La idea de nuestro eventual, pero muy probable encuentro, volvió a restituirme a la situación presente, a este café Cosmopolita donde tantas y tantas veces nos habíamos sentado juntos, aquí, precisamente, en este mismo ángulo, ante este mármol, en otro tiempo, y donde podría aparecer de nuevo en cualquier momento. Sí, en cualquier momento; ahora mismo, ¿por qué no? ¿Por qué la mano que empuja ahora mismo la puerta para abrirse paso no podría ser la suya, apareciendo inmediatamente en el marco de la puerta su cabeza negra, sus ojos recelosos, sus hombros caídos?… El pensar en tal posibilidad aceleró mi pulso; me crispé, apretados los dedos al borde de la mesa, fija la vista en la puerta que cedía, como para incorporarme. Pero no; no era él; era un palurdo, un aldeano que vacilaba, y que pronto eligió asiento tras de una columna… "Lo mismo da -pensé distendido. La posibilidad es lo que importa. No ha sido esta vez, pero será la próxima, o la siguiente; y si no es aquí, hoy, será mañana, en cualquier otro sitio". Ya me lo encontraría en alguna parte, y pronto, aun sin necesidad de buscarlo… Luego traté de imaginarme cómo estaría él, con sus treinta y tantos años; si habría engordado, como yo; en qué se ocuparía. Lo veía hecho un personaje, engreído, moviéndose tal vez en un plano que hiciera poco fácil nuestro casual encuentro.
VIII
El encuentro no se producía. Aquel día pasó, y el siguiente, y otro, y otro; pasó una semana, dos semanas pasaron entre tanto, y ni yo había tropezado con él ni hubo siquiera quién me diese noticias suyas: ¡como si se lo hubiera tragado la tierra! Cierto que mis diligencias se cumplían con suma cautela, y nadie hubiera podido decir que yo andaba buscándolo. En puridad, no lo andaba buscando; pero -esto era seguro- tampoco iba a tener sosiego para ocuparme en cosa alguna mientras ese enojoso encuentro estuviera pendiente; y puesto que el azar, al que yo había desafiado con creciente audacia mostrándome por todas partes, en los más frecuentados sitios públicos, parecía tan remiso, me aventuré por fin a provocarlo, a meterme en la boca del lobo, no sin poner en juego, con todo, discretas y meticulosas precauciones.
Desde el café, para poder cortar la comunicación en el momento mismo que a mí me conviniera, telefoneé, pues, un día, a La Hora Compostelana preguntando por el señor Abeledo: que no lo conocían fue la respuesta. Tranquilizado por extraño modo, me encaminé desde allí a la redacción, e insistí en la portería: "Abeledo, sí, señor; don Manuel Abeledo González". El conserje -un viejo estúpido- no acertaba a darme razón. "¿Reportero, dice usted? Aguarde: hace ya como un siglo que no comparece por aquí. Sí, sí; ya sé quién es: Abeledo, un rapaz muy simpático, reportero, ¿no?, uno rubito, gordo…" "¡Qué rubito gordo! No, hombre de Dios: si es un tipo moreno, pelo negro, cejas…" "Pues entonces ha de ser otro… sí, sí, claro, tiene usted razón; me confundía; el que yo digo es otro, es Abelardo Martínez, uno rubito y gordo" "¡Válgame Dios!" "A ese… ¿cómo decía que se llama?, a ese tal González yo no lo he oído mentar nunca", concluyó encogiéndose de hombros. Pedí entonces ver a don Antonio Cueto -Cueto era el redactor-jefe, tan benévolo un tiempo para las faltas del joven periodista sujeto al servicio militar, y a quien yo había entregado de su parte alguna información un par de veces. ¿Qué importaba que ahora no se acordase de mí? "¿Don Antonio Cueto? Pero ¿usted no sabe que don Antonio Cueto está de gobernador civil? Pues sí, en Alicante, creo, o no sé si en Almería".
¿Gobernador civil Cueto? ¡Caramba!… En seguida se me ocurrió que tal vez se hubiera llevado consigo, como secretario, a algún redactor de La Hora, incluso al propio Abeledo, que tan simpático parecía serle. Y, puesto a imaginar, ¿por qué Abeledo mismo no había de tener, también él, un alto cargo?; uno que, sin ser demasiado notorio, le diera, en premio de sus celosos servicios al régimen, influencia y gajes, y hasta -¿quién sabe?- poder directo…
Me estremecí. Conforme iba alejándome calle abajo, un verdadero desasosiego me invadía; ahora estaba dispuesto a revolver el cielo con la tierra, sin más vacilaciones, hasta localizarlo; así no se podía hacer nada, no se podía tener sosiego, no se podía vivir… Hasta ese instante cada pequeño fracaso -cuando, por ejemplo, en el cine, me puse a recorrer la sala en todas direcciones, durante el descanso, sin tropezar con un solo conocido; o cuando me entré en el Ateneo Gallego y no dejé rincón por inspeccionar-, cada vez que concurría yo a un lugar donde hubiera podido hallarse, sin verlo (y de tales intentonas no realizaba apenas sino una por día, tras de lo cual me daba por satisfecho hasta el siguiente), cada una de esas infructuosas pruebas había sido para mí hasta el instante como un respiro, engañosa tregua que ni siquiera me traía el alivio tonto de aplazar un choque inevitable, pues si por un lado estaba -¿para qué negarlo?- temeroso, por el otro deseaba, y quizá con mayor vehemencia, enfrentarme ya de una vez con el bicho.
Que en la redacción no lo conocieran, me había trastornado por completo, causando en mí enorme excitación.