¿Cuándo les hablaremos de la boda a nuestros familiares? No con antelación, por favor, porque Fitz encontrará la forma de detenernos. Incluso después tendremos dificultades con él y con tu padre. Dime qué piensas.
Te quiero muchísimo.
Selló el sobre y escribió la dirección del apartamento de Walter, que quedaba a unos cuatrocientos metros de allí. Tocó la campanilla y, unos minutos después, su doncella llamó a la puerta. Sanderson era una muchacha regordeta y con una sonrisa enorme.
– Si el señor Ulrich ha salido, ve a la embajada alemana, que está en Carlton House Terrace – dijo Maud -. De cualquier forma, espera su respuesta. ¿Está claro?
– Sí, milady.
– Y no hace falta que le cuentes a nadie más del servicio lo que vas a hacer.
Una expresión de preocupación tiñó el joven rostro de Sanderson. Muchas doncellas participaban en las intrigas de sus señoras, pero Maud nunca había tenido amoríos secretos, y Sanderson no estaba acostumbrada al engaño.
– ¿Qué digo cuando el señor Grout me pregunte a dónde voy?
Maud lo pensó un momento.
– Dile que tienes que comprarme ciertos artículos femeninos. – El bochorno pondría freno a la curiosidad de Grout.
– Sí, milady.
Sanderson salió de la habitación y Maud se vistió.
No estaba segura de cómo iba a mantener una apariencia de normalidad delante de su familia. Puede que Fitz no percibiera su estado de ánimo – los hombres rara vez eran capaces de hacerlo -, pero tía Herm no era ajena por completo a cuanto la rodeaba.
Bajó a la hora del desayuno, aunque estaba demasiado nerviosa para tener hambre. Tía Herm estaba dando buena cuenta de un arenque ahumado, y a Maud el olor le revolvió un poco el estómago. Dio unos sorbitos de café.
Fitz apareció un minuto después. Se sirvió un arenque del aparador y abrió The Times. «¿Qué hago yo normalmente? – se preguntó Maud -. Hablo de política, así que eso es lo que debo hacer ahora.»
– ¿Pasó algo anoche? – dijo.
– Vi a Winston después de la reunión del gabinete – contestó Fitz -. Vamos a pedirle al gobierno alemán que retire su ultimátum a Bélgica. – Imprimió un énfasis desdeñoso a la palabra «pedirle».
Maud no se atrevió a sentir esperanza.
– ¿Significa eso que no hemos dejado por completo de trabajar por la paz?
– Como si lo hubiéramos hecho – repuso él con desprecio -. No sé qué se traerán entre manos los alemanes, pero no parece probable que cambien de opinión por recibir una petición educada.
– A veces hay que agarrarse a un clavo ardiendo.
– No nos estamos agarrando a ningún clavo ardiendo. Estamos siguiendo el ritual preliminar a una declaración de guerra.
Maud, consternada, pensó que su hermano tenía razón. Todos los gobiernos querrían decir que ellos no habían deseado la guerra, pero que se habían visto obligados a entrar en ella. Fitz no daba muestras de que hubiera peligro alguno para él mismo, en ningún momento había dado a entender que esas escaramuzas diplomáticas pudieran resultar en una herida mortal para él. Maud deseaba protegerlo y, al mismo tiempo, tenía ganas de estrangularlo por su necia obstinación.
Para distraerse, hojeó un poco el Manchester Guardian. Contenía un anuncio a toda plana publicado por la Liga de la Neutralidad con la siguiente consigna: «Británicos, cumplid con vuestro deber y no permitáis que vuestro país entre en una guerra infame y estúpida». A Maud le gustó saber que todavía quedaba gente que pensaba igual que ella, aunque no tuvieran posibilidad alguna de prevalecer.
Sanderson llegó con un sobre en una bandejita de plata. Sobresaltada, Maud reconoció la letra de Walter. Sintió terror. ¿En qué estaba pensando la doncella? ¿Acaso no se daba cuenta de que, si la nota original debía mantenerse en secreto, la respuesta debía ser tratada de la misma forma?
No podía leer la nota de Walter delante de Fitz. Con el corazón acelerado, la cogió fingiendo despreocupación, la dejó caer junto a su plato y después le pidió a Grout un poco más de café.
Se puso a mirar su periódico para ocultar el pánico. Fitz no le censuraba el correo, pero, como cabeza de familia, tenía derecho a leer toda carta dirigida a cualquier mujer emparentada con él que viviera en su casa. Ninguna dama respetable pondría objeciones a eso.
Tenía que acabarse el desayuno lo más deprisa posible y llevarse el sobre de allí sin abrir. Intentó comer un pedazo de tostada y tuvo que esforzarse para hacer pasar las migas por su garganta seca.
Fitz apartó la vista de The Times.
– ¿Es que no piensas leer tu carta? – preguntó. Y luego, para horror de Maud, añadió -: Parece que sea la letra de Von Ulrich.
No tenía alternativa. Rasgó el sobre con un cuchillo de la mantequilla limpio e intentó que su cara mostrara una expresión neutra.
Nueve de la mañana
Amor mío:
A todos los de la embajada nos han dicho que hagamos la maleta, paguemos nuestras cuentas y estemos listos para abandonar Gran Bretaña avisados con unas horas de antelación.
Tú y yo no debemos hablarle a nadie de nuestro plan. Después de esta noche regresaré a Alemania y tú te quedarás aquí, viviendo con tu hermano. Todo el mundo coincide en que esta guerra no puede durar más que unas cuantas semanas o, como mucho, unos meses. En cuanto haya terminado, si los dos seguimos vivos, haremos partícipe al mundo de nuestras noticias y comenzaremos una nueva vida juntos.
Y, por si no logramos sobrevivir a la guerra, oh, por favor, disfrutemos de una noche de felicidad como marido y mujer.
Te quiero.
W.
P. D. Alemania ha invadido Bélgica hace una hora.
A Maud le daba vueltas la cabeza. ¡Casados en secreto! Nadie tendría noticia. Los superiores de Walter seguirían confiando en él sin saber que estaba casado con una enemiga; y él podría luchar tal como le exigía su honor, e incluso trabajar en los servicios secretos. Los hombres seguirían cortejando a Maud, creyéndola soltera, pero ella sería capaz de manejar la situación: llevaba años dando calabazas a sus pretendientes. Vivirían separados hasta el final de la guerra, que se produciría al cabo de unos cuantos meses, a más tardar.
Fitz interrumpió el hilo de sus pensamientos.
– ¿Qué dice?
Maud se quedó en blanco. No podía contarle a Fitz nada de eso. ¿Cómo iba a responder a su pregunta? Bajó la mirada hacia la hoja de papel color crema y la recta caligrafía, y sus ojos se toparon con la posdata.
– Dice que Alemania ha invadido Bélgica a las ocho en punto de esta mañana.
Fitz dejó el tenedor.
– Entonces, ya está. – Por una vez, incluso parecía conmocionado.
– ¡Pobre Bélgica, con lo pequeñita que es! Me parece que esos alemanes son unos matones de mucho cuidado – dijo tía Herm. Entonces pareció desconcertada y añadió -: Salvo herr Von Ulrich, desde luego. Él es encantador.
– Adiós a la educada petición del gobierno británico – dijo Fitz.
– Es una locura – replicó Maud, desolada -. Miles de hombres van a morir en un conflicto que nadie desea.
– Creía que apoyarías la guerra – dijo Fitz, con ganas de discutir -. A fin de cuentas, estaremos defendiendo a Francia, que es la única democracia auténtica que hay en Europa, aparte de nosotros. Y nuestros enemigos serán Alemania y Austria, cuyos parlamentos electos carecen prácticamente de poder.
– Pero nuestro aliado será Rusia – adujo Maud con amargura -. Así que estaremos luchando para preservar también la monarquía más brutal y retrógrada de Europa.