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Se bajó las medias y se quitó el sombrero. No le quedaba nada más que fuera superfluo. El siguiente paso era el grande. Se puso de pie.

Walter dejó de desatarse la corbata.

Deprisa, Maud se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. Después se deshizo de la enagua y se quitó la blusa con encaje por la cabeza. Se quedó de pie delante de él en ropa interior y observó su rostro.

– Eres preciosa – dijo Walter casi en un susurro.

Maud sonrió. Siempre acertaba con sus palabras.

La estrechó entre sus brazos y la besó. Maud empezó a sentirse menos nerviosa, casi relajada. Disfrutó del roce de su boca sobre la de ella, sus suaves labios y el cosquilleo de su bigote. Le acarició las mejillas, le apretó el lóbulo de la oreja con los dedos y pasó la mano por la columna de su cuello, sintiéndolo todo con una intensidad suprema, pensando: «Ahora todo esto es mío».

– Tumbémonos – dijo Walter.

– No. Todavía no. – Se apartó de él -. Espera. – Se quitó la camisola y mostró que llevaba uno de esos sostenes modernos. Se llevó las manos a la espalda, desabrochó el cierre y lo dejó caer al suelo. Lo miró en actitud desafiante, retándolo a que no le gustaran sus pechos.

– Son preciosos… ¿Puedo besarlos? – dijo él

– Puedes hacer todo lo que quieras – contestó ella, que se sentía deliciosamente descocada.

Él inclinó la cabeza hacia sus pechos y besó primero uno, luego el otro, dejando que sus labios rozaran delicadamente los pezones, que de repente se irguieron, como si el aire se hubiera vuelto frío. Maud sintió el súbito impulso de hacerle lo mismo a él, y se preguntó si le parecería extraño.

Walter le habría besado los pechos toda la eternidad. Ella lo apartó con delicadeza.

– Quítate el resto de la ropa – le dijo -. Deprisa.

Él se quitó los zapatos, los calcetines, la corbata, la camisa, la camiseta y los pantalones; entonces vaciló un instante.

– Me da vergüenza – repuso, riendo -. No sé por qué.

– Yo primero – dijo Maud.

Desanudó el cordón de sus calzones y se los quitó. Cuando levantó la mirada, también él estaba desnudo, y vio con asombro que su pene sobresalía erecto de entre la mata de pelo de la entrepierna. Se acordó de cuando lo había asido por entre su ropa en la ópera, y entonces deseó tocarlo otra vez.

– ¿Podemos tumbarnos ya? – dijo Walter.

Fue una petición tan educada que Maud se echó a reír. Una expresión de dolor asomó al rostro del hombre, y ella enseguida quiso disculparse.

– Te quiero – le dijo, y la expresión de él se relajó -. Por favor, tumbémonos. – Estaba tan excitada que se sentía a punto de explotar.

Al principio se quedaron echados uno junto al otro, besándose y tocándose.

– Te quiero – volvió a decir Maud -. ¿Cuánto tardarás en aburrirte de que te lo diga?

– Nunca – contestó él con gallardía.

Maud lo creyó.

Al cabo de un rato, Walter preguntó:

– ¿Ahora?

Y ella asintió con la cabeza.

Separó las piernas. Él se tumbó encima de ella, descansando su peso sobre los codos. Maud estaba tensa a causa de la expectación. Cargando todo su peso sobre el brazo izquierdo, Walter metió una mano entre los muslos de ella, que sintió cómo sus dedos le abrían los húmedos labios, y luego notó algo más grande. Él empujó, y de repente ella sintió un dolor y gritó.

– ¡Lo siento! – dijo él -. Te he hecho daño. Lo siento muchísimo.

– Espera un momento. – El dolor no era tan terrible. Estaba más sorprendida que otra cosa -. Inténtalo otra vez – dijo -. Pero con más cuidado.

Sintió que la cabeza de su pene volvía a rozarle los labios y supo que no entraría: era demasiado grande, o el agujero era demasiado pequeño, o las dos cosas. Pero le dejó empujar, esperando lo mejor. Le dolía, pero esta vez apretó los dientes y reprimió los gritos. Su estoicismo no servía de nada. Al cabo de unos momentos, Walter se detuvo.

– No entro – dijo.

– ¿Qué sucede? – preguntó ella con tristeza -. Pensaba que esto era algo que ocurría con naturalidad.

– Tampoco yo lo entiendo – dijo Walter -. No tengo experiencia.

– Ni yo, desde luego. – Alargó una mano y le agarró el pene.

Le encantaba sentirlo en su mano, duro pero sedoso. Intentó hacerlo entrar en su cuerpo levantando las caderas para que resultara más fácil, pero al cabo de un momento él se echó atrás.

– ¡Ay! ¡Lo siento! A mí también me duele.

– ¿Crees que la tienes más grande de lo normal? – preguntó, insegura.

– No. Cuando estaba en el ejército vi a muchos hombres desnudos. Algunos la tienen grandísima, y se sienten muy orgullosos, pero yo soy de la media, y de todas formas nunca oí que ni uno solo de ellos se quejara de estas dificultades.

Maud asintió. El único pene que había visto ella era el de Fitz, y, por lo que podía recordar, era más o menos del mismo tamaño que el de Walter.

– A lo mejor soy yo la que lo tiene muy pequeño.

Walter negó con la cabeza.

– Cuando tenía dieciséis años, pasé una temporada en el castillo que posee la familia de Robert en Hungría. Allí había una doncella, Greta, que era muy… vivaracha. No tuvimos relaciones sexuales, pero sí que experimentamos. Yo la tocaba igual que te toqué a ti en la biblioteca de Sussex House. Espero que no te enfades porque te cuente esto.

Ella le besó la barbilla.

– Ni mucho menos.

– Greta no era muy diferente a ti en esa zona.

– Entonces, ¿qué estamos haciendo mal?

Walter suspiró y se retiró de encima de ella. Puso el brazo bajo la cabeza de Maud y la acercó hacia sí para besarle la frente.

– He oído decir que las parejas recién casadas pueden tener dificultades. A veces el hombre está tan nervioso que no consigue una erección. También he oído hablar de hombres que se excitan demasiado y eyaculan aun antes de que tenga lugar la relación. Me parece que debemos ser pacientes, amarnos y esperar a ver qué pasa.

– ¡Pero es que solo tenemos una noche! – Maud se echó a llorar.

Walter le dio unas palmaditas cariñosas.

– Tranquila, tranquila.

Pero no sirvió de nada. Maud se sentía fracasada. «Me creía tan lista – pensó -, escapando de mi hermano y casándome con Walter en secreto, y ahora ha resultado ser todo un desastre.» Estaba decepcionada por ella misma, pero más aún por Walter. ¡Qué horrible para él tener que esperar hasta la edad de veintiocho años para casarse con una mujer que no podía satisfacerlo!

Deseó poder hablar con alguien de eso, con otra mujer, pero… ¿con quién? La idea de comentárselo a tía Herm era ridícula. Había mujeres que compartían secretos con sus doncellas, pero Maud nunca había disfrutado de esa clase de relación con Sanderson. Pensó en Ethel. «Podría hablar con ella», comprendió entonces. Ahora que lo pensaba, era ella quien le había dicho que era normal tener vello entre las piernas. Pero Ethel se había ido con Robert.

Walter se sentó en la cama.

– Pidamos la cena, y quizá también una botella de vino – dijo -. Nos sentaremos juntos como marido y mujer y hablaremos un rato de esto y de aquello. Después, más tarde, lo intentaremos otra vez.

Maud no tenía apetito y no lograba imaginarse charlando «de esto y de aquello», pero tampoco tenía una idea mejor, así que accedió. Abatida, volvió a ponerse la ropa. Walter se vistió deprisa, fue a la habitación contigua y tocó la campanilla para llamar a un camarero. Maud oyó cómo pedía fiambres, pescado ahumado, ensaladas y una botella de vino blanco del Rin.