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Lo malo es que, por la noche, cuando uno ha tenido la mala pata de desvelarse, la razón se oscurece, se turba el juicio, y todo se confunde, se corrompe, se tuerce y malea. Entonces, aun las cuestiones más simples adquieren otro aspecto, un aspecto falso; vienen deformadas por el aura de la pesadilla, y no hay quien soporte… Eso fue lo que a mí me pasó aquella noche; no lograba expulsar de la imaginación la mueca de mi tío Jesús, asesinado junto a unos desmontes; por más que hiciera, no conseguía librarme de ella. Entretanto, me revolvía en la cama, cada vez más nervioso: ya las sábanas estaban arrugadas, me molestaban, y era inútil que procurase alisarlas pasando y repasando la pierna a lo ancho: sus pliegues se multiplicaban incansablemente. Y yo, cambia que te cambia de postura, boca arriba, boca abajo, de medio lado al borde de la cama, con un malestar creciente…¿Qué demonios me pasaba? ¿Qué era aquello? Tenía la boca llena de saliva, y sentía en el estómago un peso terrible. La comida… Varias veces me había negado al recuerdo de la comida, que pretendía insinuarse en mí; a cada solapado asalto, me cerraba, pensaba en otra cosa. Pero ahora, de pronto, se me coló de rondón la ridícula idea. Una idea absurda. Me pregunto yo de qué valen las luces de la inteligencia si es suficiente un simple empacho para que tomen cuerpo en uno las más disparatadas impresiones y, con increíble testarudez, se afirmen contra toda razón. Véase cuál fue la estúpida ocurrencia: que aquel peso insoportable, aquí, en el estómago, era nada menos que la cabeza del cordero, la cabeza, sí, con sus dientecillos blancos y el ojo vaciado. No hacía falta que nadie me dijera cuán disparatado era eso: ¿acaso no sabía muy bien que la cabeza no se había tocado? Allá se quedó, en medio de la fuente, entre pegotes de grasa fría. Si por un instante había temido yo que me la ofrecieran como el bocado más exquisito, es lo cierto que ninguno llegó a tocarla: para la cocina volvió, tal cual, en el centro de la fuente. Y sin embargo -incongruencias del empacho-, la sensación de tener el estómago ocupado con su indomable volumen resultaba tan obvia, tan convincente, que ya podía yo decirme: "¡la cabeza volvió a la cocina sin que la tocara nadie!", no por eso dejaba de sentir su asquerosa y pesada masa oprimiéndome desde abajo la boca del estómago.

Pues Señor, la comida me había caído como una piedra; tenía indigestión, eso era todo. Ello, y no el café, es lo que me había despertado y lo que, evidentemente, me había traído pensamientos tan negros. "¡Si al menos consiguiera devolver!", pensé. No lo creía; sentía repugnancia, pero no creía poder vomitar. Me observé, con mis cinco sentidos alerta: ¡no, no iba a conseguirlo! Bueno, ya se pasaría: era cuestión de distraerme. A tales horas, no me resolvía a pedir una taza de té, que es lo que me apetecía y lo que me hubiera aliviado. Me volví, pues, hacia abajo y, así, acurrucado y con la cara puesta de medio lado sobre la almohada, pareció atenuárseme la molestia.

Maldecía ahora de haberme dejado llevar por la tonta aventura de los nuevos parientes moros hasta el extremo de aceptar aquella bárbara cena que tan mal me había sentado. Y ¡qué insistencia la de la bendita gente! Por ellos, hubiera tenido que engullirme yo solo todo el cordero. ¡Qué insistencia!… De pronto, me pareció que aquello iría a pasarme. Me invadía un dolorido bienestar, y hasta comencé a sentir que me adormilaba… Me veía parado en el quicio de una puerta, y a mi tía mora haciéndome prolijas recomendaciones; percibía su emoción, su resistencia a soltarme la mano, esa afectuosa jovialidad que tanto me comprometía y me hacía tener vergüenza de mí mismo. Y todo ello me transportaba a otros tiempos, a las tardes soleadas de mi infancia, allá todavía, en Almuñécar, cuando alguna vez, convidado a comer en casa de mi tío Manolo, cuyas salidas chuscas tanto me divertían, doña Anita, su mujer, con Gabrielillo de la mano o colgado de sus faldas, me entregaba al despedirme, entre mil encarecimientos, una torta de aceite "para que mi madre la probara", a la vez que me abrumaba de recados, de saludos… Ya la buena de doña Anita estaba debajo de tierra desde hacía años, y muerto estaba también -trágicamente- aquel Gabrielillo que -como ella solía protestar- siempre se le andaba enredando entre las piernas. ¿Viviría el tío Manuel? Mucho tuvo que sufrir el infeliz, no sólo por los malos tratos de la cárcel, donde lo detuvieron más de dos años, sino también por la muerte del niño y, sobre todo, por las ignominias que entretanto padecieron sus hijas. Puede ser que ahora les vaya bien en América -pensaba yo-. Les había perdido el rastro por completo; quizá les fuera bien.