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Se sentó junto a una ventana abierta y miró a la calle de abajo. Un cartel de anuncio de un periódico decía: ULTIMÁTUM BRITÁNICO A ALEMANIA. Puede que Walter muriera en esa guerra. No quería que muriera virgen.

Walter la llamó cuando llegó la cena, y ella se reunió con él en la otra habitación. El camarero había extendido un mantel blanco y había servido salmón ahumado, lonchas de jamón, lechuga, tomates, pepino y pan blanco en rebanadas. Maud no tenía hambre, pero bebió a sorbitos el vino blanco que le ofreció Walter, y también mordisqueó un poco de salmón para dar muestras de buena voluntad.

Al final sí que hablaron de esto y de aquello. Walter estuvo recordando su infancia, a su madre y su época en Eton. Maud le habló de las fiestas que daban en Ty Gwyn cuando aún vivía su padre. Sus invitados eran los hombres más poderosos del país, y su madre tenía que reorganizar la asignación de habitaciones para que todos ellos pudieran estar cerca de sus amantes.

Al principio, Maud se esforzaba conscientemente por darle conversación, como si fueran dos personas que apenas se conocían; pero no tardaron en relajarse y recuperar su habitual intimidad, y entonces empezó a decir simplemente lo que se le pasaba por la cabeza. El camarero recogió la cena y ellos se trasladaron al sofá, donde siguieron charlando agarrados de la mano. Especularon sobre la vida sexual de otras personas: sus padres, Fitz, Robert, Ethel, incluso la duquesa. A Maud le fascinó saber acerca de hombres como Robert: dónde se encontraban, cómo se reconocían unos a otros y qué hacían. Se besaban igual que un hombre besa a una mujer, le explicó Walter, y hacían lo que ella le había hecho a él en la ópera, y otras cosas… Dijo que no estaba muy seguro de conocer los detalles, pero a ella le dio la impresión de que sí lo sabía, aunque le daba demasiada vergüenza decirlo.

Se sorprendió cuando el reloj de la chimenea tocó la medianoche.

– Vayamos a acostarnos – dijo -. Quiero dormir en tus brazos, aunque las cosas no sucedan tal y como se suponía que debían hacerlo.

– Está bien. – Walter se levantó -. ¿Te importa que antes me ocupe de algo? Hay un teléfono para uso de los clientes en el vestíbulo. Quisiera llamar a la embajada.

– Desde luego.

Walter salió. Maud fue al baño que había al final del pasillo y luego regresó a la suite. Se quitó la ropa y se metió en la cama desnuda. Casi sentía que ya no le importaba lo que ocurriera. Se amaban y estaban juntos, y si eso era todo lo que tenían, sería suficiente.

Walter volvió unos minutos después. Traía una expresión sombría, y Maud supo de inmediato que le habían dado malas noticias.

– Gran Bretaña le ha declarado la guerra a Alemania – dijo él.

– ¡Oh, Walter, lo siento muchísimo!

– La embajada ha recibido el mensaje hace una hora. El joven Nicolson lo ha traído desde el Foreign Office y ha sacado de la cama al príncipe Lichnowsky.

Sabían que era prácticamente seguro que iba a suceder, pero, aun así, la realidad golpeó a Maud como un mazo. También Walter, vio ella entonces, estaba alterado.

Se quitó la ropa con movimientos automáticos, como si llevara años desvistiéndose delante de su mujer.

– Nos vamos mañana – dijo. Se quitó los calzones, y ella vio que su pene en estado normal era pequeño y arrugado -. Tengo que estar en la estación de Liverpool Street con la maleta hecha a las diez en punto. – Apagó la luz eléctrica y se metió en la cama con ella.

Se quedaron tumbados uno junto al otro, sin tocarse, y durante unos horribles instantes Maud pensó que se quedaría dormido así; entonces Walter se volvió hacia ella, la abrazó y le dio un beso en la boca. A pesar de todo, ella se sentía embriagada de deseo por él; de hecho, era casi como si sus problemas le hubieran hecho amarlo con más intensidad y más desesperación. Maud sintió cómo su pene crecía y se endurecía contra su suave barriga. Un momento después, se puso sobre ella. Igual que antes, se inclinó sobre el brazo izquierdo y la tocó con la mano derecha. Igual que antes, Maud sintió su pene erecto que intentaba abrirse paso entre sus labios. Igual que antes, le dolió… pero solo un momento. Esta vez se deslizó dentro de ella.

Se produjo un momento más de resistencia, y entonces perdió la virginidad; de repente, él había entrado hasta el fondo y quedaron unidos en el abrazo más antiguo del mundo.

– Oh, gracias al cielo – dijo Maud.

Después, el alivio dio paso al placer, y empezó a moverse con él a un ritmo feliz. Y así, por fin, hicieron el amor.

SEGUNDA PARTE. La guerra de los gigantes

Capítulo 12

Agosto de 1914

Katerina estaba angustiada. Cuando los carteles que anunciaban la movilización de las tropas empapelaron San Petersburgo, se quedó llorando sentada en la habitación de Grigori, peinándose su larga y rubia melena con los dedos, como si estuviera loca, y repitiendo: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».

Al verla, Grigori sintió ganas de estrecharla entre sus brazos, besar sus lágrimas hasta enjugarlas y prometerle que jamás la abandonaría. Sin embargo, no podía prometerle tal cosa y, además, ella estaba enamorada de su hermano, no de él.

Grigori había hecho el servicio militar y, por tanto, era reservista; en teoría, un soldado listo para entrar en combate. De hecho, gran parte de su instrucción había consistido en practicar la marcha y la construcción de carreteras. No obstante, creía que iba a estar entre los primeros llamados a filas.

Aquello lo hacía sentirse furioso. La guerra era algo tan estúpido y descabellado como todo lo que hacía el zar Nicolás. Se había cometido un asesinato en Bosnia, y un mes después, ¡Rusia estaba en guerra con Alemania! Miles de trabajadores y campesinos perderían la vida en ambos bandos, y no se lograría nada. Para Grigori y para todos sus conocidos, aquella era la prueba de que la nobleza rusa era demasiado idiota para gobernar.

Incluso en el caso de que Grigori sobreviviera, la guerra daría al traste con sus planes. Estaba ahorrando para comprar otro pasaje a América. Con su salario de la fábrica Putílov podría lograrlo en dos o tres años, pero con la paga del ejército tardaría una eternidad. ¿Cuántos años más tendría que sufrir las injusticias y la brutalidad del gobierno zarista?

Estaba incluso más preocupado por Katerina. ¿Qué haría ella si él tenía que ir a la guerra? Compartía habitación con otras tres chicas en el edificio y trabajaba en la fábrica Putílov, embalando cartuchos de fusil en cajas de cartón. Pero tendría que dejar de trabajar cuando naciera el niño, al menos durante un tiempo. Sin Grigori, ¿de qué vivirían el bebé y ella? Se vería en una situación desesperada, y él sabía lo que hacían las chicas de pueblo en San Petersburgo cuando estaban necesitadas de dinero. No quisiera Dios que Katerina vendiera su cuerpo en las calles.

No obstante, no lo llamaron a filas el primer día, ni la primera semana. Según los periódicos, el último día del mes de julio se había movilizado a dos millones y medio de reservistas, pero no era más que una patraña. Era imposible reunir a tantos hombres, repartirles los uniformes y distribuirlos en los trenes con destino al frente de batalla en un solo día o, para el caso, en un mes. Fueron llamándolos en grupos, a algunos antes y a otros después.

A medida que transcurrían los primeros y calurosos días de agosto, Grigori empezó a pensar que debería haberse marchado. Era una posibilidad tentadora. El ejército era una de las instituciones peor gestionadas en un país totalmente desorganizado, y seguramente habría miles de hombres cuya ausencia sería pasada por alto debido a una profunda incompetencia.