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La chica que hace el papel de víctima mantiene los brazos apartados a ambos lados del cuerpo, pegándose a la pared como si quisiera incorporarse a ella para huir del animal; evidentemente, una puesta en escena realista exigiría más bien que recurriera a las manos para protegerse. Del mismo modo, cuando se vuelve de cara a la pared, con el mismo pretexto del terror instintivo que supuestamente experimenta (y que tal vez experimente de veras esta noche, puesto que se trata de una principiante), levantando entonces más los brazos, con los codos doblados y las manos apoyadas en los cabellos, este modo de defensa sólo se explica por un interés de orden estético, destinado a introducir cierta variedad en la visión de la sala. Los focos, cuyos haces siguen apuntando a la cabeza del perro, iluminan sobre todo la zona -cadera, hombro o pecho- de la que está ocupándose. Pero siempre que la criada, que dirige la operación sin mantener la correa demasiado tirante, considera que se ha alcanzado una etapa particularmente decorativa del proceso -a causa de nuevas superficies ofrecidas a las miradas o de desgarrones de tela casualmente interesantes-, tira de la trenza de cuero murmurando un breve «¡Aquí!», que restalla como un latigazo; el animal se echa atrás, como a disgusto, y penetra en la sombra, en tanto que la luz, que sigue fija en la cautiva, se ensancha para hacer admirar a ésta en su totalidad, ya de cara, ya de espalda, según el lado que ofrece al público en ese momento.

En la sala del teatrito se intercambian entonces algunos comentarios, en voz bastante baja y tono comedido. Cuando la actriz es nueva, como esta noche, goza evidentemente de una atención particular. Algunos espectadores cansados aprovechan, no obstante, para volver al tema que los preocupa: el movimiento de buques, los bancos comunistas, la vida que se lleva hoy día en Hong Kong. «En las tiendas de los anticuarios -dice el hombre gordo y colorado- siempre se encuentran objetos de esos del siglo pasado que la moral occidental juzga monstruosos.» Luego ha de describir, a título de ejemplo, uno de los objetos en cuestión, pero lo hace en voz muy baja, susurrante, mientras pega la boca al oído que tiende hacia él su interlocutor inclinándose. «Ni que decir tiene -añade un poco después- que ya no es como antes. Aunque, con paciencia, se pueden conseguir las señas de algunas casas de placer clandestinas, que son grandes como palacios y cuyas instalaciones especiales, los salones, los jardines, las cámaras secretas, dejan muy atrás nuestra imaginación de europeos.» y luego, sin relación aparente con lo anterior, se pone a contar la muerte de Edouard Manneret. «¡Ese sí que era un personaje!», añade a modo de conclusión. Se lleva a los labios la copa de champán, en la que no queda casi nada, y la vacía de un trago echando la cabeza hacia atrás, con un movimiento de amplitud excesiva. Y deja la copa en el mantel blanco arrugado cerca de una flor de hibiscus marchita, de color rojo sangre, uno de cuyos pétalos queda cogido bajo el disco de cristal que forma la base del pie.

Los dos hombres cruzan después el salón, donde los últimos invitados parecen haber sido olvidados en grupitos indecisos; y seguramente se separan casi al instante, ya que la escena que sigue muestra al más alto de los dos -a quien llaman Johnson o a menudo incluso «el americano», aunque es de nacionalidad inglesa y barón- de pie junto a uno de los anchos ventanales de cortinas corridas, conversando con aquella joven rubia cuyo nombre es Lauren, o Loraine, y unos momentos antes estaba en el sofá rojo al lado de Lady Ava. El diálogo entre ambos es rápido, algo distante, limitado a lo esencial. Sir Ralph (llamado «el americano») no puede evitar un esbozo de sonrisa casi despectiva, irónica en cualquier caso, mientras se inclina con rigidez ante la joven -diríase burlonamente- y le da breves indicaciones sobre lo que quiere de ella. Levantando sus grandes ojos, que hasta entonces mantenía obstinadamente bajos, la muchacha le presenta de pronto su rostro liso de mirada inmensa, aquiescente, rebelde, sumisa, vacía, sin expresión.

En la escena siguiente, están subiendo por la inmensa escalera de honor, ella de nuevo con los párpados bajos, la nuca inclinada, y sosteniendo con ambas manos, a cada lado, el borde inferior de su vestido blanco de falda muy ancha, que se sube ligeramente para impedir que roce en cada escalón la alfombra roja y negra, cuyas gruesas barras de cobre están fijadas en los extremos mediante dos sólidas anillas y rematadas a cada lado por una pequeña piña estilizada, él siguiéndola a poca distancia y vigilándola con la mirada, una mirada indiferente, apasionada, fría, que va desde los pies menudos, subidos en altos tacones de aguja, hasta la nuca curvada y los hombros desnudos, cuya carne resplandece con un brillo satinado cuando la joven pasa bajo los candelabros de bronce en forma de lingam de tres brazos que alumbran, uno tras otro, los tramos sucesivos de la escalera. En cada piso monta guardia un criado chino, petrificado en una actitud improbable, rebuscada, como las que se ven en las estatuillas de marfil de los anticuarios de Kowloon; un hombro demasiado subido, un codo hacia adelante, un brazo flexionado con los dedos vueltos hacia el pecho, o las piernas entrecruzadas, o el cuello torcido para mirar en una dirección que contradice el resto del cuerpo, todos tienen los mismos ojos oblicuos, casi entornados, clavados insistentemente en la pareja que se acerca; y, con un movimiento de autómata con un mecanismo de relojería bien graduado, cada uno de ellos, sucesivamente, hace girar su cara de cera muy despacio, de izquierda a derecha, para acompañar a los dos personajes que pasan sin volver la cabeza, prosiguiendo su ascensión regular hacia el rellano siguiente, entre los candelabros sucesivos y los hierros verticales que sostienen el pasamano, franqueando de peldaño en peldaño las barras horizontales que fijan en cada escalón la gruesa alfombra a franjas rojas y negras.

Después están en una habitación decorada en estilo vagamente oriental, apenas alumbrada por lámparas pequeñas cuyas pantallas difunden aquí y allá una luz rojiza, mientras la mayor parte de la estancia, de dimensiones bastante amplias queda en la penumbra. Así ocurre, por ejemplo, en la zona que se extiende cerca de la entrada, donde se ha detenido Sir Ralph tras cerrar la puerta y dar vuelta a la llave en la maciza cerradura de adornos barrocos. Adosado al recio panel de madera como si prohibiera su acceso, mira la habitación, la cama con columnas tapizada de raso negro y los diversos instrumentos refinados y bárbaros que la joven, de pie también, pero en una zona un poco más clara, inmóvil y con los ojos puestos en el suelo, se esfuerza por no ver.

El hombre gordo y colorado empieza sin duda entonces a describir uno de aquellos instrumentos, pero en voz muy baja y en el momento justo en que en el escenario se reanuda el espectáculo, tras esa pausa de unos segundos. La criada eurasiática da un paso adelante. Un «¡Anda!» imperioso, acompañado de un movimiento preciso del brazo izquierdo, dirigido hacia el vientre de la adolescente japonesa, le indica al perro el trozo de tela que ha de morder ahora. Y la luz se concentra de nuevo en el lugar señalado. A partir de ahora, en el silencio de la sala, ya no se oyen sino las breves órdenes silbantes de la criada, casi invisible, los sordos gruñidos del perro negro y, de vez en cuando, la respiración asustada de la víctima. Cuando ésta queda totalmente desnuda, pero con cierto retraso respecto a la ampliación de los proyectores, que tiene lugar instantáneamente, suenan discretos aplausos. La joven actriz ejecuta tres pasos de danza acercándose a las candilejas y saluda. Este número, tradicional en ciertas provincias de la China interior, ha sido como siempre muy bien recibido esta noche por los invitados ingleses o americanos de Lady Ava.