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Fitz entró a tomar el té, tras haber escapado una hora de la Cámara de los Lores, y Walter apareció tras él. Ambos estaban muy elegantes con sus trajes grises y sus chalecos cruzados. De forma involuntaria, Maud se los imaginó a los dos vestidos con el uniforme del ejército. Si la guerra se extendía a los demás países, cabía la posibilidad de que ambos tuvieran que entrar en combate y luchar… casi con toda certeza en bandos opuestos. Serían oficiales, pero ninguno de los dos aceptaría arreglárselas para conseguir un trabajo sin riesgos en algún cuartel generaclass="underline" querrían liderar a sus hombres en el frente. Los dos hombres a los que más quería podían acabar disparándose el uno al otro. Maud sintió un escalofrío, pues no podía soportar esa idea.

Maud rehuyó la mirada de Walter. Tenía la sensación de que las mujeres más intuitivas del círculo de amistades de Bea habían advertido la cantidad de tiempo que pasaba hablando con él. Le traían sin cuidado sus sospechas, pues tarde o temprano acabarían por enterarse, pero no deseaba que los rumores llegaran a oídos de Fitz antes de que se lo comunicaran oficialmente. Se enfadaría muchísimo, de modo que estaba intentando no dejar traslucir sus sentimientos.

Fitz se sentó a su lado. Tratando de pensar en algún tema de conversación que no tuviese nada que ver con Walter, Maud pensó en Ty Gwyn y preguntó:

– ¿Qué le ha pasado a tu ama de llaves galesa, Williams? Ha desaparecido, y cuando les pregunto a los demás sirvientes, me salen con evasivas.

– Tuve que librarme de ella – contestó Fitz.

– ¡Ah! – Maud estaba sorprendida -. No sé, pero tenía la impresión de que te gustaba cómo trabajaba esa chica.

– No especialmente. – Parecía incómodo.

– ¿Qué fue lo que hizo para que estés tan disgustado con ella?

– Sufrió las consecuencias de la falta de castidad.

– ¡Fitz, no seas pedante! – Maud se echó a reír -. ¿Quieres decir que se quedó embarazada?

– Baja la voz, por favor. Ya sabes cómo es la duquesa.

– Pobre Williams… ¿Y quién es el padre?

– Querida mía, ¿crees que se lo pregunté?

– No, por supuesto que no. Espero que no la deje en la estacada y se preste a «ayudarla», como suele decirse.

– No tengo ni idea. Es una sirvienta, por el amor de Dios.

– No acostumbras a ser cruel con los criados.

– No se puede recompensar la inmoralidad.

– Me gustaba esa chica, Williams. Era más inteligente e interesante que la mayoría de estas mujeres de la alta sociedad.

– No seas ridícula.

Maud se rindió. Por alguna razón, Fitz fingía que Williams le traía sin cuidado, pero lo cierto es que nunca le había gustado dar explicaciones, y era inútil presionarlo.

Walter se acercó, haciendo equilibrios con una taza y un plato de pastel en una mano. Dedicó una sonrisa a Maud, pero se dirigió a Fitz.

– ¿Conoces a Churchill, verdad?

– ¿Al pequeño Winston? – preguntó Fitz -. Desde luego. Empezó en mi partido, pero se pasó a los liberales. Sin embargo, me parece que su corazón sigue aún con nosotros, los conservadores.

– El viernes pasado cenó con Albert Ballin. Me encantaría saber lo que le dijo Ballin.

– Puedo complacerte, Winston se lo ha dicho a todo el mundo. Si estalla la guerra, Ballin ha dicho que Gran Bretaña se mantendrá al margen, Alemania prometerá dejar Francia intacta después, sin anexionarse ningún territorio… a diferencia de la última vez, cuando se quedaron con Alsacia y Lorena.

– Ah – exclamó Walter con satisfacción -. Gracias. Llevo días intentando averiguarlo.

– ¿Es que tu embajada no lo sabe?

– Obviamente, se suponía que ese mensaje debía sortear los canales diplomáticos habituales.

Maud estaba intrigada. Parecía una fórmula esperanzadora para mantener a Inglaterra ajena a cualquier guerra europea. Puede que, a fin de cuentas, Fitz y Walter no tuvieran que dispararse el uno al otro.

– ¿Cómo respondió Winston?

– Con evasivas – dijo Fitz -. Refirió la conversación al consejo de ministros, pero no discutieron nada al respecto.

Maud estaba a punto de preguntar, indignada, por qué no lo habían hecho cuando Robert von Ulrich hizo su aparición, con el semblante desencajado, como si acabasen de darle la noticia de la muerte de un ser querido.

– Pero ¿se puede saber qué le pasa a Robert? – dijo Maud mientras el austríaco hacía una reverencia ante Bea.

Se volvió para hablar ante todos los presentes en la reunión.

– Austria ha declarado la guerra a Serbia – anunció.

Por un momento, Maud sintió como si el mundo se hubiese detenido. Nadie se movió ni pronunció una sola palabra. La joven se quedó mirando la boca de Robert, bajo aquel bigote imperial, exhortándolo mentalmente a que se desdijese de sus palabras. Acto seguido, el reloj de la repisa dio la hora, y un murmullo de consternación se extendió entre los hombres y las mujeres de la estancia.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Maud, y Walter le ofreció un pañuelo de hilo blanco perfectamente doblado. La joven se dirigió a Robert:

– Tendrás que combatir.

– Desde luego que sí – repuso Robert. Pronunció aquellas palabras en tono brusco, como subrayando lo evidente, pero parecía asustado.

Fitz se levantó.

– Será mejor que vuelva a la Cámara de los Lores y averigüe qué sucede.

Varias personas más se fueron también. En medio de la conmoción general, Walter se dirigió en voz baja a Maud.

– De repente, la propuesta de Albert Ballin se ha hecho diez veces más importante.

Maud pensaba lo mismo.

– ¿Hay algo que podamos hacer?

– Necesito saber qué piensa realmente el gobierno británico de la propuesta.

– Intentaré averiguarlo. – Maud se alegraba de poder hacer algo útil.

– Tengo que volver a la embajada.

Maud vio marcharse a Walter, deseando poder haberle dado un beso de despedida. La mayoría de los invitados se fueron al mismo tiempo, y Maud subió a su cuarto.

Se quitó el vestido y se tumbó en la cama. La idea de pensar que Walter iba a irse a la guerra le provocó un intenso llanto, lágrimas de rabia e impotencia, y siguió llorando un buen rato hasta quedarse dormida.

Cuando se despertó, era ya la hora de salir. Estaba invitada a la velada musical de lady Glenconner, y aunque sentía la tentación de quedarse en casa, se le ocurrió que tal vez allí habría algún ministro del gobierno. Puede que averiguase alguna información útil para Walter. Se levantó y se vistió.

Ella y tía Herm atravesaron Hyde Park en el carruaje de Fitz hasta llegar a Queen Anne’s Gate, donde vivían los Glenconner. Entre los invitados se encontraba un amigo de Maud, Johnny Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra, pero lo que era aún más importante, sir Edward Grey estaba allí.

Maud estaba decidida a hablar con él sobre Albert Ballin, pero la música empezó antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, de modo que se sentó a escuchar. Campbell MacInnes estaba cantando un repertorio de Händel, un compositor alemán que había vivido la mayor parte de su vida en Londres, pensó Maud con ironía.