– ¿Tienen anillo? – preguntó el secretario.
Maud ni siquiera había pensado en ello; pero Walter sí. Sacó una sencilla alianza de oro del bolsillo de su chaleco, le tomó la mano y la deslizó en su dedo. Debía de haber escogido el tamaño a ojo, pero casi había acertado, quizá era solo una o dos tallas mayor. Puesto que su matrimonio tenía que ser secreto, Maud no se la pondría durante una buena temporada después de ese día.
– Yo los declaro marido y mujer – dijo el secretario -. Puede besar a la novia.
Walter la besó en los labios con ternura. Ella le pasó un brazo por la cintura y lo acercó más.
– Te quiero – le susurró.
El secretario dijo:
– Y ahora vamos con el certificado de matrimonio. Quizá quiera usted sentarse… señora Ulrich.
Walter sonrió, Robert soltó una risita y a Ethel se le escapó un pequeño grito de alegría. Maud supuso que al secretario le gustaba ser la primera persona que llamaba a la novia por su nombre de casada. Todos tomaron asiento, y el asistente del secretario empezó a cumplimentar el certificado. Walter hizo constar la ocupación de su padre como oficial del ejército y su lugar de nacimiento como Danzig. Maud consignó a su padre como George Fitzherbert, granjero – lo cierto es que sí había un pequeño rebaño de ovejas en Ty Gwyn, de modo que la descripción no era del todo falsa -, y Londres como su ciudad natal. Robert y Ethel firmaron como testigos.
De repente ya habían terminado y estaban saliendo de la sala y cruzando el vestíbulo… donde otra hermosa novia esperaba con un novio nervioso para contraer un compromiso de por vida. Mientras bajaban los escalones agarrados del brazo hacia el coche que estaba aparcado en la acera, Ethel lanzó un puñado de confeti sobre ellos. Entre los curiosos, Maud se fijó en una mujer de clase media y de su misma edad que iba cargada con un paquete de una tienda. La mujer miró a Walter muy fijamente, después volvió su mirada hacia Maud, y lo que esta vio en sus ojos fue envidia. «Sí – pensó -, soy una chica con mucha suerte.»
Walter y Maud se sentaron en el asiento de atrás del coche, y Robert y Ethel fueron delante. Mientras arrancaban, Walter le tomó la mano y se la besó. Se miraron a los ojos y se echaron a reír. Maud había visto a otras parejas hacer eso, y siempre había pensado que era una reacción estúpida y almibarada, pero de pronto le parecía la cosa más natural del mundo.
Al cabo de unos minutos llegaron al hotel Hyde. Maud se bajó el velo. Walter la tomó del brazo y juntos cruzaron el vestíbulo en dirección a la escalera.
– Yo pediré el champán – anunció Robert.
Walter había reservado la mejor suite y la había llenado de flores. Debía de haber un centenar de rosas de color coral. A Maud se le saltaron las lágrimas, y Ethel ahogó una exclamación de asombro. Había un enorme frutero en un aparador, y una caja de bombones. El resplandeciente sol de la tarde entraba por los grandes ventanales y caía sobre las mesas y los sofás tapizados con alegres tejidos.
– ¡Pongámonos cómodos! – exclamó Walter con jovialidad.
Mientras Maud y Ethel inspeccionaban la suite, llegó Robert, seguido de un camarero que llevaba el champán y las copas en una bandeja. Walter descorchó la botella y sirvió. Cuando todos tuvieron la copa llena, Robert dijo:
– Quisiera proponer un brindis. – Se aclaró la garganta, y Maud, divertida, se dio cuenta de que iba a dar un discurso.
– Mi primo Walter es un hombre poco corriente. Siempre ha parecido mayor que yo, aunque de hecho somos de la misma edad. Cuando estudiábamos juntos en Viena, nunca se emborrachaba. Si salíamos en grupo por la noche a frecuentar ciertos establecimientos de la ciudad, él se quedaba en casa a estudiar. Pensé entonces que quizá fuera la clase de hombre al que no le gustan las mujeres. – Robert sonrió con ironía -. Lo cierto es que era yo quien era así… pero esa es otra historia, como dicen los ingleses. Walter ama a su familia, ama su trabajo y ama Alemania, pero nunca había amado a una mujer… hasta ahora. Ha cambiado. – Esbozó una sonrisa picarona -. Se compra corbatas nuevas. Me hace preguntas: cuándo se besa a una chica, si los hombres deben ponerse colonia, qué colores le favorecen… como si yo supiera algo de lo que les gusta a las mujeres. Y… lo más terrible de todo, a mi modo de ver… – Robert hizo una pausa teatral -. ¡Toca ragtime!
Todos rieron. Robert alzó la copa.
– Brindemos por la mujer que ha provocado todos esos cambios: ¡la novia!
Bebieron, y entonces, para sorpresa de Maud, Ethel tomó la palabra.
– Es cosa mía proponer el brindis por el novio – dijo, como si llevara toda la vida dando discursos.
¿De dónde había sacado esa seguridad una criada de Gales? Entonces Maud recordó que su padre era predicador y activista político, así que la muchacha había tenido un ejemplo que seguir.
– Lady Maud es diferente a todas las demás mujeres de su clase que haya conocido – empezó a decir Ethel -. Cuando llegué a Ty Gwyn para trabajar de doncella, ella fue el único miembro de la familia que se fijó en mí. Aquí, en Londres, cuando una joven soltera tiene un hijo, las damas más respetables mascullan con descontento sobre la decadencia moral… pero Maud les ofrece una ayuda práctica de verdad. En el East End de Londres la consideran una santa. Sin embargo, también tiene sus defectos, y son graves.
«¿Y esto a qué viene?», pensó Maud.
– Es demasiado seria para atraer a un hombre normal – siguió diciendo Ethel -. Todos los mejores partidos de Londres se han sentido atraídos hacia ella por su espectacular belleza y su personalidad vivaz, pero solo han hecho que huir espantados por su cerebro y su crudo realismo político. Hace algún tiempo me di cuenta de que haría falta un hombre fuera de lo común para ganarse su corazón. Tendría que ser inteligente, pero abierto de miras; de una moral estricta, pero no ortodoxo; fuerte, pero no dominante. – Ethel sonrió -. Pensé que era imposible. Y entonces, en enero, ese hombre subió por la loma de Aberowen en el taxi de la estación y entró en Ty Gwyn, y la espera llegó a su fin. – Levantó la copa -. ¡Por el novio!
Todos volvieron a beber, y entonces Ethel tomó a Robert del brazo.
– Y ahora ya puede usted llevarme a cenar al Ritz, Robert – dijo.
Walter parecía sorprendido.
– Había supuesto que cenaríamos aquí todos juntos – dijo.
Ethel le dirigió una mirada maliciosa.
– No sea tonto, hombre – repuso, y caminó hasta la puerta, tirando consigo de Robert.
– Buenas noches – dijo este, aunque no eran más que las seis de la tarde. Los dos salieron y cerraron la puerta.
Maud se echó a reír.
– Esa ama de llaves es de lo más inteligente – dijo Walter.
– Me entiende – repuso Maud. Se acercó a la puerta y cerró con llave -. Bueno… – dijo -. Al dormitorio.
– ¿Prefieres desvestirte en privado? – preguntó Walter, que parecía preocupado.
– La verdad es que no – contestó Maud -. ¿Quieres mirar?
Él tragó saliva y, cuando habló, la voz le salió algo ronca.
– Sí, por favor – dijo -. Me gustaría. – Le abrió la puerta del dormitorio y ella pasó dentro.
A pesar de su exhibición de osadía, estaba nerviosa y se sentó en el borde de la cama para descalzarse. Nadie la había visto desnuda desde que tenía ocho años. No sabía si su cuerpo era hermoso, porque nunca había visto el de nadie más. Comparada con los desnudos de los museos, tenía unos pechos pequeños y las caderas anchas. Y entre las piernas le crecía un vello que nunca salía en las pinturas. ¿Pensaría Walter que su cuerpo era feo?
Él se quitó la chaqueta y el chaleco y los colgó con naturalidad. Maud supuso que algún día se acostumbrarían a eso. Todo el mundo lo hacía continuamente. Pero de momento era extraño, en cierto modo, y más intimidante que excitante.