Contempló cómo las olas adoptaban a Marta. Luego observó la tarjeta que aún sostenía: «Ernesto Serrano», decía el nombre. La dejó caer al mar.
En el viaje de vuelta, mientras llevaba a la niña a casa de Aldobrando, recordó lo que Marta le había dicho cuando él le preguntó su nombre.
– No he querido que lleve el apellido de ese criminal. Se llama Tina Serrano.
Se preguntaba quién la había calumniado, quién le había dicho a la policía aquella mentira infame. ¿Fernando? No: lo ignoraba todo acerca del grupo. Mario y Mónica quedaban descartados por la misma razón. Quizá la Maestra, o puede que la hermosa Paz, la todopoderosa paz, que así le devolvía las miradas que ella le dedicaba a Borja, porque cada cual tiene su manera de vengar los celos.
El enigma la había estado obsesionando durante todo el día anterior. Aquella tarde, con el descanso de la noche a sus espaldas, decidió cambiar el rumbo de sus paseos. En lugar de ir hacia la Nada, que ya lo era por completo, se dirigió a la torre árabe. Y al tiempo que alcanzaba la pared de piedras erguidas en la arena se sintió por primera vez dueña de la situación.
No había sido un recorrido fácil. Al principio todo había saltado por los aires, y entre las ruinas de sí misma apenas había sido capaz de encontrar un resto y proseguir. Porque la vida era un trabajo, lo mismo daba que ella fuera «joven», como decían sus tíos. La vida era como el soldado que hace guardia en una garita o el vigía que otea en el barco: si perdías fuerzas, fracasabas. Y el cansancio la había invadido hasta tal punto que, cuando decidió que se marcharía con el autobús a primera hora del viernes, sintió como si todos los cordajes que la habían apuntalado hasta ese instante cedieran bruscamente. Deseó, a diferencia de otras ocasiones felices, estar muerta. No morir: estarlo.
Pero eso había sido el miércoles. Aquella tarde de jueves, sobre todo durante su paseo a la torre, vio las cosas de otra forma.
Se detuvo bajo la sombra de la torre y contempló el mar. En algún punto del horizonte se hacía intercambiable con el cielo, ambos grises y rebosantes. Tina estuvo observando largo rato aquel punto indeciso.
Repasó su vida, particularmente su oscura infancia: la muerte prematura de su madre, a la que no había conocido; los primeros años junto a su padre, del que solo había heredado pesadillas claustrofóbicas, y su, también, inesperado final… Intuía, de manera vaga pero cada vez más firme, que detrás de las explicaciones sobre accidentes y actos criminales que le ofrecían sus tíos se ocultaban secretos familiares que aún no había logrado desvelar. Pero no le importaba: proceder de un pasado muerto la ayudaba a sentirse viva.
Luego pensó en Soledad. No era la primera vez que lo hacía, pero ahora era diferente. La vio sentada en las rocas del espigón, acompañada de todo lo que la rodeaba y de sí misma, y la envidió. No por que deseara ser como ella sino porque sabía que, de haber estado en su caso, la muchacha no la envidiaría. Envidiaba su falta de envidia. ¿Qué le impedía imitarla?, se preguntaba.
Se oían gritos crecientes de gaviotas, la tarde se apagaba, el golpe de las olas era más denso. Hoy es el primer día de mi vida, pensó, sentada junto a la torre, asomada al mar como a una ventana. A la mañana siguiente regresaría a Madrid. Su tío vendría durante el otoño, porque se hallaba en algún punto del Mediterráneo buscando un galeón hundido. Hoy es el primer día de mi vida, volvió a pensar mientras veía, dentro de sí, el semblante risueño de su tío, que acababa de exhumar un barco color arcoiris con una figura andrógina orlada de pámpanos como mascarón, los mástiles pintados como los postes de las barberías y los cordajes como guirnaldas de piñata.
Somos otros. Quizá muchos, infinitos. Pero, sobre todo, uno, distinto a todos los demás, inconcebible para el yo de nuestra superficie. Uno de verdad, al que solo accedemos cuando algo terrible nos sucede, cuando la vida nos hunde hasta que tocamos fondo. Es lo que me ocurrió a mí con tu muerte. No presumo de que estas páginas sean literatura, sé que no soy buen escritor, y esto que sigue ni siquiera es ficción sino aquello que realmente soy. Pero aquí están. Las redacté en la cueva de la sierra, donde solíamos ir, Carmela, recordando nuestra infancia.
He subido al mismo lugar que tú. La única diferencia es que yo sigo con vida. Te amo.
Nieves Aguilar recordaba aquella nota manuscrita mientras contemplaba la oscuridad.
– Soledad leyó esas páginas y comprendió enseguida que eso era lo que ella deseaba escribir… Imagino lo nerviosa que debió sentirse… El miedo que experimentó al ver su deseo hecho realidad en otra persona, en alguien que había pasado por un trance terrible… Me llamó sin decirme nada. ¿Qué hubiese podido decirme? Solo que viniera a verla. Sin duda, tenía pensado enseñarme el libro. Pero antes quería visitar la cueva donde él se inspiró. Deseaba seguir sus pasos. Quizá… Ahora pienso que quizá deseaba, en su fuero interno, que le ocurriese algo similar… Algo terrible… De esa forma lograría, igual que Guerín, escribir la verdad… Se marchó y no regresó… Pero estuvo aquí…
– Aquí no hay nada -dijo Quirós.
Sabía que no era cierto. Había oscuridad, aunque no en exceso. Por suerte, traía su linterna de bolsillo. La luz otorgaba más vida al atuendo de la mujer: su conjunto caqui, el cinturón verde, el bolso rojo, los calcetines blancos.
En verdad, se trataba de una cueva civilizada. Y ni siquiera merecía tal nombre: era, más bien, una gruta de techo alto. En las paredes había insultos en aerosol y fechas románticas grabadas a punta de navaja; en la entrada, litronas vacías. Lo único digno eran las vistas, que daban a un mar colosal. Pero la lluvia les había impedido hasta aquel tranquilo disfrute. Había comenzado bruscamente, en forma de denso chaparrón, mientras subían por el sendero, obligándoles a recorrer la última parte a toda prisa. El sombrero de Quirós se combaba de humedad y la mujer se había quitado la goma del pelo y se lo frotaba para secárselo.
– Aquí no hay nada -repitió él.
– No lo sabemos… ¡No lo sabemos!
Quirós sí lo sabía. Se alegraba, al menos, de haber traído su linterna de bolsillo.
– Mire -dijo ella. Había avanzado hacia el fondo, agachándose, aunque el techo tenía suficiente altura. Quirós, que había entrado el primero para asegurarse de que la mujer no se toparía con nada raro, ya había visto aquella parte, pero se acercó y miró.
La cueva terminaba formando una especie de cámara. Nieves Aguilar señalaba el techo y la linterna de Quirós lo barrió arrancando brillos minerales. En los recodos, las paredes se torcían en un ángulo que casi parecía un artificio. La lluvia se escuchaba como desde el interior de una caja de resonancia.
– ¿Ha visto? -decía la mujer-. ¿Ha visto?
– Sí -dijo Quirós.
Sus miradas se cruzaron. La mujer parecía aturdida, como si de repente hubiese comprendido que no había nada que ver. Quirós supuso que era el agotamiento. La linterna revelaba destellos de furia en el azul de sus ojos.
– ¿Qué es lo que mira? -Ella jadeaba-. ¡Estoy intentando encontrarla…! ¡Quiero hacer todo lo posible! ¡Para eso vine a este pueblo…! ¡Quiero ayudarla! ¡Y usted, siempre así, quieto, sin hacer nada…! ¡Siempre quieto… y callado! -No tenían eco sus gritos. Estaban como hundidos, inmersos bajo un mar que se derramaba en el exterior. Su llanto apenas se oía-. ¡Ocultando cosas, engañándome…!
– Cálmese, señora…
– ¡No sé qué mira! ¡No sé qué quiere ni qué le importa…! ¡¡Y deje de apuntarme con la linterna!!
De un golpe, ella le arrebató la luz.
Aquel llanto en la oscuridad dejó indefenso a Quirós. La mujer era una sombra pequeña, estremecida, incontrolable. Quirós la aferró del brazo y buscó sus labios. Ella gimió, pero la pregunta quedó encerrada.
Permanecieron abrazados. Él sentía la débil, trémula presión del cuerpo de la mujer contra el suyo. Ella ya no lloraba: respiraba hondo albergada por él. La luz giraba en el suelo, como enloquecida.
Nieves alzó la boca otra vez. No quería pensar, solo sentir. Tampoco recordar: es preciso tener recuerdos para tener culpas. Quería sentir olvidando. Percibió que ella era la que le transmitía su fuerza y su poder con los labios. Él era solo inmenso, ella era fuerte. Experimentó tanta compasión por él en ese momento que supo que lo que estaba haciendo no era malo. De inmediato (desde lo profundo de su ser saltó la evidencia) comprendió que lo que hacía era el único acto responsable, justo y responsable, que podía hacer.
Quedaron inmóviles, abrazados, oyendo la realidad de la lluvia.
– Ella estuvo aquí… -murmuró Nieves Aguilar.
– Quizá no llegó -dijo Quirós.
Pensaba en algo. Recordaba algo. Un detalle leve, pero en aquel instante golpeó su memoria con toda la fuerza de una imagen.
– ¿Adónde va?
Quirós había salido de la cueva. Se volvió hacia la mujer bajo la lluvia.
– Venga conmigo -dijo-. Deprisa.
17
No es ningún dios, eso está claro. Pero es que ni siquiera es un hombre.
La lluvia que ahora cae no solo es capaz de mojarlo: lo hace estornudar. Llueve con toda la fuerza de una cisterna rota. Llueve como si el hombre se encontrara flotando en un retrete y hubiese llegado el triste momento de desaparecer por el tragante. El hombre protege la Plateada bajo su impermeable: le gusta ese frío contra su muslo y sobre todo contra su vara, el contacto del metal con la carne hasta que uno y otro mezclan sus temperaturas. Nada hay más grato que el frío de un cañón, piensa (y el perro asiente babeando), salvo el calor de un cañón.