el debido respeto por tu honorable país y por Su Majestad el káiser Guillermo, me temo que Gran Bretaña no podría tolerar que Alemania asumiese el control sobre Francia.
Ese era precisamente el problema, pensó Walter, haciendo un gran esfuerzo por disimular la ira y la frustración que le provocaban aquellas palabras insustanciales. Un ataque de Alemania sobre la aliada de Rusia, Francia, sería en realidad una maniobra defensiva, pero los ingleses hablaban como si Alemania pretendiese hacerse con el dominio de toda Europa. Con una sonrisa forzada, dijo:
– Derrotamos a Francia hace cuarenta y tres años en el conflicto que vosotros llamáis la guerra franco-prusiana. Gran Bretaña ya fue una mera espectadora en aquel entonces, y nuestra victoria no supuso para vosotros ningún motivo de sufrimiento.
– Eso es lo mismo que dijo Asquith – añadió Maud.
– Hay una diferencia – objetó Fitz -. En 1871, Francia fue derrotada por Prusia y por un grupo de pequeños reinos alemanes. Después de la guerra, esa coalición se convirtió en un solo país, la Alemania moderna, y estoy seguro en que convendrás conmigo, querido Von Ulrich, amigo mío, que la Alemania de hoy es una presencia mucho más formidable que la vieja Prusia.
Los hombres como Fitz eran tan peligrosos… se dijo Walter para sus adentros. Con sus formas y sus modales impecables serían capaces de llevar el mundo a la destrucción. Hizo todo cuanto pudo por conservar un tono amigable.
– Tienes razón, por supuesto… pero tal vez formidable no sea lo mismo que hostil.
– Esa es la cuestión, ¿no te parece?
En el otro extremo de la mesa, Bea se puso a toser, en un gesto de reproche. Sin duda aquel tema le parecía demasiado polémico para una conversación educada, de modo que preguntó con tono alegre: