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– Pero Francia no tiene más remedio que rechazar esa oferta – afirmó la duquesa -. Firmó un tratado con Rusia según el cual ambos países deben acudir en auxilio del otro en caso de guerra.

– ¡Exactamente! – exclamó Fitz, furioso -. ¿Qué sentido tienen las alianzas internacionales si se rompen cuando surge una crisis?

– Eso es absurdo – dijo Maud, sabiendo que estaba actuando con insolencia, pero le traía sin cuidado -. Las alianzas internacionales se rompen cada vez que resulta conveniente. Esa no es la cuestión.

– ¿Y cuál es la cuestión, si puede saberse? – replicó Fitz en tono glacial.

– Creo que, sencillamente, Asquith y Grey tratan de asustar a los franceses enfrentándolos a la realidad: Francia no puede derrotar a Alemania sin nuestra ayuda. Si creen que tienen que ir solos a la guerra, entonces tal vez los franceses cambien de idea y se conviertan en defensores de la paz y presionen a sus aliados rusos para que no respalden la guerra con Alemania.

– ¿Y qué ocurre con Serbia?

– Todavía no es demasiado tarde para que Rusia y Austria se sienten a una mesa a negociar y buscar una solución para los Balcanes que resulte satisfactoria para ambas partes – dijo Maud.

Se produjo un silencio que se prolongó varios segundos y entonces Fitz añadió:

– Dudo mucho que llegue a pasar algo así.

– Pero sin duda – dijo Maud, y hasta ella percibió la desesperación en su propia voz -, sin duda debemos mantener viva la esperanza, ¿no es así?

Sentada en su cuarto, Maud no lograba reunir las fuerzas necesarias para vestirse para la cena. Su doncella le había preparado un vestido y algunas joyas, pero la joven se limitaba a contemplarlos con la mirada perdida.

Asistía a fiestas prácticamente todas las noches durante la temporada de Londres, porque buena parte de las actividades políticas y diplomáticas que tanto le fascinaban se daban cita en aquella clase de reuniones sociales. Sin embargo, aquella noche no se sentía con ánimos para hacerlo, no podía estar glamurosa ni encantadora, ni engatusar a los hombres más poderosos del país para que le confiasen sus pensamientos; no podía jugar al juego de hacerles cambiar de parecer sin que llegasen a sospechar siquiera que los estaba manipulando.

Walter iba a ir a la guerra, se vestiría un uniforme y llevaría un arma, y los soldados enemigos le lanzarían proyectiles, granadas y ráfagas de ametralladora con la intención de matarlo o de herirlo gravemente, tanto como para que le resultara imposible volver a caminar. Le costaba mucho pensar en cualquier otra cosa, y constantemente se hallaba al borde del llanto. Hasta había intercambiado palabras agrias con su amado hermano.

Llamaron a la puerta. Era Grout, el mayordomo.

– Herr Von Ulrich está aquí, milady – anunció.

Aquello era una sorpresa; no esperaba a Walter. ¿Para qué había ido a verla?

Al advertir su gesto de asombro, Grout añadió:

– Cuando le he dicho que el señor no estaba en casa, ha preguntado por usted.

– Gracias – dijo Maud, y sorteó a Grout y corrió escaleras abajo.

Grout la llamó:

– Herr Von Ulrich está en el salón. Le diré a lady Hermia que acuda a reunirse con ustedes.

Hasta Grout sabía que se suponía que Maud no debía quedarse a solas con un hombre joven, pero tía Herm no se movía con demasiada agilidad, por lo que aún tardaría varios minutos en llegar.

Maud se precipitó en el interior del salón y se arrojó en brazos de Walter.

– ¿Qué vamos a hacer? – exclamó, entre sollozos -. Walter, ¿qué vamos a hacer?

La abrazó con fuerza y luego le dirigió una mirada grave. Tenía el rostro demacrado y estaba ojeroso.

– Francia no ha respondido al ultimátum alemán.

– ¿No han dicho nada en absoluto? – exclamó ella.

– Nuestro embajador en París ha insistido en que exigía una respuesta. El mensaje del primer ministro Viviani fue: «Francia tendrá que velar por sus propios intereses». No van a prometer neutralidad.

– Pero puede que todavía haya tiempo…

– No. Han decidido movilizar sus tropas. Joffre ganó la discusión, como el resto de los militares en todos los países. Los telegramas fueron enviados a las cuatro de la tarde, hora de París.

– ¡Tiene que haber algo que podáis hacer!

– Alemania se ha quedado sin alternativas – repuso él -. No podemos luchar contra Rusia con una Francia hostil a nuestra espalda, armada y ansiosa por recuperar los territorios de Alsacia y Lorena. Así que debemos atacar a Francia. El Plan Schlieffen ya se ha puesto en marcha. En Berlín, las multitudes cantan el Kaiserhymne por las calles.

– Tendrás que incorporarte a tu regimiento – dijo ella, y no pudo contener el llanto.

– Por supuesto.

Maud se enjugó las lágrimas. Su pañuelo era demasiado pequeño, un trozo ridículo de batista bordada, de modo que se limpió con la manga

– ¿Cuándo? – preguntó -. ¿Cuándo tendrás que abandonar Londres?

– Todavía me quedan unos días. – Maud vio que él también estaba luchando por reprimir las lágrimas -. ¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que Gran Bretaña se mantenga al margen del conflicto? En ese caso al menos no tendría que combatir contra tu país.

– No lo sé – contestó ella -. Lo sabremos mañana. – Lo atrajo hacia sí -. Por favor, abrázame fuerte. – Apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos.

El domingo por la tarde, Fitz se irritó sobremanera al ver una manifestación en contra de la guerra en Trafalgar Square. Keir Hardie, el parlamentario del Partido Laborista, era el encargado de leer el discurso, vestido con un traje de tweed, como si fuera un vulgar guarda de caza, pensó Fitz. Se había encaramado al pedestal de la Columna de Nelson, y estaba desgañitándose con su acento escocés, profanando la memoria del héroe que había muerto por Gran Bretaña en la batalla de Trafalgar.

Hardie decía que la guerra inminente iba a ser la mayor catástrofe que había presenciado el mundo. Representaba una circunscripción minera, Merthyr, en las proximidades de Aberowen. Era el hijo ilegítimo de una doncella, y había sido minero del carbón hasta que se había metido en política. ¿Qué sabría él de la guerra?

Fitz pasó de largo sintiéndose profundamente indignado y fue a tomar el té a casa de la duquesa. En el salón principal encontró a Maud absorta en una conversación con Walter, y Fitz pensó con una gran tristeza que aquella crisis lo estaba alejando de ambos. Quería a su hermana y se consideraba un buen amigo de Walter, pero Maud era una liberal y Walter era alemán, y en aquellos tiempos revueltos le resultaba difícil el mero hecho de hablar con ellos. Sin embargo, hizo todo lo posible por aparentar afabilidad cuando se dirigió a Maud.

– Tengo entendido que la reunión del consejo de ministros de esta mañana ha sido muy tormentosa.

Ella asintió.

– Churchill movilizó la flota anoche sin consultárselo a nadie. John Burns ha dimitido esta mañana como protesta.

– No puedo fingir que lo lamento. – Burns era un viejo radical, el más enconado detractor de la guerra de todo el gabinete ministerial -. Entonces, el resto debe de haber secundado la acción de Winston.

– De mala gana.

– Bueno, podría ser peor. – Era una desgracia, pensó Fitz, que en aquellos momentos de enorme peligro para el país, el gobierno estuviera en manos de aquella panda de indecisos de izquierdas.

– Pero rechazaron la propuesta de Grey de un compromiso para defender a Francia – dijo Maud.

– Entonces, todavía actúan como cobardes – señaló Fitz. Sabía que estaba siendo muy brusco con su hermana, pero se sentía demasiado irritado para contenerse.