– No podríamos.
– En ese caso, al realizar esa propuesta, el propósito de Grey es enemistar a Austria y Alemania.
– Ah. – Walter se sintió como un idiota. No había reparado en nada de eso, y todo su optimismo se vino abajo. Con tono desolado, añadió -: Entonces, ¿no vamos a secundar el plan de paz de Grey?
– Imposible – contestó su padre.
La propuesta de sir Edward Grey quedó en agua de borrajas y Walter y Maud vieron cómo, hora tras hora, el mundo se iba acercando cada vez más al borde del desastre.
Al día siguiente era domingo, y Walter se reunió con Antón. Una vez más, todos estaban ansiosos por saber qué harían los rusos. Los serbios habían claudicado ante casi la totalidad de las exigencias de Austria, y solo habían pedido un poco más de tiempo para discutir las dos cláusulas más duras, pero los austríacos habían anunciado que tal pretensión era inaceptable, y Serbia había empezado a movilizar a su reducido ejército. Habría contienda, pero ¿participaría Rusia?
Walter fue a la iglesia de St. Martin-in-the-Fields que, a diferencia de lo que sugería su nombre, no se hallaba en ningún campo sino en Trafalgar Square, el cruce con más tráfico de todo Londres. La iglesia era un edificio del siglo XVIII de estilo palladiano, y Walter pensó que, además de información sobre las intenciones de Rusia, merced a sus encuentros con Antón estaba descubriendo infinidad de detalles acerca de la historia de la arquitectura inglesa.
Subió los escalones y pasó a través de las inmensas columnas hacia la nave central. Miró a su alrededor con nerviosismo: aun en las mejores condiciones, siempre tenía el temor de que Antón no acudiera a sus citas, y aquel sería el peor momento de todos para que el hombre hubiese optado por acobardarse y no aparecer. El interior estaba fuertemente iluminado por una ventana veneciana en el extremo más oriental, y vio a Antón de inmediato. Con gran alivio, se sentó junto al vengativo espía segundos antes de que comenzase el oficio.
Como de costumbre, hablaron durante el transcurso de los himnos.
– El consejo de ministros se reunió el viernes – dijo Antón.
Walter ya lo sabía.
– ¿Qué fue lo que decidieron?
– Nada. Solo hacen recomendaciones. Es el zar quien decide.
Eso también lo sabía, pero logró dominar su impaciencia.
– Perdón. ¿Qué fue lo que recomendaron, entonces?
– Permitir que cuatro distritos militares rusos se preparen para movilizarse.
– ¡No! – El grito de Walter fue involuntario, y los feligreses que en esos momentos entonaban los himnos junto a él, se volvieron y le lanzaron miradas recriminatorias. Aquellas eran las maniobras preliminares antes de la guerra. Haciendo un gran esfuerzo por tranquilizarse, Walter dijo -: ¿Y el zar ha dado su consentimiento?
– Ratificó la decisión ayer.
– ¿Qué distritos? – quiso saber Walter, con un deje de desesperación.
– Moscú, Kazán, Odesa y Kiev.
Durante la oración, Walter dibujó un mapa de Rusia. Moscú y Kazán estaban en medio del inmenso país, a más de mil kilómetros de sus fronteras europeas, pero Odesa y Kiev estaban en el sudoeste, cerca de los Balcanes. En el siguiente himno, dijo:
– Se están movilizando contra Austria.
– No es una movilización, es una preparación para la movilización.
– Sí, ya lo entiendo – dijo Walter pacientemente -. Pero ayer hablábamos de la posibilidad de que Austria atacase Serbia, un conflicto menor limitado a la zona de los Balcanes. Hoy hablamos de Austria y Rusia, y de una guerra europea de primera magnitud.
El himno terminó y Walter aguardó con impaciencia al siguiente. Había sido educado por una devota madre protestante, y siempre sentía remordimientos por el hecho de utilizar el oficio en la iglesia como tapadera para su trabajo clandestino. Oró en silencio para pedir perdón.
Cuando la congregación empezó a cantar de nuevo, Walter preguntó:
– ¿Por qué tienen tanta prisa por realizar todos esos preparativos para la guerra?
Antón se encogió de hombros.
– Los generales le dicen al zar: «Cada día de retraso es un día de ventaja para el enemigo». Siempre la misma canción.
– ¿Es que acaso no ven que los preparativos hacen la guerra más probable?
– Los soldados quieren ganar las guerras, no evitarlas.
El himno terminó, poniendo punto final al oficio. Cuando Antón se levantó, Walter lo sujetó del brazo.
– Tengo que verle con más frecuencia – dijo.
Antón parecía presa del pánico.
– Ya lo hemos hablado…
– No me importa. Europa está al borde de una guerra. Dice que los rusos están preparándose para movilizarse en algunos distritos. ¿Y si autorizan a otros distritos más para prepararse? ¿Qué otras medidas tomarán? ¿Cuándo se convierten los preparativos en algo más serio? Necesito informes diarios; cada hora sería aún mejor.
– No puedo asumir ese riesgo. – Antón intentó retirar el brazo.
Walter lo sujetó con más fuerza.
– Nos reuniremos en la abadía de Westminster todas las mañanas antes de que acuda a trabajar a la embajada. En el Poet’s Corner, en la nave lateral del crucero. La iglesia es tan grande que nadie reparará en nuestra presencia.
– Absolutamente imposible.
Walter lanzó un suspiro. No le quedaba más remedio que amenazarlo, algo que no le gustaba nada, sobre todo porque se arriesgaba a que el espía no volviese a aparecer nunca más, pero tenía que correr ese riesgo.
– Si no está allí mañana, iré a su embajada y preguntaré por usted.
Antón palideció.
– ¡No puede hacer eso! ¡Me matarán!
– ¡Necesito esa información! Estoy tratando de impedir una guerra.
– ¡Pues yo espero con toda mi alma que la guerra estalle! – replicó el funcionario, rabioso. Bajó la voz y prosiguió en un susurro -: Espero que el ejército alemán aplaste y destruya a mi país. – Walter lo miró incrédulo -. Espero que muera el zar, que sea brutalmente asesinado, y con él toda su familia. Y espero que todos vayan al infierno, tal como merecen.
Giró sobre sus talones y salió apresuradamente del templo para sumergirse en el bullicio de Trafalgar Square.
La princesa Bea estaba «en casa» los martes por la tarde, a la hora del té, momento en que sus amigas iban a visitarla para comentar las fiestas a las que habían acudido y para lucir sus trajes de paseo. Maud estaba obligada a asistir a esas reuniones, al igual que tía Herm, siendo ambas parientes pobres que vivían de la generosidad de Fitz. Ese día, a Maud la conversación le parecía especialmente tediosa, cuando lo único de lo que quería hablar era de si iba a haber guerra o no.
La sala de estar de la casa de Mayfair era moderna, pues Bea seguía con atención las últimas tendencias en decoración: había sillones y sofás de bambú a juego dispuestos en pequeños grupos, con gran amplitud de espacio entre ellos para que la gente pudiese desplazarse sin dificultad. La tapicería exhibía un discreto estampado en color malva y la alfombra era de color marrón claro. Las paredes no estaban empapeladas, sino pintadas de un relajante beige. No había rastro de la obsesión victoriana por acumular fotografías enmarcadas, adornos, cojines y jarrones, pues según los aficionados a la moda, no hacía falta alardear de la boyante situación económica de uno abarrotando todos los salones de cacharros… Y Maud estaba de acuerdo con ellos.
Bea estaba hablando con la duquesa de Sussex, chismorreando sobre la amante del primer ministro, Venetia Stanley. «Bea tiene que estar preocupada – pensó Maud -: si Rusia participa en la guerra, su hermano, el príncipe Andréi, tendrá que combatir.» Sin embargo, Bea no parecía en absoluto inquieta, y de hecho, esa tarde estaba especialmente radiante. A lo mejor tenía un amante, algo que no era raro en los círculos sociales más selectos, donde muchos matrimonios eran de conveniencia. Había quienes reprobaban el comportamiento de los adúlteros – la propia duquesa sería capaz de borrar de su lista de invitados a una mujer adúltera para el resto de la eternidad -, pero hacían la vista gorda. Sin embargo, en el fondo Maud no creía que Bea fuese de esa clase de mujeres.