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– ¿Tiene ganas de acudir al baile de la duquesa, herr Von Ulrich?

Walter sintió que le recriminaba su conducta.

– Estoy seguro de que el baile será absolutamente extraordinario – respondió con un entusiasmo desmesurado, y Bea lo recompensó con un asentimiento agradecido.

– ¡Es usted un bailarín estupendo! – intervino tía Herm.

Walter sonrió con calidez a la anciana.

– ¿Me concedería usted el honor del primer baile, lady Hermia?

La mujer se sintió halagada.

– ¡Oh, cielos! Soy demasiado mayor para bailes… Además, ustedes los jóvenes tienen pasos que ni siquiera existían cuando yo era una debutante.

– La última moda es la zarda, una danza popular húngara. Tal vez debería enseñársela.

– ¿Y no crees que eso constituiría un incidente diplomático? – inquirió Fitz.

No era muy gracioso, pero todos se echaron a reír y la conversación siguió otros cauces más triviales pero menos peligrosos.

Después de cenar, los asistentes se subieron a los coches de caballos para recorrer los cuatrocientos metros que los separaban de Sussex House, el palacio del duque en Park Lane.

Ya había anochecido, y en las ventanas brillaban todas las luces: la duquesa se había rendido al fin y había instalado la electricidad. Walter subió la majestuosa escalera y entró en el primero de tres fastuosos salones. La orquesta estaba tocando la canción más popular en esos momentos, «Alexander’s Ragtime Band», de Irving Berlin, y a Walter se le iba la mano izquierda: la síncopa era el elemento crucial.

Hizo honor a su promesa y bailó con tía Herm. Esperaba que tuviese multitud de parejas de baile, porque en realidad lo que quería era que la mujer danzase hasta caer rendida y se fuese a dormitar a un rincón para que así Maud pudiese librarse de su carabina. No podía dejar de pensar en lo que él y Maud habían hecho en la biblioteca de aquella casa unas pocas semanas antes, y se moría de ganas de tocarla y recorrer con las manos la ceñida tela de aquel vestido.

Pero antes tenía trabajo que hacer. Se separó de tía Herm con una reverencia, tomó una copa de champán rosado que le ofrecía un lacayo y empezó a pasearse por las distintas estancias de la casa. Recorrió el salón de baile pequeño, la sala principal y el salón de baile grande, hablando con los políticos y los diplomáticos allí presentes. Todos los embajadores de Londres habían sido invitados, y muchos de ellos habían acudido, incluido el jefe de Walter, el príncipe Lichnowsky. También se hallaban allí numerosos parlamentarios, la mayoría de ellos conservadores, como la duquesa, aunque había algunos liberales, entre los que se incluían varios ministros del gobierno. Robert estaba enfrascado en una conversación con lord Remarc, un subsecretario del Ministerio de Guerra. No había ningún parlamentario del Partido Laborista: la duquesa se consideraba a sí misma una mujer de mente abierta, pero todo tenía un límite.

Walter descubrió que los austríacos habían enviado copias de su ultimátum a las principales embajadas de Viena, y que el mensaje sería transmitido por cablegrama y traducido a lo largo de la noche, por lo que a la mañana siguiente, todo el mundo estaría al corriente de su contenido. Casi todos los presentes estaban conmocionados por las exigencias de Austria, pero nadie sabía cómo reaccionar al respecto.

Hacia la una de la madrugada, Walter ya había averiguado todo cuanto pudo y se fue en busca de Maud. Bajó la escalera y salió al jardín, donde habían servido un bufet en un toldo de rayas. ¡Cuánta comida se servía en la alta sociedad inglesa! Encontró a Maud jugueteando con unas uvas y comprobó con gran alivio que no había ni rastro de tía Herm.

Walter decidió olvidar sus preocupaciones durante un rato.

– ¿Cómo podéis comer tanto los ingleses? – le dijo a Maud en tono jovial -. La mayoría de esta gente ya se ha tomado un opíparo desayuno, un almuerzo de cinco o seis platos, té con pastas y sándwiches y una cena de al menos ocho platos. ¿De veras necesitan ahora comer sopa, codornices rellenas, langosta, melocotones y helado?

Ella se echó a reír.

– Te parecemos vulgares, ¿a que sí?

No era eso lo que pensaba de ellos, pero decidió tomarle un poco el pelo fingiendo que había acertado.

– Bueno, veamos, ¿qué cultura tienen los ingleses? – La tomó del brazo y, caminando aparentemente sin rumbo fijo, la llevó fuera del toldo, al jardín. Los árboles estaban engalanados con guirnaldas de luces que proveían una iluminación más bien escasa. Otras parejas paseaban por los senderos serpenteantes entre los arbustos, algunas charlando y otras cogidas discretamente de la mano bajo la penumbra. Walter volvió a ver a Robert en compañía de lord Remarc y se preguntó si ellos también habrían encontrado el amor -. ¿Compositores ingleses? – dijo, tratando todavía de provocar a Maud -. Gilbert y Sullivan. ¿Pintores? Mientras los impresionistas franceses estaban cambiando la forma en que el mundo se ve a sí mismo, los ingleses retrataban a niños de mejillas sonrosadas jugando con sus cachorros. ¿Ópera? Toda italiana, cuando no alemana. ¿El ballet? Ruso.

– Y a pesar de todo eso, dominamos medio mundo – repuso ella con una sonrisa burlona.

Él la tomó en brazos.

– Y sabéis tocar el ragtime.

– Es fácil, una vez que coges el ritmo.

– Esa es la parte que me resulta más difícil.

– Porque necesitas que alguien te la enseñe.

Walter le acercó la boca al oído y murmuró:

– ¿Y tú me la enseñarás, por favor?

El murmullo se convirtió en un gemido cuando ella lo besó y, después de eso, se quedaron sin palabras durante largo rato.

Todo eso ocurría la madrugada del viernes 24 de julio. A la noche siguiente, cuando Walter asistió a otra cena y a otro baile, el rumor de que los serbios iban a aceptar todas y cada una de las exigencias de los austríacos, salvo por una aclaración de los puntos quinto y sexto, circulaba en boca de todo el mundo. Eufórico, Walter pensó que sin duda los austríacos no podían rechazar una respuesta tan sumamente servil… a menos, por supuesto, que estuviesen decididos a lanzarse de lleno a una guerra a cualquier precio.

De camino a casa, al alba del sábado, se detuvo en la embajada para escribir una nota sobre lo que había descubierto esa noche. Estaba sentado a su mesa cuando el embajador en persona, el príncipe Lichnowsky, apareció vestido de manera impecable con un chaqué, la vestimenta protocolaria para los actos diurnos, y un sombrero de copa de color gris. Sorprendido, Walter se levantó de un salto, hizo una reverencia y dijo:

– Buenos días, alteza.

– Llega muy temprano, Von Ulrich – contestó el embajador, pero entonces, fijándose en el traje de etiqueta de Walter, dijo -: O mejor dicho, muy tarde. – Era un hombre apuesto a su particular manera, con unas facciones muy marcadas y una enorme nariz aguileña encima del bigote.

– Estaba escribiéndole una nota acerca de los acontecimientos de anoche. ¿Puedo hacer algo por usted, alteza?

– Sir Edward Grey me ha mandando llamar. Puede acompañarme y tomar notas, si es que dispone de algún otro traje

Walter no cabía en sí de gozo. El secretario del Foreign Office británico era uno de los hombres más poderosos sobre la faz de la tierra. Walter ya lo había conocido, por supuesto, en el reducido círculo de la diplomacia de Londres, pero nunca había intercambiado más que unas pocas palabras con él. Ahora, gracias a la invitación típicamente informal de Lichnowsky, Walter iba a estar presente en una reunión extraoficial de dos de los hombres que decidían el destino de Europa. Gottfried von Kessel se pondría verde de envidia, pensó.

Se reprendió a sí mismo por ser tan frívolo y mezquino. Aquel podía ser un encuentro decisivo. A diferencia del emperador austríaco, tal vez Grey no quisiera una guerra. ¿Habría convocado aquella reunión con el objetivo de buscar un modo de impedirla? Era difícil hacer predicciones con Grey. ¿Por dónde iba a salir? Si estaba en contra de la guerra, Walter aprovecharía la menor oportunidad para ayudarlo.