Esta vez, no obstante, viajaba en un vagón para el ganado, en el que iban todos menos los oficiales. El coche transportaba a unos cuarenta hombres: obreros de fábricas con la piel pálida y la mirada astuta procedentes de San Petersburgo; campesinos de largas barbas y pronunciación pausada que lo miraban todo con una asombrada curiosidad; y media docena de judíos de cabello y ojos oscuros.
Uno de los judíos se sentó junto a Grigori y se presentó como David. Según dijo, su padre fabricaba cubos de acero en el patio trasero de su casa y él viajaba de aldea en aldea vendiéndolos. Había muchísimos judíos en el ejército, le explicó, porque era más difícil para ellos que les concedieran la excedencia del servicio militar.
Estaban todos al mando del sargento Gávrik, un militar de carrera que parecía ansioso, que vociferaba las órdenes y usaba un gran número de tacos. Al parecer creía que todos los hombres eran campesinos y los llamaba «enculavacas». Tenía aproximadamente la misma edad que Grigori, era demasiado joven para haber estado en la guerra japonesa de 19041905, y Grigori supuso que, bajo esa apariencia de gallito, había un tipo asustado.
Cada pocas horas, el tren se detenía en una estación de pueblo y los hombres se apeaban. Algunas veces les servían sopa y cerveza, otras, solo agua. Entre parada y parada, permanecían sentados en el vagón. Gávrik se aseguró de que sabían limpiar el fusil y les record los rangos militares y cómo debían dirigirse a los oficiales. A los tenientes y capitanes había que llamarles «señor», pero para hablar con los oficiales de rango superior se requería toda una serie de tratamientos de cortesía cuya máxima expresión era «excelencia» para aquellos que, además, eran miembros de la aristocracia.
Llegado el segundo día, Grigori calculó que debían de encontrarse en el territorio ruso de Polonia.
Preguntó al sargento a qué parte del ejército pertenecían. Grigori sabía que eran el regimiento de Narva, pero nadie les había dicho cuál era exactamente su papel en el esquema general.
– Eso no es asunto tuyo, enculavacas – le respondió Gávrik. Tú limítate a ir a donde te envíen y a hacer lo que te digan.
Grigori supuso que el joven oficial desconocía la respuesta.
Tras un día y medio, el tren se detuvo en una ciudad llamada Ostrolenka. Grigori jamás había oído hablar de ella, pero sí advirtió que allí acababa la vía y supuso que el lugar debía de estar próximo a la frontera con Alemania. Estaban descargando cientos de vagones. Hombres y caballos sudaban y bufaban durante las maniobras de descarga de enormes metralletas de los trenes. Miles de soldados andaban dando vueltas mientras oficiales malhumorados intentaban organizarlos en secciones y compañías. Al mismo tiempo, toneladas de suministros tenían que ser cargados en carromatos tirados por caballos: medias reses, sacos de harina, barriles de cerveza, cajones de munición, embalajes de proyectiles y toneladas de forraje para todos los caballos.
En cierto momento, Grigori vio la detestada cara del príncipe Andréi. Vestía un uniforme espléndido – Grigori no estaba lo bastante familiarizado ni con los galones ni con las insignias como para identificar el regimiento ni el rango – y montaba un alto caballo zaino. A la zaga le iba, caminando, un cabo que portaba una jaula con un canario. «Podría pegarle un tiro ahora mismo – pensó Grigori -, y vengar a mi padre.» Era una idea estúpida, por supuesto, pero acarició el gatillo de su fusil mientras el príncipe y su pájaro enjaulado se confundían entre la multitud.
El ambiente era caluroso y seco. Esa noche, Grigori durmió en el suelo con los demás hombres de su vagón. Se dio cuenta de que formaban un pelotón, y de que estarían juntos en el futuro próximo. A la mañana siguiente conocieron a su oficial, un teniente segundo de juventud desconcertante apellidado Tomchak. Los sacó de Ostrolenka por un camino que llevaba al noroeste.
El teniente segundo Tomchak dijo a Grigori que eran el XIII Cuerpo, que estaban a las órdenes del general Kliuev, y que formaban parte del II Ejército ruso, cuyo comandante era el general Samsonov. Cuando Grigori transmitió esa información a los demás hombres, estos se asustaron, porque el número trece daba mala suerte, y el sargento Gávrik dijo:
– Ya te dije que no era asunto tuyo, Peshkov, maldito marica chupapollas.
No se habían alejado mucho de la ciudad cuando terminó el camino de grava para dar paso a una senda arenosa que atravesaba el bosque. Los carros de avituallamiento quedaron encallados, y los conductores vieron que un solo caballo no podía tirar de un carromato del ejército por la arena. Tuvieron de desenjaezar todas las bestias y enjaezar dos por carromato, y hubo que abandonar a la vera del camino todos los carros que iban a remolque.
Marcharon el día entero y volvieron a dormir bajo las estrellas. Todas las noches, al acostarse, Grigori pensaba: «Un día más y sigo vivo para cuidar de Katerina y del bebé».
Esa noche Tomchak no recibió órdenes, así que se quedaron sentados bajo los árboles hasta la mañana siguiente. Grigori se alegró; le dolían las piernas por la marcha del día anterior y los pies por las botas nuevas. Los campesinos estaban acostumbrados a caminar todo el día y se reían de la debilidad de los soldados de ciudad.
A mediodía un mensajero les llevó órdenes de partir a las ocho de la mañana, cuatro horas antes de lo previsto.
No había provisiones para suministrar agua a los hombres que iniciaban la marcha, así que tendrían que saciar la sed en los pozos o cauces que encontrasen en el camino. Pronto aprendieron a beber hasta hartarse siempre que tenían la ocasión y a mantener la cantimplora reglamentaria llena hasta arriba. Tampoco contaban con medios para cocinar, y la única comida que tenían eran unas galletas secas, elaboradas con harina, agua y sal, a las que llamaban pan duro. Cada pocos kilómetros los reunían a todos para empujar un cañón encallado en algún pantano o banco de arena.
Marchaban hasta que se ponía el sol y volvían a dormir bajo los árboles.
Al mediodía de la tercera jornada salieron de un bosque y encontraron una granja en medio de unos campos de trigo y avena maduros. Era un edificio de dos plantas con un tejado inclinadísimo. En el patio había un cabezal de pozo de cemento y una estructura baja que tenía aspecto de pocilga, salvo por el hecho de que estaba limpia. El lugar parecía el hogar de un acaudalado terrateniente o, quizá, del hijo pequeño de un noble. Estaba cerrado con llave y deshabitado.
Kilómetro y medio más allá, para asombro de todos, el camino atravesaba una aldea con edificaciones similares, todas abandonadas. El descubrimiento empezó a hacer pensar a Grigori que habían cruzado la frontera y se habían adentrado en Alemania, y que aquellas lujosas casas eran los hogares de granjeros alemanes que habían huido, con sus familias y sus cabezas de ganado, escapando de la inminente llegada del ejército ruso. Pero ¿dónde estaban las casuchas de los campesinos pobres? ¿Qué había pasado con las boñigas de los cerdos y las vacas? ¿Por qué no había vaquerizas en ruinas con las paredes llenas de agujeros tapados con tablones y techos plagados de boquetes?
Los soldados estaban exultantes.
– ¡Están huyendo de nosotros! – exclamó un campesino -. Nos tienen miedo, a nosotros, a los rusos. ¡Tomaremos Alemania sin pegar ni un solo tiro!
Grigori sabía, gracias al círculo de debate de Konstantín, que el plan de los alemanes era conquistar primero Francia y luego ocuparse de Rusia. Los alemanes no se habían batido en retirada, estaban escogiendo el mejor momento para luchar. Aun así, habría sido sorprendente que hubieran entregado aquel excelente territorio sin combatir.