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Maud se quedó perpleja. Normalmente sabía lo que se tramaba en los círculos liberales, pero el primer ministro Asquith había mantenido aquello en secreto.

– ¡Eso es indignante! – dijo -. Eso hace la guerra más probable.

Con una calma exasperante, Fitz extrajo unas salchichas calientes del bufet que había en el aparador.

– El sector izquierdista del Partido Liberal viene a ser prácticamente un hatajo de pacifistas recalcitrantes. Imagino que Asquith teme que intenten atarle las manos, pero no cuenta con el apoyo suficiente en el seno de su propio partido para poder prescindir de ellos, de modo que ¿a quién puede recurrir? Solo a los conservadores. De ahí la propuesta de una coalición.

Era eso precisamente lo que Maud se temía.

– ¿Qué ha dicho Bonar Law sobre la oferta? – Andrew Bonar Law era el jefe de los conservadores.

– La ha rechazado.

– Gracias a Dios.

– Y yo lo he secundado.

– ¿Por qué? ¿Es que no quieres que Bonar Law ocupe un escaño en el gobierno?

– Apunto aún más alto: si Asquith quiere la guerra y Lloyd George encabeza una rebelión de la izquierda radical, los liberales podrían estar demasiado divididos para gobernar. ¿Y qué pasa entonces? Pues que nosotros, los conservadores, tenemos que asumir el poder… y que Bonar Law se convierte en primer ministro.

Furiosa, Maud dijo:

– ¿Te das cuenta de que todo conspira en favor de la guerra? Asquith quiere una coalición con los conservadores porque son más agresivos; si Lloyd George encabeza una rebelión contra Asquith, los conservadores se harán con el poder igualmente. ¡Todo el mundo trata de ganar posiciones en lugar de intentar alcanzar acuerdos para mantener la paz!

– ¿Y tú? – preguntó Fitz -. ¿Fuiste a Halkyn House anoche? – La casa del conde de Beauchamp era el cuartel general del sector pacifista.

A Maud se le iluminó la cara. Aún había un rayo de esperanza.

– Asquith ha convocado un consejo de ministros esta mañana. – Aquello era insólito tratándose de un sábado -. Morley y Burns quieren una declaración de que Gran Bretaña no se enfrentará a Alemania bajo ninguna circunstancia.

Fitz negó con la cabeza.

– No pueden hacer esa clase de exigencias así, de antemano. Grey tendría que dimitir.

– Grey siempre está amenazando con dimitir, pero nunca lo hace.

– Aun así, ahora mismo no pueden arriesgarse a que haya una escisión en el gabinete ministerial, sobre todo con mi grupo esperando entre bastidores, ansiosos por hacerse con el poder.

Maud sabía que Fitz tenía razón. Le entraron ganas de gritar de frustración.

Bea soltó el cuchillo y emitió un extraño ruido.

– ¿Estás bien, querida? – dijo Fitz.

La princesa se levantó, llevándose la mano al vientre. Tenía la cara muy pálida.

– Perdón – dijo, y salió precipitadamente de la habitación.

Maud se levantó, preocupada.

– Será mejor que la acompañe.

– Iré yo – dijo Fitz, sorprendiendo a su hermana -. Tú termina el desayuno.

La curiosidad de Maud no le permitía dejar las cosas así, de modo que cuando Fitz ya estaba en la puerta, le preguntó:

– ¿Tiene Bea náuseas matutinas?

Fitz se detuvo en el umbral.

– No se lo digas a nadie – dijo.

– Enhorabuena, me alegro mucho por ti.

– Gracias.

– Pero el niño… – A Maud se le atragantaron las palabras.

– ¡Ah! – exclamó tía Herm, cayendo en la cuenta entonces -. ¡Qué maravilla!

Maud continuó, haciendo un gran esfuerzo:

– ¿Ese niño nacerá en un mundo en guerra?

– Oh, cielo santo… – exclamó tía Herm -. No había pensado en eso.

Fitz se encogió de hombros.

– A un recién nacido, eso le dará igual.

Maud sintió que se le escapaban las lágrimas.

– ¿Para cuándo lo esperáis?

– Para enero – respondió Fitz -. ¿Por qué estás tan disgustada?

– Fitz – dijo Maud, y ya no pudo contener más el llanto -. Fitz, ¿estarás vivo todavía para entonces?

El sábado por la mañana, la embajada alemana era un hervidero de actividad. Walter estaba en el despacho del embajador, atendiendo llamadas telefónicas, llevando telegramas y tomando notas. Habrían sido los días más emocionantes de su vida de no haber estado tan preocupado por su futuro con Maud. No podía disfrutar de la excitación de participar de forma activa en el importantísimo juego de poder que se libraba en el tablero internacional, porque le consumía el miedo de que él y la mujer a la que amaba se convirtieran en enemigos de guerra.

No hubo más mensajes amistosos entre Willy y Nicky. La tarde del día anterior, el gobierno alemán había enviado un frío ultimátum a los rusos, dándoles doce horas para detener la movilización de su monumental ejército.

El plazo había expirado sin que hubiera habido respuesta por parte de San Petersburgo.

A pesar de todo, Walter aún creía que la guerra podía limitarse al este de Europa, y de ese modo, Alemania y Gran Bretaña seguirían siendo naciones amigas. El embajador Lichnowsky compartía su optimismo, e incluso Asquith había dicho que Francia y Gran Bretaña podían ser meros espectadores. Después de todo, ninguno de los dos países estaba especialmente implicado en el futuro de Serbia y la región de los Balcanes.

Francia era la clave: Berlín había enviado un segundo ultimátum la tarde anterior, esta vez a París, instando a los franceses a que se declararan neutrales. Era una esperanza más bien remota, aunque Walter se aferraba a ella desesperadamente. El ultimátum expiraba a mediodía. Entretanto, el jefe del Estado Mayor, Joseph Joffre, había exigido la movilización inmediata de las tropas francesas y el consejo de ministros se reunía esa mañana para deliberar. Como en todos los países, pensó Walter con tristeza, los oficiales del ejército estaban presionando a sus dirigentes políticos para que encaminaran sus pasos hacia la guerra.

Era extremadamente difícil, además de frustrante, hacer conjeturas acerca de la respuesta de los franceses.

A las once menos cuarto, cuando faltaban setenta y cinco minutos para que a Francia se le acabara el tiempo, Lichnowsky recibió una visita inesperada: sir William Tyrrell. Secretario personal de sir Edward Grey, Tyrrell era una figura clave, un militar con una dilatada experiencia en asuntos exteriores. Walter lo condujo de inmediato al despacho del embajador, y Lichnowsky le hizo señas para que se quedase.

Tyrrell habló en alemán.

– El secretario del Foreign Office me ha pedido que le informe de que en estos precisos instantes se está celebrando un consejo de ministros que podría culminar en una declaración dirigida a usted.

Era evidente que se trataba de un discurso ya ensayado previamente, y Tyrrell hablaba alemán con perfecta fluidez, pero pese a todo, a Walter se le escapaba el significado de aquellas palabras. Miró a Lichnowsky y vio que también el príncipe parecía perplejo.

Tyrrell siguió hablando.

– Una declaración que, tal vez, podría resultar de gran ayuda para impedir el desarrollo de la catástrofe.

Todo aquello era muy esperanzador, pero demasiado vago. A Walter le entraron ganas de exclamar: «¡Vaya al grano!».

Lichnowsky respondió con la misma formalidad diplomática forzada.

– ¿Qué indicación podría darme acerca de la naturaleza de dicha declaración, sir William?

«¡Por el amor de Dios – pensó Walter -, estamos hablando de una cuestión de vida o muerte!»

El funcionario habló con meticulosa precisión.

– Cabría la posibilidad de que, si Alemania se abstuviese de atacar Francia, tanto París como Londres podrían considerar si verdaderamente están obligadas a intervenir en el conflicto en el este de Europa.