– Eso es fantástico – dijo Grigori a Kanin -. Gracias.
– A mí no me lo agradezcas – respondió Kanin con amabilidad -. Lo he hecho por mí… y por Rusia. Necesitamos hombres cualificados para construir trenes, no para parar las balas alemanas… eso puede hacerlo cualquier campesino analfabeto. El gobierno aún no lo ha pensado, pero ya se les ocurrirá y entonces me lo agradecerán.
Grigori e Isaak atravesaron las puertas de la fábrica.
– Será mejor que confiemos en él – dijo Grigori -. ¿Qué podemos perder? – Se colocaron en la cola para fichar echando en una caja una pieza cuadrada y metálica con un número -. Son buenas noticias – concluyó.
Isaak no estaba convencido.
– Ojalá estuviera más seguro – respondió.
Se dirigieron hacia el taller de fabricación de ruedas. Grigori apartó a un lado las preocupaciones y se preparó para la jornada laboral. La planta Putílov estaba fabricando más trenes que nunca. El ejército debía de calcular que las locomotoras y los vagones quedarían destruidos por los bombardeos y que, por tanto, necesitarían recambios en cuanto empezase la contienda. El grupo de Grigori trabajaba bajo la presión de producir ruedas a mayor velocidad.
Empezó a arremangarse al entrar al taller. Se trataba de un cobertizo de dimensiones reducidas y la caldera lo calentaba en invierno, pero, en pleno verano, era un verdadero horno. El metal chirriaba y tañía mientras los tornos le daban forma y lo pulían.
Grigori vio a Konstantín de pie junto a su torno; la postura de su amigo le hizo fruncir el ceño. La cara del operario anunciaba problemas: algo iba mal. Isaak también se dio cuenta. Reaccionó antes que Grigori, se detuvo, lo agarró por el brazo y le dijo:
– ¿Qué…?
No terminó la pregunta.
Una silueta ataviada con un uniforme negro y verde apareció por detrás de la caldera y golpeó a Grigori en la cara con un mazo.
Él intentó esquivar el golpe, pero reaccionó con demasiada lentitud y no lo consiguió por un segundo. Aunque se agachó, la cabeza de madera de la herramienta lo golpeó en un pómulo y lo dejó tendido en el suelo. Sintió un dolor atroz en la cabeza y empezó a gritar.
Tardó bastante en recuperar la visión. Al final alzó la vista y vio la fornida figura de Mijaíl Pinski, el capitán de la policía local.
Grigori debería de haberlo imaginado. Se había librado tras aquella pelea en febrero. Los policías jamás olvidan algo así.
También vio a Isaak luchando con el ayudante de Pinski, Ilia Kozlov, y otros dos policías.
Grigori siguió tendido en el suelo. No pensaba devolver el golpe si podía evitarlo. Que Pinski se cobrara su venganza, así quizá quedara satisfecho.
Sin embargo, en cuestión de segundos, tuvo que actuar en contra de aquella decisión.
Pinski levantó el mazo. Como en una imagen que pasó de forma fugaz, Grigori reconoció la herramienta como propia: era la que utilizaba para encajar los moldes en la arena de fundición. En ese momento descendía hacia su cabeza.
Se desplazó rápidamente hacia la derecha, pero Pinski desvió el golpe y la pesada herramienta de madera de roble aterrizó en el hombro izquierdo de Grigori. Bramó de dolor y de rabia. Mientras su atacante recuperaba el equilibrio, él se levantó de un salto. Tenía el brazo izquierdo muerto e inutilizado, pero no le ocurría nada en el derecho, y echó hacia atrás el puño para golpear a Pinski, sin pensar en las consecuencias.
No llegó a dar el golpe. Dos siluetas que no había visto se materializaron a ambos lados de él con sus uniformes negros y verdes; sintió cómo lo agarraban por los brazos y lo sujetaban con firmeza. Intentó zafarse de sus captores, pero no tuvo éxito. A través de un velo de ira vio cómo Pinski echaba el mazo hacia atrás y le golpeaba. El golpe le impactó en el pecho y oyó cómo se le rompían las costillas. El siguiente porrazo fue más bajo y le dio en el vientre. Se convulsionó y vomitó el desayuno. Un nuevo impacto le golpeó en la cabeza. Quedó inconsciente unos instantes y al despertar se encontró colgando en el aire, agarrado por los dos policías. Isaak también estaba atrapado por otros dos.
– ¿Ya estás más tranquilo? – preguntó Pinski.
Grigori escupió sangre. Su cuerpo era una maraña de dolor y no podía pensar con claridad. ¿Qué estaba ocurriendo? Pinski lo odiaba, pero debía de haber ocurrido algo que hubiera actuado como detonante. Y era un atrevimiento por parte del agente de policía el actuar ahí, en medio de la fábrica, rodeado de trabajadores a los que no tenía por qué gustarles la policía. Por algún motivo, su atacante se sentía seguro.
Pinski levantó el mazo y adoptó un gesto reflexivo, como si estuviera planteándose el volver o no a golpearle. Grigori se dispuso a recibir el mazazo y a combatir la tentación de suplicar piedad. Entonces Pinski preguntó:
– ¿Cómo te llamas?
Grigori intentó hablar. Al principio no le salía más que sangre de la boca. Pero al final consiguió decir:
– Grigori Serguéievich Peshkov.
Pinski volvió a golpearle en el estómago. Grigori gruñó y vomitó sangre.
– Mentiroso – dijo Pinski -. ¿Cómo te llamas? – Volvió a levantar el mazo.
Konstantín se apartó de su torno y dio un paso al frente.
– Agente, ¡este hombre es Grigori Peshkov! – protestó -. ¡Todos lo conocemos desde hace años!
– ¡No me mientas! – advirtió Pinski, que levantó el mazo -. O tú también probarás esto.
La madre de Konstantín, Varia, intervino.
– No es mentira, Mijaíl Mijaílovich – dijo. El hecho de que hubiera utilizado el patronímico indicaba que conocía a Pinski -. Es quien dice ser. – Se quedó con los brazos cruzados sobre su generoso busto como si desafiara al policía a que pusiera en duda su palabra.
– Entonces explica esto – dijo Pinski, y se sacó del bolsillo una hoja -. Grigori Serguéievich Peshkov salió de San Petersburgo hace dos meses a bordo del Ángel Gabriel.
Kanin, el supervisor, apareció y dijo:
– ¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué no hay nadie trabajando?
Pinski señaló a Grigori.
– Este hombre es Lev Peshkov, el hermano de Grigori, ¡buscado por el asesinato de un agente de policía!
Todos empezaron a gritar a coro. Kanin levantó una mano para silenciarlos y dijo:
– Agente, conozco a Grigori y a Lev Peshkov, y durante años los he visto a ambos casi a diario. Se parecen, como suele ocurrir entre hermanos, pero puedo asegurarle que este es Grigori. Y usted está obstaculizando el trabajo de esta sección.
– Si este es Grigori – soltó Pinski como si estuviera sacándose un as de la manga – ¿quién embarcó en el Ángel Gabriel?
En cuanto formuló la pregunta, la respuesta resultó evidente. Pasados unos minutos, Pinski también cayó en la cuenta y quedó como un idiota.
– Me robaron el pasaporte y el billete – dijo Grigori.
El agente de policía empezó a ponerse bravucón.
– ¿Por qué no denunciaste el robo a la policía?
– ¿Y para qué? Lev había salido del país. No pueden obligarlo a regresar, ni tampoco recuperar mis posesiones.
– Eso te convierte en cómplice de la fuga.
Kanin intervino de nuevo.
– Capitán Pinski, ha empezado acusando a este hombre de asesinato. Quizá ese fuera un buen motivo para detener la producción de ruedas. Pero luego ha reconocido que estaba equivocado y ahora lo único de lo que le acusa es de no haber informado del robo de unos papeles. Mientras tanto, su país está en guerra y usted está retrasando la fabricación de locomotoras que el ejército ruso necesita desesperadamente. A menos que desee que su nombre salga mencionado en el próximo informe remitido al alto mando militar, le sugiero que ponga fin a sus asuntos aquí lo antes posible.