Выбрать главу

– ¿Quieres tomar algo? -preguntó a su hija dirigiéndose al armario de caoba.

– ¿Y tú?, ¿vas a tomar algo?

– Sí.

– Está bien. Una tónica con ginebra.

Diana sirvió las bebidas y llevó los vasos a la ventana.

– Salud -se encaramó en el respaldo de un sillón y contempló la terraza con su hija. Era más fácil, en general, no mirarla-. Durante años, fuí incapaz de pensar en tu padre sin enfadarme. Cuando llegaban sus cartas para tí y veía su escritura, solía ponerme tan nerviosa que me dolía la mandíbula durante horas. No dejaba de preguntarme qué tenía Miranda que yo no tuviese -se rió un poco-. Entonces fue cuando entendí qué significaba «rechinarle a uno los dientes» -hizo una pausa-. Me costó bastante, pero lo he superado. Ahora intento recordar los buenos tiempos. ¿Es guapa? Nunca la conocí, ya sabes.

Las travesuras de un gorrión en las baldosas de fuera captaron la atención de Elizabeth, como si su personita estuviese a punto de proporcionar una solución a los misterios del universo.

– No fue del todo culpa suya -dijo defendiéndole.

– No, no lo fue. De hecho, en muchos aspectos fue más culpa mía. Lo daba por supuesto. Supuse que era el tipo de hombre que podía arreglárselas con una mujer que trabajaba, pero no lo era. Sobre todo, no le gustaba competir conmigo como compañera de negocios. No le culpo. No podía evitarlo, como yo no pude evitar el desear una carrera después de que nacieras. La verdad es que nunca nos tendríamos que haber casado. Éramos demasiado jóvenes y ninguno de nosotros sabía qué estábamos haciendo. Phoebe cree lo mismo en su caso. Se casó con David porque estaba embarazada de Jonathan y el decoro de las clases medias hace veinte años exigía que se casaran. Me casé con tu padre por casi las mismas razones. Quería ir a Estados Unidos con él y mis padres no consintieron que fuera con él como amante, no querían ni oír hablar de ir como su amante -suspiró-. Dios sabe, Lizzie, que todos hemos vivido para lamentarlo. Echamos a perder nuestras vidas porque no tuvimos el valor de hacer mangas y capirotes con las convenciones.

La muchacha miró fijamente el gorrión.

– Si lamentas haberte casado, ¿también lamentas sus consecuencias?

– ¿Quieres decir que si lamento haberte tenido a tí?

– Por supuesto -replicó furiosamente-. Las dos cosas están bastante relacionadas, ¿no crees? -El dolor se había clavado en lo más profundo de su ser.

Diana buscó con cuidado las palabras correctas.

– Cuando naciste, solía volverme loca cuando la gente me preguntaba: «¿A quién se parece? ¿Se parece a tí o a Steven?». Siempre respondía lo mismo: «A ninguno de los dos». No podía entender por qué necesitaban atarte a uno u otro de nosotros. Para mí, desde el momento en que respiraste, fuiste un individuo con tu propia personalidad, tu propio aspecto, tu propia manera de hacer las cosas. Te quiero porque eres mi hija y hemos crecido juntas, pero en realidad, hay mucho más que eso, me gustas. Me gusta Elizabeth Goode -quitó una mota de polvo de la manga de la joven, que colgaba sobre el sillón que estaba a su lado-. Existes por derecho propio. No eres una consecuencia de mi matrimonio.

– Pero lo soy -gritó la muchacha-. ¿No lo ves? Soy lo que tú y papá habéis hecho de mí.

Diana la miró.

– No; ya eras revoltosa recién nacida. Tuve que empezar a darte comida sólida cuando tenías unas ocho semanas porque no dejabas de pedir comida. Steven siempre te llamaba «el pañal despótico» porque nos tenías bien sometidos a una disciplina. ¿Qué es lo que ahora te hace pensar que naciste sin personalidad y que te tuvieron que moldear dos personas inexpertas? Dios sabe que el futuro te prepara una sorpresa si crees que los recién nacidos no tienen su propia manera de ser.

Elizabeth sonrió.

– Sabes qué quiero decir.

– Sí -concedió su madre-, sé qué quieres decir -se quedó en silencio durante un momento-. La verdad es que debería haber reflexionado sobre esto antes. Por una parte, yo misma me he estado dando palmadas en la espalda por tener una hija decidida, independiente, aunque sea un poco obstinada; por otra, te he estado regañando para que no cometas mis errores -sonrió tristemente-. Lo siento, cariño. Es una actitud inconsistente.

– Phoebe es igual -dijo Elizabeth-. Debe ser una debilidad maternal común.

Diana se rió.

– ¿Qué es lo que hace Phoebe?

– ¿No te has fijado? Cada vez que Jonathan toma algo de beber, discretamente marca el nivel de la botella con un rotulador. Cree que él nunca se ha dado cuenta.

– Bueno, pues no me he fijado -dijo Diana, un poco sorprendida-. ¡Qué extraordinario! ¿Por qué lo hace?

– Porque su padre bebía demasiado. Vigila como un halcón para asegurarse de que Jonathan no haga lo mismo.

«Dios, y no puedo culparla», pensó Diana, y sin embargo, qué ridículas parecían sus acciones cuando se consideraban objetivamente.

– ¿Lo comprende Jonathan? -preguntó con curiosidad.

– Creo que sí.

– ¿Tú lo comprendes?

– Sí, pero eso no significa que tú o Phoebe tengáis razón. Mi punto de vista es que ambas os estáis armando un lío acerca de algo que puede que nunca suceda.

– Brindaré por eso -dijo Diana, haciendo tintinear su copa con la de su hija, pero aunque esperaba que aquel nuevo y frágil acuerdo condujera a confidencias, estaba decepcionada. Elizabeth había guardado un secreto demasiado tiempo para expresarlo libremente en unos principios tan tenues.

– Sí que es guapa -dijo inesperadamente Elizabeth-. Muy diferente a tí. Es baja y algo regordeta y siempre lleva faldas con peto. Cocina muy bien. Papá ha engordado unos doce kilos desde que se casó -sonrió-. Ya no puede abrocharse las camisas, o no podía hace tres años.

«Dios mío -pensó Diana-, o sea que era eso lo que quería.» Recordó al joven delgado con quien se casó, apuesto, de aspecto cadavérico, que se vestía con ropa de diseño, y se rió entre dientes.

– Pobre Steven.

– Es muy feliz -protestó su hija, rápida en captar una crítica.

Diana levantó las manos en señal de rendición burlona.

– Estoy segura de que lo es. Y muy contenta por él -dijo. Y lo estaba.

– Supongo que tendré que preguntar a la policía si puedo volver a Londres -aventuró Elizabeth momentos más tarde.

– ¿Cuándo quieres irte?

– Mañana, después de comer. Jon dijo que me llevaría en coche a la estación.

– Se lo preguntaremos a Walsh por la mañana -dijo Diana-. Seguro que estará aquí temprano, radiante, para pegarme en los nudillos por mi mala conducta de esta tarde.

– Oh, mamá -la riñó Elizabeth, como si estuviera hablando a una niña-, tendrás cuidado, ¿lo tendrás? Tienes un temperamento tan fuerte cuando te enfadas. Para ser franca, creo que has tenido una maldita suerte por haberte escapado casi indemne.

– Sí -dijo dócilmente Diana, maravillándose de lo rápidamente que se invertían los papeles.

Elizabeth apretó los labios.

– Jon se peleó hoy -anunció de modo sorprendente-, pero no se lo digas a Phoebe. Le dará un ataque.

– ¿Dónde?

– En Silverbone. Unos gamberros lo reconocieron por esa foto del periódico local, la que le hicieron fuera del hospital la noche en que atacaron a Anne. Le llamaron chulo putas, así que le cascó a uno en el ojo y puso pies en polvorosa -sonrió-. Me impresionó cuando me lo explicó. No creía que fuese capaz de eso.

Diana se acordó de David Maybury. Jonathan era perfectamente capaz.