Pero aquellos eran otros tiempos. Ahora sus encargos, si los había, consistían en ridiculeces, a lo mejor debido a que se había hecho viejo. Seis meses antes le había dado un ahogo y un médico lo había despojado de café, alcohol y tabaco, todo a la vez, instándole asimismo a que moderara el sexo. El sexo, pensaba Quirós. Recordó que Pilar había enrojecido cuando él le refirió aquel último consejo.
Las pelirrojas y el barbudo habían iniciado una danza que el guitarrista alentaba. No se trataba de una escena especialmente interesante, pero Quirós hubiese mirado con más detenimiento las piernas de la más joven, y su culito empinado, de no ser porque, en ese preciso momento, el camarero cerró las sombrillas y el sol se abrió paso entre los callejones, rabioso de verano, deslumbrándolo pese a las gafas.
– ¿El señor Quirós? -oyó en la oscuridad. La mujer estaba envuelta en luz. -Lamento la demora. Me dormí.
– No se preocupe.
Era pequeña. No exactamente de corta estatura sino reducida, con una pequeñez que hacía pensar en una reproducción a escala de la mujer original que se encontraría en algún otro sitio. El cabello, de un rubio blanco, estaba muy peinado. Sus rasgos no eran bonitos sino extraños, con pómulos flacos y grandes ojos azules que le abultaban con sombras de insomnio. No vestía un atuendo playero sino un discreto traje chaqueta en tono perla. Quirós se sintió incómodo. Le habían dicho que era profesora, y había esperado una señora madura de expresión callosa, no aquella jovencita elegante con voz de confesionario.
– No sabe cuánto me alegro de que haya venido. Me encuentro algo nerviosa. Y asustada. De todos modos, intentaré contárselo ordenadamente. Si tiene alguna pregunta, no dude en interrumpirme. -Jugaba con el cierre de su bolso-. Me llamo Nieves Aguilar y soy profesora de secundaria en el colegio Valdelosa. Mi asignatura es Lengua y Literatura. Conocí a Soledad Olmos gracias a un cuento que escribió. Ya me habían hablado de ella: sabía que era una alumna con un gran coeficiente intelectual, casi superdotada, muy tímida. Pero dudo que hubiésemos entablado ninguna clase de relación de no haber sido por ese cuento. Suelo pedirles a mis alumnas que hagan redacciones. En Valdelosa creemos en la aplicación práctica de los conocimientos, aunque debo admitir que también pretendo que se diviertan. Soy consciente de que no consideran mi asignatura como algo primordial, así que trato de no hacerme la pesada. Odio ser pesada… Si ahora lo soy, me lo dice. He preparado esta historia para que no se me olvide ningún detalle, pero si usted cree que me enrollo, me corta. Como le decía, pedí a mis alumnas que escribieran algo. Casi todas eligieron lo mismo: hablar de sus vidas, de lo que les ocurría… Muy pocas son capaces de inventar nada. Y entonces tropecé con el cuento de Soledad. Se titulaba «La luz de la noche». Fue el primero que leí de ella. Se lo resumiré, si me permite, porque me parece fascinante… Ah, gracias. Tengo la boca seca… Y no está muy fría, menos mal.
Habían traído la tónica que la mujer había pedido. Cuando alzó el vaso, Quirós observó sus manos, finas y blancas, en las que casi no se distinguían las venas, como si llevara puestos guantes de doncella. En uno de los dedos brillaba una alianza.
– El cuento -prosiguió la mujer después de beber un largo trago- trata de una niña, Adriana, que, al morir su madre, deja de dormir y ya no duerme nunca más. Gracias a eso, descubre que por las noches también hay luz, pero es muy distinta de la diurna. La luz de la noche es más blanca y densa, incluso sólida. Nadie más lo sabe porque todo el mundo se queda dormido, claro. Ella puede tocar esa luz y hasta caminar por encima como por una pendiente nevada. Entonces sale a pasear sobre la luz y llueven gatos. Sí, llueven gatos, es increíble. Hay un párrafo precioso que me aprendí de memoria: «Caían de espaldas, pero se daban la vuelta antes de llegar al suelo y nunca se hacían daño. Algunos cayeron sobre los tejados y quedaron colgados de las antenas de televisión; otros se posaron en los balcones y otros en la acera. La calle se llenó de gatos recién llovidos que no hacían ruido y que solo Adriana podía contemplar, porque solo ella veía la luz de la noche». Bonito, ¿verdad?
Quirós no respondió. Estaba quieto, respirando por la boca abierta, con el sombrero calado y las gafas negras. Había mucho silencio. El guitarrista se había ido ya, y con él varios sonidos. Hasta el rumor de la playa parecía amortiguado.
– Yo creo que es precioso -dijo la mujer, quizá desanimada por la falta de respuesta-. Por cierto, en casi todas sus historias aparecen gatos. A Soledad le gustan mucho. Ella tenía uno, pero murió. -La mujer cubrió una tosecilla con la mano-. El cuento acaba un día en que el padre de Adriana, al ir a despertarla, la encuentra en la cama con los ojos muy abiertos y luminosos. Me pareció increíble que una chica tan joven hubiese escrito algo así. Quise conocerla y la retuve al finalizar la clase. Daba la impresión de ser tímida, nunca miraba directamente a los ojos, contestaba con monosílabos… Pero luego comprendí que no era tímida sino desconfiada. No tenía amistades, estaba acostumbrada a buscarse la vida en lo que al afecto se refiere. Sin embargo, hicimos buenas migas. Así ocurre con muchos adolescentes, se lo aseguro: tardan en otorgar a alguien su confianza, pero cuando lo hacen, no encontrará usted amigo más firme ni más sincero. Terminó el curso y nos perdimos un poco la pista. Entonces, hace dos semanas, volvió a llamarme.
La mujer se había quitado la chaqueta descubriendo unos hombros huesudos a los que un sol agonizante arrancaba destellos. Pero de repente se la puso otra vez, aunque la temperatura distaba de ser fría.
– Fue una llamada muy extraña. La recibí de noche, en el móvil. Yo estaba veraneando en el apartamento que tenemos mi marido y yo en Ribera de la Almadraba, y contesté pensando que sería él, mi marido, que se había quedado en Madrid por motivos de trabajo. Pero era Soledad. Quería verme. Se hospedaba en un albergue para jóvenes de este pueblo y quería que pasara unos días con ella. Noté en su voz un tono que no le había oído nunca, como si estuviera… No sé, muy nerviosa… Me contó que se había peleado con su padre y había vuelto a marcharse de casa. Yo ya conocía lo de su escapada a Gerona del año anterior, aunque esta vez todo parecía mas serio. Me preocupé, intenté que recapacitara, pero me di cuenta de que no deseaba mis consejos. De hecho, no me llamaba por eso sino para invitarme. Su voz seguía intrigándome. Parecía tan asustada… Le pregunté si le ocurría algo más. Se echó a reír. Pero reía de otra forma, se lo aseguro… Esta es la parte de la historia que menos sé explicar… Era como si estuviera atemorizada y quisiera fingir, pero no por nada relacionado con su padre… -Bajó la voz y miró a su alrededor-. Se lo contaré tal como lo sentí, a riesgo de que me juzgue maclass="underline" me pareció que le había sucedido algo aquí, en este pueblo. Le pedí tiempo para pensármelo y llamé a mi marido. Mi marido es periodista, se llama Pablo Barrera…
Quirós asintió. De la historia que la mujer le estaba contando, lo único que consideraba importante era ese detalle. Se trataba, en verdad, del aspecto que más preocupaba a don Julián.
– Él todavía tenía asuntos que resolver en Madrid, aquel cambio de planes no le importaba. Y a mí me parecía buena idea venir, porque creía que Soledad me necesitaba. Quedamos en vernos cuatro días después: de esa forma me daría tiempo para planear el viaje, ya que no conduzco. Llegué en la fecha prevista y en el albergue me dijeron que Soledad se había marchado dos días antes. ¡Al día siguiente de llamarme! Me quedé boquiabierta. No tenía mensajes. Mi marido tampoco había recibido ninguno. Yo no podía llamarla porque ella no tenía teléfono. Pasé la primera noche como puede suponerse, preguntándome cómo había sido capaz de hacerme algo así. Pero a la mañana siguiente me dije: «No, no se ha marchado. Nunca se marcharía sin avisarme. Le ha pasado algo grave». Llamé a su padre, me atendió un secretario. Insistí, por fin se puso él. Pero no me dejaba hablar: decía, en muy mal tono, que ya sabía que su hija se había ido de casa. Me enfadé, lo reconozco. Le advertí que si él no denunciaba su desaparición lo haría yo. Y hablaría con mi marido y la noticia saldría en todos los periódicos. Entonces cambió de actitud. «Lo mejor es no mezclar en este asunto a la policía», dijo. «Quédese donde está, voy a mandar a un investigador.» Y eso es lo que he hecho: esperarle a usted. -Se detuvo. Hizo un gesto con sus manos pequeñas-. Eso es todo.
– ¿Le importaría que pidiéramos la cena, señora? -dijo Quirós de repente-. He comido temprano y…
– No faltaría más.
Quirós encargó sopa de mariscos y emperador. Todo lo pagaba don Julián, de modo que podía permitirse un pequeño lujo. La mujer solo quiso otra tónica. Cuando el camarero se alejó, Quirós situó las gafas a medio trayecto de la nariz y miró a la mujer por encima de los cristales.