Pero no, no era engaño mío; allí, en aquella fisonomía muchachil, contenida, recogida en sí misma, impasible y hasta indiferente casi al sentido de sus propias declaraciones, algo nuestro se desvivía por hablarme. Decir que le hallé el aire de familia, sería quizá mucho decir; pero algunas semejanzas, algunos trazos, eso era innegable. Y voy a explicar cómo se me reveló, poquito a poco, mas con claridad creciente, el parecido -pues, ¿por qué no llamar a las cosas por su nombre?, un verdadero parecido, no completo, sino en determinados aspectos, fue lo que, al final de cuentas, descubrí en el joven Yusuf Torres. Y no conmigo, personalmente (ni era yo el más a propósito para establecer comparaciones: estaba harto de haber oído -y no sin molestias por parte mía- que había salido en un todo a la línea materna; que era un Valenzuela de pies a cabeza -Valenzuela es mi segundo apellido-, a diferencia de tal o cual de mis primos, fiel, según pretendían, al dechado de los Torres); así, pues, no conmigo, no con mis facciones; ni tampoco quizá con las de aquellos miembros de mi familia que me eran más próximos y a quienes más había tratado; en verdad, con los de ninguno en particular, sino acaso con las efigies de algunos antepasados que, en lienzos y tablas, adornaban las paredes de mi casa y, sobre todo, de las casas de mis dos tíos, allá en Almuñécar -cuadros mediocres; bueno: francamente malos la mayoría de ellos, mero valor sentimental, y que yo me sabía de memoria, a pesar de que los azares de la vida me habían separado hacía mucho tiempo de esas desdichadas obras de arte que yo, tal vez por reacción contra las ponderaciones de mis tíos, en particular de mi tío Jesús, estimaba en poco, y que por fin debieron de perderse, como tantas otras cosas, en la batahola de la guerra civil. (Es decir: no sé si se perdieron todos, o mi otro tío, Manuel, arrambló con lo que pudo, al embarcarse; en cuyo caso es fácil que estén rodando por ahí en poder suyo: y casi me inclino a creer esto último). Pues bien, perfiles sacados de esos retratos es lo que se podía descubrir acaso en la cara del joven que me estaba hablando: sobre todo, la ceja fina y breve, arqueada hacia la sien y crespa en el centro, una pupila dura y como feroz, todo eso estaba, sin duda, en el retrato de mi bisabuelo niño, aquel del coleto de terciopelo leonado. Sí, y también en el de mi abuelo, de uniforme. Suprimiendo en éste los mofletes el gran bigote caído sobre una boquita infantil, el mentón soberbio, esa cabezota imponente, en fin, que tan adecuadamente reposa sobre el amplio pecho cruzado por una banda, se observaría que las cejas eran otra vez las mismas del joven melancólico sentado ahora frente a mí; las cejas, con su peculiar trazo, y aun la frente, que allí, coronando el bulto de un personaje machucho cuyo aspecto autoritario impuso respeto sin duda al modesto pintor, se perdía en la vulgaridad de una cara demasiado gruesa y recargada; pero que aquí, en la faz desnuda del adolescente flaco y nervioso, dominaba toda la expresión con una nota de inquietud apenas refrenada… Mas, ¡ay, qué inseguras son estas cosas! Un momento después de haber capturado alguno de esos parecidos, ya me venía a desanimar la aprensión de que todo era arbitrario y forzado, y puras ganas de parte mía… Aun cuando, ganas, ¿por qué iba yo a tenerlas?
Y él mismo, Yusuf, ¿estaría de veras convencido, y creería de veras que esos Torres marroquíes y nosotros, los de Almuñécar, somos de la misma sangre? En el tono con que me había hablado no se diría que hubiese mucha seguridad. O, para mayor exactitud, no era convicción precisamente lo que faltaba en sus palabras, sino más bien -¿cómo expresarlo?- interés por el hecho, entusiasmo… Con su cortesía impasible, me observaba ahora en silencio.
– "Y usted -le pregunté entonces (se me hacía difícil tutearlo: ese tuteo de los moros resulta embarazoso, hasta tanto que uno se acostumbra)-, ¿usted está persuadido de que pertenecemos en efecto a la misma familia?" "Yo -me replicó-, a juzgar por lo que mi madre sostiene, entiendo que sí debemos de pertenecer". "En tal caso, ¿no podría yo tener la dicha de presentarle mis respetos a su señora madre?", volví a preguntarle. Y añadí: "Sería para mí un gran honor". Sin apenas darme cuenta, había adoptado la ampulosa cortesía de mi interlocutor, hasta el extremo de sonarme a falso mi propia frase; pero, además, exageraba a propósito en esta ocasión, sabiendo que en las costumbres de los moros no entra el que la mujeres se muestren a las visitas, y que, por lo tanto, pedía algo extraordinario. Se me había ocurrido de improviso; y, sin mucho pensarlo, me aventuré: en parte, porque estaba decidido a tomar todo aquel asunto a beneficio de inventario, con lo que bien podía permitirme cualquier audacia o exceso, y más en la seguridad de que mi condición de extranjero y mi ignorancia de los usos me disculparía; en parte, también, por tener la impresión de que la propia señora a quien me refería estaba escuchando desde algún lugar oculto. Esta impresión mía -vivísima, tan vivaz que hubiera apostado a su favor cualquier cosa- no se apoyaba tan sólo en una inferencia fácil (pues ¿no había sido ella acaso la promotora de todo?, ¿no había hablado el propio hijo de la avidez de su curiosidad?), sino que contaba todavía con un vigoroso refuerzo intuitivo: nadie me hubiera sacado de la cabeza que allí mismo, a dos pasos, tras de la cortina, y no obstante la pesada inmovilidad del paño, una persona, dos tal vez, acechaban nuestra charla.
Agregué aún nuevos comedimientos, más que por el placer irónico de la exageración, a fin de, al obligarlo, facilitarle el que me complaciera. No era necesario: apenas oyó el joven la demanda envuelta en mis circunloquios, lejos de alterarse o dudar, como yo esperaba, se alzó con toda naturalidad de su asiento y, sin decir palabra, salió de la sala a pasos pausados, retenidos, diría; su continente era alegre: translucía que eso era lo que esperaba, lo que desde un comienzo había estado deseando.
Me quedé, pues, solo en la pieza. Miré el reloj: eran ya más de las once. Mientras aguardaba, eché una ojeada en derredor, y una multitud de objetos en que antes no había reparado se me vinieron encima: bandejas de cobre, mesitas de tablero poligonal, un enorme barómetro a la pared, tapices, cojines con borlas de oro, cofrecillos, qué sé yo…
Yusuf regresó pronto para decirme que si bajábamos al huerto, allí acudirían a reunírsenos su madre y su hermana: una prueba de la confianza y amor debidos a un pariente: "¡Dios me valga!", pensé. Y seguí a mi huésped escaleras abajo. Cruzamos el vestíbulo y ahora encontramos abierta la puertecita que, frente a la de entrada, dejaba ver un soleado patinillo con árboles al fondo. Ahí pasamos. Ocupamos unos asientos, junto a una mesica de hierro, debajo del emparrado; pero apenas nos habíamos acomodado cuando fue menester levantarse de nuevo para recibir, seguida de una muchacha que por lo pronto se mantuvo rezagada, a una señora de cierta edad, que hablaba ya desde que apareció en la puerta, y sonreía, y daba vueltas a mi alrededor, y me tomaba de las manos, levantando su cara para escrutar la mía. "¡A ver, a ver! ¡Déjame que te mire, hijo! ¡Déjame que te reconozca, jazmín y laurel, de mis jardines!" Eso me decía, y mil cosas por el estilo. Soporté, impertérrito, la inspección: "Ay, qué alegría, qué alegría!", exclamó por último; y se dejó caer, sofocada, sobre un sillón de mimbre, mientras que la hija permanecía parada a sus espaldas, y el hijo volvía a instalarse junto a la mesa, enfrente de mí.