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Luego había una fiesta con invitados en la misma casa: copas de champán, camareros, una muchacha de largo pelo trigueño. En un momento dado Carlos Escorial se acercaba a la cámara. Aparecía empapado, como si lo hubiesen arrojado también a la piscina.

– Quiero decirles -afirmaba temblando-, si están viendo esto, que es real, que está sucediendo ahora… y que yo, Carlos Escorial… soy de carne y hueso y no un personaje, y, aunque ustedes piensen que esto que digo son palabras escritas, la verdad es…

En ese punto la camarera morena cambió de canal. Quirós se lo agradeció. El barbudo, sentado en otra mesa, sin las pelirrojas, empezó a protestar. La camarera se disculpó y volvió a poner la tele novela, pero ya había terminado. En su lugar, había un resumen deportivo.

La mujer no apareció en toda la mañana, tampoco por la tarde. Al fin, cuando bajó a cenar, la descubrió en una mesa de la terraza bebiendo un líquido transparente. Vestía un fino traje chaqueta negro de manga corta y una blusa blanca, estaba elegante y bonita. Cuando inclinaba el vaso el limón le golpeaba los labios. A Quirós le encantó verla, pero no se lo dijo. Tampoco manifestó mayor alegría que otras veces, ni siquiera sonrió al sentarse frente a ella. La mujer, en cambio, parecía feliz, aunque también nerviosa. Jugaba con la alianza haciéndola deslizarse por la carne delgada y blanca; a ratos lanzaba miradas furtivas hacia su teléfono móvil, que había colocado sobre la mesa.

– Cuénteme solo lo bueno -le pidió ella. Su aliento despedía alcohol.

– La Guardia Civil está investigando. Ya sabe, han… Vamos, están en el lugar donde apareció el colgante. Dicen que lo más probable es que se le cayera. Van a venir expertos y técnicos.

– Expertos y técnicos.

– Sí, de Madrid. El asunto está en buenas manos, descuide… Claro, nos piden que seamos… En fin, mucha discreción… Todavía no quieren dar la noticia, porque en este momento lo mismo puede ser una cosa que otra, comprenda usted…

– Lo comprendo.

– ¿Y su marido? ¿Ha hablado con él?

Nieves Aguilar abrió los labios en una sonrisa creciente, amplia, algo exagerada.

– Estoy esperando su llamada.

– Sea prudente, y pídale que también lo sea él.

– No se preocupe. -Bajó la voz-. No se chivará.

Cuatro hombres que jugaban al dominó se carcajearon como en respuesta a aquel comentario, pero en realidad celebraban un chiste sobre una chica sentada en una cama que Quirós no había podido escuchar bien.

– ¿Y usted? No la he visto en todo el día…

– He hecho muchas cosas. -La mujer jugó un instante con el silencio-. Pero se las contaré con una condición: que me acompañe a dar un paseo. Me gustaría ver la fiesta y los fuegos artificiales. Quizá podríamos comer por ahí…

A Quirós no le gustaba la idea pero aceptó. En la calle todo estaba a oscuras, salvo las flores en las macetas. A lo lejos se oían resplandores de sonidos. Los siguió como quien obedece un llamado. Ella se acopló a sus pasos mientras hablaba.

– La noche de ayer fue toledana, pero hoy vi las cosas de otra manera. Me levanté y tuve una… una revelación. No se ría de mí. -No me río, iba a decir Quirós, pero la mujer continuó-. Es una teoría muy razonable. Soledad llega a este pueblo y lee los libros de Guerín que encuentra en el albergue. Le gustan, decide quedárselos. Piensa devolverlos, pero de momento se los queda. No hay más ejemplares: Guerín solo publicó cosas autofinanciadas. Desea saber más sobre este autor. Pero, qué pena, ha fallecido. Se entera de que fue amigo del cura. Pero, qué pena, el cura también ha fallecido. Hay otro cura ahora. Conoció a Guerín un poco, y es un hombre muy amable que accede a prestarle los libros que no ha leído a falta de mejor información. Y entonces, en uno de estos últimos, Soledad encuentra algo y… Digamos que se queda de piedra, no sabe qué hacer. Quizá sea una leyenda, pero le interesa mucho más que ninguna. Hay un sitio al que tiene que ir para enterarse mejor de todo, sin duda el libro se lo dice. Un sitio que no está en el pueblo pero que queda bastante cerca, lo suficiente para ir a pie. Lo planea todo y decide contárselo a alguien. ¿A quién? A su profesora y amiga. A una servidora. «Se lo diré», piensa. «O mejor no, porque no me va a creer. Tiene que venir y verlo.» Me llama y me invita sin decirme nada, quizá porque ella misma no lo tiene claro, pero su tono de voz la delata: está nerviosa… Al día siguiente emprende la excursión. Piensa regresar cuando yo llegue. Se marcha muy temprano. -La mujer se detuvo en mitad de una calle solitaria y se volvió hacia Quirós echando la cabeza hacia atrás, como si respirara hondo. Acentuó cada sílaba con alcohol invisible-. Y… no… re… gre… sa… -Tras decir esto reanudó la marcha-. Pero soy optimista: se habrá retrasado más de lo previsto y le resultará imposible llamarme desde ese lugar. Y habrá extraviado el colgante, pero sigue sana y salva. Es una teoría -agregó en tono cantarín-. Mi teoría.

Quirós dobló una esquina, enfiló una calle empinada, miró de soslayo para ver si la mujer lo seguía. Era como si le dijera: «Por aquí es la subida». A ella se le resbaló el bolso del hombro y volvió a colgárselo con un gesto.

– Estoy segura de que en uno de esos libros hallaré el lugar al que quería… al que fue… al que pensaba ir. Hasta ahora no sé otra cosa. El libro que me prestó el cura es una colección de poemas bonitos, nada más. Mientras los leía se me ocurrió visitar la casa de Guerín. Debió de ser monísima en su época, con las maderas pintadas de blanco y las ventanas de ojo de buey, tan cerca del mar que parece que se irá navegando si la empujas un poquito. Pero está muy deteriorada. Una pena. Y no pude entrar, había un candado. Me quedé mirándola y pensando en la vida de ese hombre, ese pobre poeta borracho… ¿Le dije que era muy amigo de Paca Cruz, la antigua dueña del hostal…? Caramba, menudo ambiente.

De pronto, sin saber bien cómo, se hallaban en un túnel atestado. El techo lo formaban bombillas de colores, el suelo millares de zapatos. Desde lo alto llegaba estruendo de trompetas.

– La fiesta -dijo Quirós.

Todas las familias parecían numerosas: con sus niños, sus abuelos, sus globos. También había turistas de cuerpo blanco, inmigrantes de cuerpo oscuro, gente que pedía u ofrecía algo a cambio de pedir. Atravesaron la calle con cierto esfuerzo, Quirós abriendo paso. Las puertas de los bares eran un incendio de voces. Nieves Aguilar propuso beber algo. Quirós dijo: «De acuerdo». Entraron en un lugar nublado de tabaco y ella pidió un fino. Quirós dio instrucciones sobre la clase, la botella, cómo deseaba que se lo sirvieran, en dónde, su grueso dedo índice señalándolo todo.

– ¿Qué le parece? -preguntó ella.

– ¿Qué?

– Mi teoría.

– Bien.

La mujer se inclinó para apurar la copa.

– ¿Usted no bebe?

– No -dijo Quirós.

– Venga, no se haga el abstemio, que lo que es conocer, conoce un rato.

Fue poco después de encargada la segunda copa cuando Quirós se percató de que la mujer reía por cualquier cosa y ponía una cara grande y boba cuando miraba algo. En un momento dado abrió el bolso, sacó el teléfono, se alejó, regresó casi enseguida.

– Nada, hoy no tengo marido. Llevo llamándole desde media tarde, ¿será posible, el muy pendón…? Claro, siempre con reuniones… Trabajo pendiente, trabajo sorpresa…

La puerta del local se abrió, propinándole una nalgada. Quirós habló con el hombre que había entrado y este se disculpó. A Nieves Aguilar le hizo mucha gracia el incidente. «Qué cara ha puesto el pobre -le decía-. Lo ha asustado usted, hay que ver.» Estalló en carcajadas. Pidió otra copa. De pronto fue como si alguien la llamara: se volvió hacia la barra y apoyó la nariz en los cristales donde se agazapaban las tapas.

– Yo tengo que comer si bebo… Es requisito in-dis-pen-sa-ble…

Se decidió por ensaladilla rusa. Quirós no quiso probar. «Pues toda para mí», dijo ella. Comió deprisa, entre sorbos de vino y pausas de servilleta de papel. Frotaba el pan sobre el plato cuando se oyeron explosiones.

– ¡Los fuegos!

Casi volcó el plato al salir. Quirós pagó la cuenta, la alcanzó en la acera, la adelantó. La calle se agitaba bajo un cielo de anémonas.

– ¡Por aquí! -decía Nieves Aguilar, pero en realidad caminaba dócilmente detrás de Quirós.

Sin embargo, era imposible avanzar. Una muchedumbre atascaba la vía. Quirós vislumbró la señal de «Casco Histórico», y le pareció que esta vez sí, esta vez sería muy capaz de llegar al centro. Tenían que estar muy cerca, porque los cohetes, sin duda, eran lanzados desde la plaza, y el ruido como de rasgar el aire que producían se escuchaba a la vuelta de la esquina. Si no fuera por la gente, pensaba Quirós, en esta ocasión sí llegaría. Pero no estaba enfadado, todo lo contrario: le gustaba ver tanta alegría por todas partes. Así era Quirós. Al fin decidió capitular, sobre todo por la mujer, ya que desde allí no iba a poder ver a gusto el espectáculo. Descubrió un callejón libre y se lo señaló. Llegaron a un descampado. La ausencia de paredes y personas les regalaba la noche.

Nieves Aguilar permaneció quieta, abrazándose a sí misma, la sonrisa levantada, mirando una salamandra disolverse en el cielo. Durante una pausa en los estallidos preguntó:

– ¿Usted no los mira?

– Sí -dijo Quirós. Y siguió mirándola.

Cuando solo quedaron nubes de pólvora obstruyendo el aire Nieves Aguilar echó a caminar. Por algún motivo, Quirós, que se había quitado el sombrero, volvió a ponérselo, y su gesto fue como el de quien saluda al paso de una imagen sagrada.

Bordearon el descampado dejando el pueblo a un lado, fulgurante y alegre. El silencio se asemejaba a un estruendo, la oscuridad deslumbraba. Una valla los detuvo, pero la mujer descubrió una abertura. Más allá, la infinitud. El suelo era de arena. Ella se descalzó y siguió avanzando tambaleante. Quirós dejó de ver su cuerpo enfundado en el traje negro; solo el cabello -una campana de oro trémulo- la separaba de la noche a sus ojos.