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– Mi guía es un gilipollas.

– No digas eso -le reprochó ella-. En primer lugar, es una grosería. Y en segundo lugar, el profesor Cevallos no merece tus insultos. Es un hombre honrado que se preocupa por ti…

– Quiere que deje de escribir.

– Porque no te ha entendido. Deberíamos reunirnos con él, y con tu padre. También tu padre debe conocer lo que escribes, lo que tienes dentro…

– A mi padre no le importo una mierda.

– Soledad -cortó ella-. Dejarás de importarme a mí si continúas usando ese lenguaje.

La frente de la muchacha se inclinó, las sombras la clausuraron. Brilló algo, cayó sobre la mesa, se deshizo.

– No quiero que me dejes, Nieves…

– No te dejaré. Solo he dicho…

– El verano pasado me escapé de casa. Nadie lo sabe, solo mi padre. No se lo digas a nadie, por favor. -Las lágrimas siguieron derramándose.

Así fue como conoció su tragedia, o creyó conocerla. La única amiga de verdad que tenía la muchacha era ella. Había perdido a su madre cuando contaba cinco años de edad, no había establecido muchos lazos con sus compañeras de colegio, su guía quería arrebatarle la mitad de su vida, y en cuanto a su padre, que era la otra mitad, solo le importaban los negocios y conservar la buena imagen ante la familia. A don Julián Olmos Catón de Utica le horrorizaban los escándalos, por pequeños que fuesen. Por ejemplo, la enfermedad que contrajo y que atribuyó a la proximidad de los gatos, a los que ordenó matar para que la familia no pensara que vivía rodeado de animales sucios. Y todo había empeorado desde que sus hermanos se habían marchado a trabajar o estudiar al extranjero. La vida junto a su padre le resultaba cada vez más asfixiante. Así pues, ¿qué tenía de extraño que deseara huir?

Solo la frenaba haber constatado un hecho. Se lo dijo en otra de aquellas conversaciones «secretas»:

– Quiero marcharme, pero siempre regreso. Es como el sueño de la estrella. ¿Te lo he contado alguna vez?

– No sé. Cuéntamelo.

– Sueño que persigo una estrella. Es pequeña, muy blanca, con un aro alrededor. Se aleja, aunque sé que puedo alcanzarla. Corro y la alcanzo, pero al ir a tocarla me despierto. Y me da miedo.

– ¿Por qué te da miedo? -le preguntó ella recordando su sueño del velo blanco, que nunca le atemorizaba-. Es un sueño bonito.

La muchacha pareció buscar una respuesta, pero solo repitió: «Me da miedo». Ella, que temía que los pétalos se cerraran, no quiso indagar. Pero recordó esas palabras más tarde, y, durante lo que luego comprendió que había sido el último encuentro, a finales de curso, el día del cumpleaños de la muchacha, le hizo entrega de un pequeño paquete envuelto en papel de regalo.

– No la había de color blanco -le dijo-. Espero que no te importe el verde.

– Es preciosa. -Soledad alzó el colgante con la estrella verde zafiro de fantasía (una bagatela para la joyería Aguilar). Sin embargo, al pronto, ella no estuvo segura de si aquel regalo le gustaba o no-. ¿Por qué lo has hecho?

– No debe darte miedo soñar cosas bonitas. -Depositó una mano sobre la fría mano de la muchacha-: A mí me tienes siempre, recuérdalo. Te ayudaré.

La ayudaré. Voy a ayudarla.

Salió de la bañera y se envolvió en la toalla mientras veía nacer su cuerpo en el vaho del espejo. Luego se dirigió al dormitorio y buscó entre su equipaje el único pijama limpio que le quedaba. Si seguía en aquel pueblo, tendría que pedir que le lavaran la ropa. Deslizó el secador portátil por su breve cabello rubio. Guardó todo lo sucio en una bolsa, frotó sus blancos dientes con un cepillo blanco, arregló el cuarto de baño. Su habitación se hallaba pulcra, como ella misma. No era vanidad lo que le hacía estar orgullosa de su carácter ordenado; tenía una capacidad perfecta para justipreciarse y sabía reconocer sus virtudes y defectos.

Pulsó otra vez el botón del móvil. Esperó. Colgó.

Esa noche caería redonda en la cama. Estaba muy cansada. Pero también satisfecha: había aprovechado bien el tiempo, dado algunos pasos en la dirección correcta. Por ejemplo, aquel nombre que la muchacha había subrayado, Manuel Guerín. Se había propuesto buscar referencias sobre él. Pese a la opinión del señor Quirós, ella… Estaba sentada en la cama, mirando hacia la noche. Era una noche encalada, amarillenta de farolas. Recordó que de niña su madre le decía que todas las noches bajaban dos ángeles con espadas en la mano, uno se posaba a los pies y otro en la cabecera.

Llamó otra vez. Colgó.

La puerta se abrió. Entró un ángel de mirada implacable que la obligó a permanecer quieta y sumisa, la desnudó, le colocó un collar muy fino y un cinturón y le ordenó ser bondadosa, lavarse, perfumarse y prepararse para lo que iba a venir. ¿Y qué iba a venir? Ah, eso ni el ángel lo sabía.

Cualquier cosa podía suceder. Quizá no esa en concreto, pero sí cualquier otra. Todas las noches son temibles.

Mientras llamaba pensó en el señor Quirós. Le intrigaba tanto el señor Quirós. Nunca había conocido un detective privado así. Bueno, nunca había conocido a ningún detective privado, seamos sinceros. Y ya iba siendo hora de conocer a algunos.

Colgó. Miró su pequeño despertador digital y pensó que todavía era temprano. Probaría después.

– Lo que ocurre, señora -le había dicho Quirós aquella noche, durante la cena-, es que usted es optimista.

Habían estado discutiendo sobre los jóvenes, como siempre. Quirós opinaba que no había que concederle demasiado crédito a lo dicho por Tina sobre el aparente miedo de Soledad. O mejor expresado: según el señor Quirós, no había que concederle crédito a nadie que fuera como Tina, Igg o Soledad. Ella le había acusado, con toda razón, de anticuado, y él había contraatacado con el optimismo. ¡El optimismo! ¿Qué quería decir? Aún se reía al recordarlo.

– No lo digo como crítica, que conste… Yo… Son las circunstancias. Usted es profesora en un colegio de pago, vive en una época estupenda…

– Esta época no tiene nada de estupenda.

– Pues tendría que haber visto la mía… Aquello eran los tiempos de la fresquera, como decía mi padre. A la edad a la que yo empecé a trabajar, un chaval de hoy no sabe hacerse ni la cama…

– ¿Y qué sabía hacer usted cuando empezó a trabajar?

– Era ayudante de fontanero.

– Oh.

– Sí, puede parecer… vulgar…

– No he dicho eso.

– Le echaba una mano a mi padre, que era fontanero. -Quirós intentaba capturar un espárrago blanco. El tenedor lo atravesaba sin resultado y a ella le entraban ganas de reír viéndole dar aquellos golpes sobre el plato-. Hombre, al principio… lo único que hacía era estropear las cañerías. Pero al menos lo intentaba. Metía las manos, vamos… -El espárrago, al fin, se sometió bajo sus dedos. Metía las manos, no me extraña, pensaba ella-. Hoy los chavales solo quieren ayudarse a sí mismos…

– Una pregunta, por curiosidad, señor Quirós. ¿Tiene usted hijos?

– No, señora. Pero… no me hace falta tenerlos para saber esto… Yo… he vivido lo suficiente. Lo que pasa es que usted…

– Soy optimista, ya.

– Y joven. No me mire así -añadió Quirós con la boca deformada por el espárrago, errando al juzgar la expresión que ella puso-. Solo le he dicho que es joven.

– Viniendo de usted, suena ofensivo -bromeó ella, pero la brusca seriedad de Quirós le hizo comprender que las ironías no se detenían lo suficiente en su cabeza. Se apresuró a sonreír para que él supiera que no hablaba en serio-. No tendrá usted hijos, pero habla como cualquier padre.

A partir de ahí, un hueco de silencio.

Ya era tarde. Dormiría. Deseaba conciliar un sueño rápido, seguro, circunscrito como un pulgar metido en la boca. Apartó la colcha y la sábana. Hacía calor, pero prefería mantener la ventana cerrada y cobijarse bajo la colcha. Siempre dormía así, era muy friolera. Leería un poco, apagaría la luz, rezaría, se dormiría.

El teléfono móvil dio un brinco.

– Hola -le dijo.

– Tengo por lo menos cuatro llamadas tuyas perdidas.

– Sí, he intentado llamarte varias veces, a casa y al móvil.

– Lo siento, estaba sobando. -Escuchó su risa, nítida como un disparo-. Tuve un día agotador, y al llegar a casa desconecté todos los circuitos que me unen al mundo. Los robots también descansamos de vez en cuando. ¿Cómo va todo?

Ella le contó que su alumna seguía sin dar señales de vida. Pero (atención: redoble de tambores) ya había llegado el detective de Madrid que Olmos le había prometido, un profesional con amplia experiencia. A la mañana siguiente explorarían la carretera por la que se suponía que la muchacha se había marchado. Tras decir todo aquello cerró los labios y abrió los ojos, recogió las piernas sobre la cama, se apartó el cabello.

– Me alegraría que todo terminara felizmente -dijo Pablo-, aunque, por otra parte, tengo ganas de que se enreden un poco las cosas… -Una risita-. Ya sabes, en verano este país se queda como muerto: no hay noticias de política, apenas hay deportes… Y ella es la hija de Olmos, caramba. Pero no me tomes en serio, doña Nieves. Estoy estresado.

– No te tomo en serio -le dijo. Cambió de postura. Flexionó una rodilla, puso el pie bajo la otra pierna.