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Sin embargo, nadie lo escuchaba. Algunos de los parlamentarios ya estaban abandonando la cámara, y la galería de los espectadores también empezaba a quedarse vacía. Fitz se levantó y el resto de su grupo hizo lo propio. Maud los siguió, desanimada y sin fuerzas. Abajo en la cámara, MacDonald decía:

– Si un caballero justo y honorable hubiese venido hoy aquí y nos hubiese dicho que nuestro país corre un grave peligro, no me importa a qué partido hubiese apelado, ni a qué clase se hubiese dirigido, nosotros estaríamos con él… ¿Qué sentido tiene hablar de acudir en auxilio de Bélgica cuando, en realidad, se trata de intervenir en una guerra que engloba a toda Europa?

Maud salió de la galería y ya no oyó nada más.

Aquel era el peor día de su vida. Su país iba a participar en una guerra innecesaria, su hermano y el hombre al que amaba iban a arriesgar sus vidas, y ella iba a separarse de su prometido, tal vez para siempre. Había perdido toda esperanza y se hallaba sumida en la desesperación más absoluta.

Cuando bajaron las escaleras, Fitz encabezaba el grupo.

– Muy interesante, Fitz querido – dijo tía Herm educadamente, como si la hubiesen llevado a una exposición de arte que le hubiese gustado más de lo que esperaba.

Walter agarró a Maud del brazo y la retuvo. La joven dejó que la adelantaran otras tres o cuatro personas para que Fitz no pudiese oírlos, pero no estaba preparada para lo que vino a continuación.

– Cásate conmigo – dijo él en voz baja.

A la joven se le aceleró el corazón.

– ¿Qué? – susurró -. ¿Cómo?

– Cásate conmigo, por favor, mañana.

– No puede ser…

– Tengo un permiso especial. – Se dio unos golpecitos en el bolsillo delantero de su levita -. Esta mañana he ido al Registro Civil de Chelsea.

La cabeza le daba vueltas, y lo único que se le ocurrió decir fue:

– Habíamos acordado esperar. – En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, ya se estaba arrepintiendo.

Sin embargo, él se apresuró a responder.

– Y hemos esperado. La crisis ha terminado. Tu país y el mío van a entrar en guerra mañana o al día siguiente. Tendré que marcharme de Gran Bretaña y quiero casarme contigo antes de irme.

– ¡Pero no sabemos lo que va a pasar! – exclamó ella.

– Desde luego que no, pero sea lo que sea lo que nos depare el futuro, quiero que te conviertas en mi esposa.

– Pero… – Maud se calló. ¿Por qué estaba poniendo objeciones? Él tenía razón. Nadie sabía lo que iba a suceder, pero ¿qué importancia tenía aquello entonces? Ella también quería ser su esposa, y nada de lo que pasase en el futuro podía cambiarlo.

Antes de que pudiera decir algo más, llegaron al pie de la escalera y salieron al vestíbulo central, inundado de gente que bullía de nerviosismo en agitada conversación. Maud quería desesperadamente hacerle más preguntas a Walter, pero Fitz insistió con galantería en acompañarlas afuera a ella y a tía Herm, a causa del gentío. En Parliament Square, Fitz ayudó a ambas mujeres a subir al coche. El chófer accionó la manivela automática, el motor emitió un rugido y el vehículo se alejó deslizándose suavemente por la calzada; Fitz y Walter se quedaron en la acera, con la multitud de espectadores esperando a escuchar su destino.

Maud quería ser la esposa de Walter, era de lo único de lo que estaba segura. Se aferró a ese pensamiento mientras un sinnúmero de preguntas y especulaciones se agolpaban en su cerebro. ¿Debía seguir el plan de Walter o era mejor esperar? Si accedía a casarse con él al día siguiente, ¿a quién se lo diría? ¿Adónde irían después de la ceremonia? ¿Vivirían juntos? Y si así era, ¿dónde?

Esa noche, antes de la cena, su doncella le trajo un sobre en una bandeja de plata. Contenía una sola hoja de papel color crema con la letra precisa e impoluta de Walter en tinta azul.

Seis en punto de la tarde

Amada mía:

Mañana a las tres y media te estaré esperando en un coche al otro lado de la calle, frente a la casa de Fitz. Llevaré conmigo los dos testigos pertinentes. Tenemos cita en el registro a las cuatro en punto. He reservado una suite en el hotel Hyde. Yo ya he dejado allí mi equipaje, para que podamos subir a nuestra habitación directamente sin necesidad de demorarnos en la recepción. Seremos el señor y la señora Woolridge. Lleva un velo.

Te quiero, Maud.

Tu prometido,

W.

Con mano temblorosa, dejó la hoja de papel en la superficie de madera de caoba de su tocador. Sintió que se le había acelerado el pulso. Se quedó mirando el papel pintado de las paredes y trató de serenarse para pensar con claridad.

Walter había escogido bien la hora, porque a las tres y media de la tarde era un buen momento para que Maud pudiese salir de la casa sin que nadie reparara en ello. Su tía Herm echaba la siesta después de comer y Fitz estaría en la Cámara de los Lores.

Fitz no debía sospechar nada, porque intentaría detenerla. Podía encerrarla en su cuarto, sencillamente, y podía llegar incluso a hacer que la internasen en un manicomio. Cualquier hombre adinerado de clase alta podía lograr que encerrasen a una mujer de su familia sin demasiada dificultad, lo único que Fitz tendría que hacer sería encontrar dos médicos dispuestos a convenir con él que debía de estar loca para querer casarse con un alemán.

No se lo diría absolutamente a nadie.

El nombre falso y el velo indicaban que Walter quería que fuese una boda secreta. El Hyde era un hotel discreto de Knightsbridge, donde no era muy probable que se tropezasen con algún conocido. Sintió un escalofrío de emoción al pensar que iba a pasar la noche con Walter.

Pero ¿qué harían al día siguiente? Una boda no podía mantenerse en secreto toda la vida. Walter se marcharía de Gran Bretaña al cabo de dos o tres días. ¿Iría ella con él? Temía arruinar su carrera. ¿Cómo le creerían capaz de luchar por su país si estaba casado con una inglesa? Y si realmente iba al frente, se iría lejos de su casa, y entonces, ¿qué sentido tenía que ella lo acompañara a Alemania?

Pese a todas las incógnitas, sentía una ilusión y un entusiasmo desbordantes. – La señora Woolridge – dijo, sola en el dormitorio, y se abrazó las rodillas, radiante de felicidad.

Capítulo 11

4 de agosto de 1914

Al amanecer, Maud se levantó y se sentó a su tocador para escribir una carta. Tenía una pila del papel azul de Fitz en el cajón, y cada día le llenaban el tintero de plata. «Cariño mío», empezó a escribir, pero entonces se detuvo a pensar.

Vio su reflejo en el óvalo del espejo. Llevaba el pelo alborotado y el camisón arrugado. Tenía la frente surcada de arrugas y un gesto triste. Se quitó un trocito de verdura verde de entre los dientes. «Si pudiera verme ahora – pensó -, a lo mejor no querría casarse conmigo.» Entonces se dio cuenta de que, si seguía adelante con su plan, así sería exactamente como la vería al día siguiente por la mañana. Era un pensamiento extraño, que le suscitaba miedo y emoción al mismo tiempo.

Escribió:

Sí, con todo mi corazón, deseo casarme contigo. Pero ¿qué plan tienes? ¿Dónde viviremos?

Había pasado la mitad de la noche pensando en ello. Los obstáculos parecían insalvables.

Si te quedas en Gran Bretaña, te encerrarán en un campo de prisioneros. Si nos vamos a Alemania, jamás te veré porque estarás lejos de casa, con el ejército.

Además, sus familias podían suponer más problemas que las autoridades.