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Katerina había tomado la costumbre de entrar en la habitación de Grigori a primera hora de la mañana, mientras él estaba preparando el desayuno. Era el mejor momento del día. A esas horas, Grigori ya estaba aseado y vestido, aunque ella se presentaba bostezando, con la combinación con la que dormía y el pelo alborotado, lo que le daba un aire encantador. La prenda le quedaba pequeña porque había aumentado unos kilos. Grigori calculó que debía de estar de unos cuatro meses o cuatro y medio de embarazo. Le habían crecido los senos, se le habían ensanchado las caderas y tenía en el vientre un bulto pequeño, aunque vistoso. Su voluptuosidad era una tortura deliciosa. Grigori intentaba no mirarle el cuerpo.

Una mañana, ella entró mientras él estaba preparando dos huevos revueltos en una sartén que tenía al fuego. Grigori ya no se limitaba a las gachas de avena para el desayuno: el futuro bebé de su hermano necesitaba alimentarse en condiciones para crecer fuerte y sano. La mayoría de los días, Grigori conseguía algún alimento nutritivo para compartir con Katerina: jamón, arenques, o el plato favorito de ella, salchichas.

La futura madre siempre tenía hambre. Se sentaba a la mesa, se cortaba una gruesa rebanada de pan negro y empezaba a comer, demasiado impaciente para esperar a nadie.

– Cuando un soldado muere, ¿quién recibe las pagas que no ha cobrado? – preguntó con la boca llena.

Grigori recordó que había dado el nombre y dirección de su pariente más cercano.

– En mi caso, Lev – respondió.

– Me gustaría saber si ya está en Estados Unidos.

– Ya tiene que estar allí. No se tardan ocho semanas en llegar.

– Espero que haya encontrado trabajo.

– No tienes que preocuparte. Estará perfectamente. Es un chico que cae bien a todo el mundo.

Grigori sintió una punzada de amargo resentimiento al mencionar a su hermano. Tendría que haber sido Lev el que estuviera allí, en Rusia, cuidando de Katerina y de su futuro hijo y preocupándose por la llamada a filas, mientras Grigori iniciaba la nueva vida que había planeado y para la que había ahorrado. Pero era Lev quien había aprovechado esa oportunidad. Y, a pesar de todo, Katerina se preocupaba por el hombre que la había abandonado, no por el que se había quedado a su lado.

– Estoy segura de que está yéndole bien en Estados Unidos, pero, aun así, me gustaría recibir carta de él – dijo ella.

Grigori ralló un pedazo de queso duro sobre los huevos y añadió la sal. Se preguntó con tristeza si llegarían a tener noticias de allende los mares. Lev jamás había sido un sentimental y bien podría haber decidido desprenderse de su pasado, como un lagarto que se deshace de su vieja piel. Sin embargo, Grigori no lo expresó en voz alta, por respeto a Katerina, quien todavía albergaba la esperanza de que Lev la mandase a buscar.

– ¿Crees que entrarás en combate? – preguntó ella.

– No si puedo evitarlo. ¿Por qué luchamos?

– Por Serbia, dicen.

Grigori sirvió los huevos en dos platos y los puso en la mesa.

– Lo que importa es si Serbia quedará bajo la tiranía del emperador austríaco o del zar ruso. Dudo que los serbios tengan alguna preferencia por uno u otro. Sinceramente, creo que les da igual. – Empezó a comer.

– Entonces, que sea el zar.

– Yo lucharía por ti, por Lev, por mí o por tu niño… pero ¿por el zar? Ni hablar.

Katerina se comió los huevos a toda prisa y rebañó el plato con una nueva rebanada de pan.

– ¿Qué nombres de niño te gustan?

– Mi padre se llamaba Serguéi, y su padre era Tijon.

– Me gusta Mijaíl – dijo ella -. Como el arcángel.

– Le gusta a mucha gente. Por eso es un nombre muy común.

– Tal vez debería ponerle Lev. O Grigori incluso.

Grigori se sintió conmovido por el gesto. Se dio cuenta de que le habría encantado tener un sobrino que llevase su nombre. Sin embargo, no quería que ella se sintiera obligada.

– Lev estaría muy bien – comentó.

Sonó la sirena de la fábrica – era un ruido que podía oírse por todo el barrio de Narva -, y Grigori se levantó para marcharse.

– Yo lavaré los platos – dijo Katerina. No entraba a trabajar hasta las siete, una hora más tarde que Grigori.

Ella lo miró, le acercó una mejilla y Grigori la besó. No fue más que un beso breve, y no dejó posados los labios durante mucho tiempo; aun así, él disfrutó de la suave tersura de su piel y del cálido perfume a recién despertada que emanaba su cuello.

Luego se puso el sombrero y salió.

El tiempo estival era cálido y húmedo, pese a ser la primera hora del día. Grigori empezó a sudar a medida que recorría las calles con paso enérgico.

Durante los dos meses que hacía que Lev se había marchado, Grigori y Katerina habían entablado una tensa amistad. Ella confiaba en él y él la cuidaba, pero eso no era lo que querían ni uno ni otro. Grigori quería amor, no amistad. Katerina quería a Lev, no a Grigori. Sin embargo, Grigori se sentía realizado hasta cierto punto gracias al empeño que ponía en asegurarse de que ella se alimentara en condiciones. Era la única forma que tenía de expresar su amor. Difícilmente podía ser una situación sostenible durante mucho tiempo, aunque, en ese preciso instante, era complicado hacer planes a largo plazo. Él seguía pensando en huir de Rusia y dar con la forma de llegar a la tierra prometida: Estados Unidos.

A la entrada de la fábrica habían pegado nuevos carteles anunciando la movilización de tropas, y los hombres se amontonaban para leerlos; los analfabetos pedían a sus compañeros que se los leyeran en voz alta. Grigori se quedó junto a Isaak, el capitán de fútbol. Tenían la misma edad y habían coincidido como reservistas. Grigori echó un vistazo rápido al aviso en busca del nombre de su unidad.

Ese día sí que figuraba en el cartel.

Lo miró para cerciorarse, pero no cabía duda: regimiento de Narva.

Consultó la lista de nombres y encontró el suyo.

En realidad no lo había imaginado como una posibilidad real. Pero había estado engañándose a sí mismo. Tenía veinticinco años, estaba en forma y era fuerte, era perfecto como soldado. Por supuesto que iba a ir a la guerra.

¿Qué ocurriría con Katerina? ¿Y con su bebé?

Isaak blasfemó en voz alta. Su nombre también constaba en la lista.

Alguien que estaba detrás de ellos dijo:

– No tenéis de qué preocuparos.

Se volvieron y vieron la alargada y delgada silueta de Kanin, el afable supervisor de la sección de fundición, un ingeniero de treinta y tantos.

– ¿Que no tenemos que preocuparnos? – preguntó Grigori con escepticismo -. Katerina va a tener al hijo de Lev y no queda nadie que la cuide. ¿Qué voy a hacer?

– He ido a ver al encargado de la movilización de este barrio – anunció Kanin -. Me ha prometido la excedencia para cualquiera de mis trabajadores. Solo tendrán que ir los alborotadores.

A Grigori volvió a llenársele el corazón de esperanza. Parecía demasiado bueno para ser cierto.

– ¿Qué tenemos que hacer? – preguntó Isaak.

– Basta con que no vayáis a los barracones. Eso es todo. Ya está arreglado.

Isaak tenía un carácter agresivo – sin duda, eso era lo que lo convertía en un buen deportista – y no quedó satisfecho con la respuesta de Kanin.

– ¿Arreglado cómo? – exigió saber.

– El ejército entrega a la policía una lista de los hombres que no se presentan a filas, y la policía tiene que marcarlos con un círculo. Sencillamente, vuestro nombre no estará en la lista.

Isaak emitió un gruñido de disgusto. A Grigori tampoco le gustaban aquellos arreglillos que no acababan de ser oficiales – quedaban demasiados cabos sueltos que podían terminar dando problemas -, aunque las negociaciones con el gobierno siempre eran así. Kanin o bien había sobornado a algún oficial o había hecho algún tipo de favor. No tenía sentido reaccionar con grosería ante aquel gesto.