Katerina no fue tan reservada, y todas las chicas del edificio estaban en la ceremonia, así como varios trabajadores de la fábrica Putílov.
Después de la ceremonia, se celebró una fiesta en el inmueble, en el dormitorio de las chicas, con cerveza, vodka y un violinista que tocaba melodías populares que todos conocían. Cuando los invitados empezaron a estar borrachos, Grigori se escapó a su habitación. Se quitó las botas y se tumbó en la cama con los pantalones y la camisa del uniforme puestos. Apagó la llama de la vela de un soplido, pero seguía viendo gracias a las luces de la calle. Todavía estaba dolorido por la paliza de Pinski: el brazo izquierdo le dolía cada vez que intentaba usarlo y las costillas rotas se le clavaban como un puñal cada vez que se volvía sobre la cama.
Al día siguiente estaría embarcado en un tren con dirección al oeste. Los disparos empezarían cualquier día a partir de entonces. Estaba asustado: solo un loco no lo estaría. Pero era un tipo inteligente y decidido, e intentaría por todos los medios seguir vivo, que era lo que había hecho desde la muerte de su madre.
Todavía estaba despierto cuando Katerina entró.
– Te has marchado muy pronto de la fiesta – se quejó.
– No quería emborracharme.
Ella se levantó la falda del vestido.
Él se quedó pasmado. Le miró el cuerpo perfilado por la luz de las farolas de la calle: las infinitas curvas de sus muslos y los rizos rubios de su vello púbico. Se sintió excitado y confuso.
– ¿Qué haces? – le preguntó.
– Meterme en la cama, claro.
– Aquí no.
Katerina se quitó los zapatos y les dio una patada.
– Pero ¿qué dices? Estamos casados.
– Solo para que tú puedas recibir las ayudas.
– Aun así, te mereces algo a cambio. – Se tumbó en la cama y lo besó en los labios con el aliento apestando a vodka.
Él no pudo evitar el deseo que le quemaba las entrañas, y se ruborizó de pasión y vergüenza. De todas formas consiguió articular un ahogado «no».
Ella le tomó una mano y se la puso en un seno. Contra su voluntad, Grigori la acarició, y apretujó con suavidad la tersa piel, rebuscando con los dedos el pezón por encima de la tosca tela del vestido.
– ¿Lo ves? – dijo ella -. Lo deseas.
Ese tono de triunfalismo lo exasperó.
– ¡Claro que lo deseo! – replicó -. Te he amado desde el día que te conocí. Pero tú amas a Lev.
– Pero ¡bueno!, ¿por qué estás siempre pensando en Lev?
– Es una costumbre que adquirí cuando él era pequeño e indefenso.
– Bien, pues ahora ya es un hombre adulto y tú, o yo, no le importamos ni dos cópecs. Se llevó tu pasaporte, tu billete y tu dinero y nos dejó solos con el bebé.
Katerina tenía razón, Lev siempre había sido un egoísta.
– Pero uno no quiere a su familia porque sea amable y considerada. Se la quiere porque es la familia.
– ¡Venga ya! ¡Date un gusto! – le espetó ella con irritación -. Mañana te vas al frente. No querrás morir arrepintiéndote de no haberte acostado conmigo cuando pudiste hacerlo.
Grigori se sintió poderosamente tentado. Aunque ella estaba medio borracha, su cuerpo estaba caliente y dispuesto junto a él. ¿Es que no tenía derecho a una noche de placer?
Katerina ascendió por su pierna con una mano y le agarró el pene erecto.
– Vamos, te has casado conmigo, toma aquello que te pertenece.
Grigori pensó que ese era precisamente el problema. Ella no lo amaba. Estaba ofreciéndose como pago a cambio de lo que él había hecho. Eso era prostitución. Grigori se sintió insultado hasta el punto de enfurecer, y el hecho de estar deseando dejarse llevar no hacía más que empeorar esa sensación.
Ella empezó a acariciarle el pene subiendo y bajando la mano. Enfadadísimo y excitado, él la empujó. El empujón fue más fuerte de lo que había pretendido, y Katerina se cayó de la cama.
La chica soltó un grito de sorpresa y de dolor.
Grigori no lo había hecho a propósito, pero estaba demasiado furioso para disculparse.
Durante unos minutos interminables, ella se quedó tendida en el suelo, gimoteando y blasfemando al mismo tiempo. Él resistió la tentación de ayudarla. Ella se levantó a duras penas, tambaleándose por el vodka.
– ¡Eres un cerdo! – exclamó -. ¿Cómo puedes ser tan cruel? Se bajó el vestido y cubrió sus hermosas piernas -. ¡Menuda noche de bodas para una chica! ¡Su marido va y la tira de una patada de la cama!
Grigori se sintió herido por sus palabras, pero se quedó quieto y sin decir nada.
– Jamás creí que pudieras ser tan frío – siguió despotricando ella -. ¡Vete al infierno! ¡Vete al infierno! – Recogió sus zapatos, abrió la puerta de golpe y salió hecha una furia de la habitación.
Grigori se quedó hundido en la miseria. En su último día como civil había discutido con la mujer a la que adoraba. Ahora, si moría en el frente, moriría infeliz. «¡Qué mundo tan miserable – pensó -, qué vida tan estúpida!»
Se dirigió hacia la puerta para cerrarla. Al hacerlo, escuchó a Katerina en la habitación contigua, hablando con alegría forzada.
– A Grigori no se le empina ¡está demasiado borracho! – exclamó -. ¡Servidme más vodka y que siga el baile!
Grigori cerró de un portazo y se dejó caer en la cama.
Logró dormirse, aunque bastante inquieto. A la mañana siguiente se despertó temprano. Se aseó, se puso el uniforme y comió algo de pan.
Cuando asomó la cabeza por el dormitorio de las chicas, las vio profundamente dormidas; el suelo estaba cubierto de botellas y el aire cargado por el olor a humo del tabaco y cerveza derramada. Se quedó mirando durante largo rato a Katerina, que dormía con la boca abierta. Luego salió del edificio, sin saber si volvería a ver a la chica alguna vez, convenciéndose de que no le importaba.
Sin embargo, se sintió animado por la emoción y la confusión de presentarse ante su regimiento, recibir un arma y munición, encontrar el tren correcto y conocer a sus nuevos camaradas. Dejó de pensar en Katerina y se centró en el futuro inmediato.
Embarcó en un tren con Isaak y otros varios cientos de reservistas ataviados con sus guerreras y sus pantalones verdes nuevos. Como todos los demás, llevaba un fusil de fabricación rusa Mosin-Nagant, tan alto como él y equipado con una alargada y puntiaguda bayoneta. El enorme cardenal que le había dejado el mazo, que le cubría casi todo un lado de la cara, hizo que los demás pensaran que se trataba de una especie de matón, y lo trataban con respeto por precaución. El tren abandonó San Petersburgo entre una nube de vapor y avanzó con brío y ritmo constante pasando por campos y bosques.
El sol del ocaso quedaba siempre por delante de la máquina y a su derecha, así que debían de dirigirse al sudoeste, hacia Alemania. A Grigori le pareció algo evidente, aunque cuando lo comentó a sus compañeros, ellos se sorprendieron y se mostraron impresionados: la mayoría ni siquiera sabía en qué dirección quedaba Alemania.
Aquel no era más que el segundo viaje en tren de Grigori y recordaba con toda nitidez el primero. Cuando tenía once años, su madre los había llevado a Lev y a él a San Petersburgo. Habían ahorcado a su padre unos días antes, y la joven cabecita de Grigori estaba llena de miedo y tristeza, aunque, como cualquier niño, le había embargado la emoción por el viaje: el olor a combustible de la poderosa locomotora, las gigantescas ruedas, la camaradería de los campesinos en el vagón de tercera clase y la embriagadora velocidad a la que pasaba el campo. Parte de esa sensación de júbilo volvía a invadirlo en ese momento y no pudo evitar sentir que estaba viviendo una aventura que podía ser a un tiempo emocionante y terrible.