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– Todo lo que sí sé, sargento, es que no fue culpa mía -una lenta sonrisa dibujó una curva en sus labios-. No puede imaginarse lo bien que eso me hace sentir.

– ¿Pero nadie ha sugerido nunca que lo fuese? -la idea horrorizó a McLoughlin.

– Cuando tenía ocho años, mi madre me encontró en la cama con mi padre. Mi padre huyó a causa de ello y a mi madre se la etiquetó de asesina. A la edad de diez años, la personalidad de mi hermano cambió. Dejó de ser un niño y ocupó el lugar de su padre. Juró guardar el secreto de lo que había pasado y nunca ha vuelto a mencionar a su padre -jugó con sus dedos-. La culpabilidad de mi madre ha sido una impertinencia comparada con la mía -levantó los ojos-. De lo que pasó la otra noche diría que no hay mal que por bien no venga. Durante años, me he sentado ante un psiquiatra que ha hecho todo lo posible para intelectualizar y extraer los sentimientos de culpabilidad fuera de mí. Hasta cierto punto, lo consiguió y yo lo aparté todo en un rincón de mi mente. Yo fui la víctima, no la culpable. Fui manipulada por alguien a quien me habían enseñado a respetar. Representé el papel que se me exigió porque era demasiado joven para comprender que tenía otra alternativa -hizo una breve pausa-. Pero la otra noche, tal vez porque estaba tan asustada, todo volvió a mi memoria con asombrosa claridad. Por primera vez, me di cuenta de cómo había cambiado el esquema de la noche en que se marchó. Por primera vez, no necesité justificar conscientemente mi inocencia porque entendí que el sufrimiento y la incertidumbre de los últimos diez años habrían existido de todos modos, tanto si nos hubiese encontrado mi madre como si no.

– ¿Le ha explicado todo esto?

– Aún no. Lo haré cuando usted se vaya. Quería que otra persona llegase a la misma conclusión que yo -apretó los labios, pensativa-. Ahora todo tiene un aspecto borroso -admitió-. Estaba bien hasta que llegué al principio de la larga recta que conduce a las verjas. Aminoré el paso al coger la curva porque tenía flato y oí lo que sonó como alguien que dejaba escapar un largo respiro, como el ruido que uno hace cuando ha estado conteniendo la respiración para dejar de tener hipo. Parecía estar muy cerca. Estaba tan asustada que empecé a correr de nuevo. Entonces, oí pasos corriendo y a alguien que gritaba -le miró tímidamente-. Ése era usted. Me asustó y me hizo perder la cabeza. Ahora ni siquiera estoy segura de si oí respiración alguna.

– Está bien -dijo-. No es importante. Y cuando dijo que creyó que era su padre, ¿sólo fue porque estaba asustada? ¿No había nada en esa respiración que le recordara a él?

– No -contestó Jane-. Ni siquiera puedo recordar cómo era él. Hace tanto tiempo y mamá ha quemado todas sus fotos. Es imposible que reconociera su respiración -le observó recoger sus cosas-. ¿Le he ayudado en algo?

– ¿En algo? -sin reflexionar, la alcanzó y le dio un apretón de manos rápido e impersonal-. Creo que su madrina va a estar muy contenta con usted, señorita. Olvídese de sus batallas, acaba de escalar su propio Everest. Y la pendiente es cuesta abajo a partir de ahora.

Phoebe estaba sentada en un asiento del jardín junto a la puerta principal, con la barbilla apoyada en las manos,mirando fijamente, pero sin ver, los arriates de flores que bordeaban el camino de grava.

– ¿Puedo sentarme con usted? -le preguntó McLoughlin.

Phoebe le indicó que lo hiciera.

Permanecieron sentados en silencio durante unos minutos.

– La línea divisoria entre una fortaleza y una prisión es muy fina -observó McLoughlin en voz baja-. Y diez años es mucho tiempo. ¿No cree, señora Maybury, que ha cumplido su sentencia?

Phoebe se incorporó en su silla y, con amargura, hizo un gesto en dirección al pueblo, Streech, y más allá.

– Pregúnteselo a ellos -dijo-. Fueron quienes levantaron un alambrada de espino.

– ¿Está segura de que fueron ellos?

Instintivamente, a la defensiva, se subió las gafas.

– Por supuesto. Yo nunca elegí vivir así. ¿Pero qué hay que hacer cuando la gente se vuelve en contra de una? ¿Rogarles que sean amables? -se rió con una carcajada discordante-. Yo no lo haría.

McLoughlin se miró fijamente las manos.

– No fue culpa suya -dijo con calma-. Jane lo comprende. Él era lo que era. Nada que usted hubiera hecho o hubiese dejado de hacer habría cambiado las cosas.

Phoebe se ensimismó y dejó que el silencio se prolongara. Por encima de ellos, las golondrinas y los aviones descendían y se precipitaban hacia el suelo, y una alondra infló su cuellecito y cantó. Finalmente sacó un pañuelo de la manga, se lo llevó a los ojos y dijo:

– Creo que usted no me gusta demasiado.

McLoughlin la miró.

– Todos llevamos nuestra carga de culpabilidad: es la naturaleza humana. Escuche a cualquier desconsolado o divorciado y oirá la misma historia: ojalá hubiera hecho esto…, ojalá no hubiera hecho aquello…, ojalá hubiera sido más amable…, ojalá me hubiera dado cuenta. Nuestra capacidad de autocastigo es enorme. El truco es saber cuándo detenerse -apoyó una mano ligera sobre su hombro-. Ha estado castigándose demasiado tiempo. ¿No lo entiende?

Phoebe volvió la cara, dándole la espalda.

– Debería haberlo sabido -le dijo a su pañuelo-. Le estaba haciendo daño y yo debería haberlo sabido.

– ¿Cómo podía saberlo? No es diferente del resto de nosotros -le dijo crudamente-. Jane la quería, quería protegerla. Si se culpa a sí misma, le quita a su hija todo lo que intentaba hacer por usted.

Hubo otro largo silencio mientras Phoebe luchaba por controlar sus lágrimas.

– Soy su madre. Sólo me tenía a mí para salvarla, pero cuando me necesitaba nunca estaba. No puedo soportar pensar en ello.

Un temblor convulsivo sacudió el hombro debajo de la mano de McLoughlin. No se detuvo a pensar si era una buena idea, pero reaccionó, instintivamente, llevándola hacia su brazo y dejándola llorar. No eran las primeras lágrimas que había derramado, adivinó, pero eran las primeras que había derramado por su yo perdido, aquel yo que había entrado en un mundo encantado, con los ojos muy abiertos y seguro de que podía hacer cualquier cosa. El triunfo de la condición humana era enfrentarse a una pequeña derrota tras otra y sobrevivir a ellas relativamente intacta; La tragedia, en cuanto a Phoebe, fue enfrentarse a la peor derrota demasiado pronto y no recuperarse nunca. El corazón de McLoughlin, todavía magullado y apaleado, suspiró por ella.

Paró el coche en la curva que había antes del tramo recto del camino y se bajó. Cerca, había dicho Jane, lo cual significaba, según toda probabilidad, agachado entre los rododendros a lo largo del borde del camino. Sus registros hasta entonces habían sido decepcionantes. Mientras había reunido a un grupo de policías para registrar la casa del hielo en busca de algo relacionado con la señora Thompson, él mismo había andado a gatas por la terraza, buscando huellas del agresor de Anne. Si hubiera pasado lo que él creía, habría habido bastantes pruebas de ello. Pero Walsh tenía razón. Excepto algunos ladrillos sueltos y una colilla de cigarro de una marca que ni Fred ni Anne fumaban, no había nada. Ni arma -había estado examinando cada ladrillo y cada piedra meticulosamente para ver si hallaba manchas de sangre-; ni huellas -el césped estaba demasiado seco por falta de lluvia y las baldosas demasiado limpias debido a los habituales barridos de Molly-; ni sangre, ni siquiera la más diminuta mota, para demostrar que Anne había sido golpeada fuera y no dentro. Había empezado a preguntarse si había puesto demasiada fe en la certeza de Phoebe -diez años era mucho tiempo y la gente cambiaba- y ella misma había reconocido que sólo pasó aquella vez. Pero ¿y si ella estuviera equivocada o estuviera mintiendo? No podía resignarse a explorar ninguna de esas posibilidades. Aún no.

Se puso a cuatro patas una vez más y empezó a avanzar por el camino. Si precisamente había algo, no sería fácil de encontrar. Un grupo ya había estado buscando por allí una vez sin éxito, pero entonces les había dicho que se concentraran en un tramo de más abajo, cerca de donde había alcanzado a la joven y donde, por un breve instante, había tenido el presentimiento de que les estaban observando a él y a Jane. Anduvo a gatas por el lado izquierdo, doliéndole las rodillas, con los ojos alerta constantemente, pero después de media hora, no había encontrado nada.