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Se sentó cansadamente sobre sus talones y juró por la injusticia de aquello. «Sólo una vez -pensó-, déjame tener suerte. Sólo por esta vez, que algo aparezca en mi camino, algo por lo que no tenga que romperme los cuernos.»

Se trasladó al lado derecho del camino y retrocedió poco a poco hacia la curva. Como era de esperar, casi había llegado al coche antes de encontrarlo. Respiró hondo y dio golpes con el puño en el alquitranado, gruñendo y moviendo la cabeza de un lado a otro como un perro enloquecido. Si hubiera empezado por el lado derecho, habría encontrado el maldito objeto hacía una hora y se habría ahorrado mucho trabajo.

– ¿Está bien, hijo? -preguntó una voz.

McLoughlin miró por encima del hombro y vio a Fred que le miraba fijamente. Sonrió con una mueca cohibida y se levantó.

– Muy bien -le aseguró-. Acabo de encontrar al cabrón que atacó a la señorita Cattrell.

– No lo veo -murmuró Fred, mirando a McLoughlin nada convencido.

McLoughlin se agachó y separó los arbustos, quitando las hojas que había en el suelo encima de un objeto.

– Mire eso. Los forenses van a tener un día de maniobras.

Jadeando, Fred se agachó a su lado.

– Bueno, que me aspen -dijo-, es una Paddy Clarke Especial.

Puesta con mimo entre los detritos debajo del rododendro, perfectamente camuflada, había una botella de cerveza de piedra, de estilo antiguo, con una corteza de color marrón oscuro pegada en la base. McLoughlin, que había estado pensando sólo en función de posibles huellas decentes y en lo que parecía la marca de una zapatilla de deporte en la tierra húmeda y blanda bajo los densos arbustos, le lanzó una mirada curiosa.

– ¿Qué demonios es una Paddy Clarke Especial?

Fred se movió triste y pesadamente al ponerse de pie.

– No hay ningún daño en ello, de hecho. Es más un pasatiempo que un negocio, aunque supongo que el inspector no estaría de acuerdo. Tiene una habitación al final del garaje donde la hace. Utiliza solamente materiales tradicionales y la deja fermentar hasta que adquiere la fuerza de un caballo y sabe como el néctar. No hay cerveza que pueda compararse con la Especial de Paddy -miró fija y taciturnamente el rododendro-. Tiene que beberse en el local. Paddy valora mucho esas botellas, dice que dan un sabor que jamás da el cristal -parecía muy preocupado-. Nunca le he visto dejar que se llevaran una de esas botellas fuera del pub.

– ¿Cómo es Paddy? ¿Del tipo que pega a las mujeres?

El hombre mayor arrastró los pies.

– No, nunca haría eso. Es un buen tipo. En realidad, la mujer tiene muy poco tiempo para él y no es muy exigente con sus votos, pero ¿golpear a la señorita Cattrell? -negó con la cabeza-. No, él no haría eso. Él y ella -apartó la mirada-, amigos, como usted diría.

Una anotación en el diario de Anne flotó ante sus ojos. «P. es un misterio. Dice que jode con cincuenta mujeres al año y lo creo sin embargo, sigue siendo el amante más considerado del mundo.»

– ¿Fuma?

Fred, que había provisto de muchos cigarrillos a Paddy durante muchos años, pensó que la pregunta era extraña.

– Los cigarrillos de los demás -dijo con cautela-. Su mujer es un poquito tirana, no le parece bien que fume.

McLoughlin imaginó la chimenea de Anne inundada de colillas.

– No me lo diga -dijo con pesimismo-, déjeme adivinar. Se parece a Rodolfo Valentino, Paul Newman y Laurence Olivier, todos en uno -abrió la puerta del coche y alcanzó la radio.

– ¡Pche, pche, pche…! -Fred chasqueó la lengua impacientemente-. Es un hombretón, moreno, lleno de vida, inteligente a su manera. Siempre me recuerda al que hace de Magnum.

«¡Tom Selleck! Le odio», pensó McLoughlin.

El sargento Jones salía de la comisaría cuando llegó McLoughlin.

– ¿Sabe el vagabundo que está buscando, Andy?

– ¡Hummm…!

– Obtuve una información de su amigo el vicario de East Deller. La mujer afirma que le dio una taza de té.

– ¿Se acuerda de la fecha?

– No, pero el vicario recuerda que estaba escribiendo un sermón en ese momento y que se enfadó por la molestia; se puso a rezar al Señor para que le librase de los vagabundos, luego se reprendió a sí mismo por su falta de caridad.

McLoughlin se rió entre dientes.

– Eso es propio del vicario.

– Parece ser que siempre escribe sus sermones en domingo mientras ve los deportes en la televisión. ¿Le sirve de algo?

– Podría ser, Nick, podría ser.

Capítulo 19

El teléfono sonó sobre el escritorio de McLoughlin a la mañana siguiente.

– Eres un cabrón con suerte, Andy. Tengo una pista sobre ese vagabundo tuyo -dijo su amigo de Southampton-. Uno de los sargentos de paisano reconoció la descripción. Parece que recogió al viejo hace una semana y lo llevó a un albergue nuevo en el camino de Shirley. No hay garantías de que todavía esté allí, pero te daré la dirección. Puedes comprobarlo tú mismo. Se llama Wally Ferris y es uno de los habituales de por aquí en verano. El sargento Jordan lo conoce hace años.

McLoughlin anotó la dirección del albergue Heaven's Gate y le dio las gracias.

– Me debes una -dijo alegremente el otro, y colgó.

Heaven's Gate era una caserón victoriano seguramente muy solicitado en el pasado, antes de que existieran los automóviles, pero ahora su encanto había disminuido a causa de la transitada carretera que se estrechaba y discurría como una lágrima delante de la puerta principal de la casa.

Wally Ferris no se parecía a la descripción que McLoughlin había hecho circular, excepto en la edad y en la altura. Estaba limpio. Parecía que le hubiesen restregado sus rosadas mejillas y la brillante coronilla, y deslumbraba con su pechera de pelo lavado que le cubría una camisa blanca, con sus pantalones negros y sus lustrosos zapatos. Parecía exactamente un estudiante anciano en su primer día de clase. Se encontraron en la sala de estar y Wally hizo un gesto hacia una silla.

– Tome asiento -le invitó.

McLoughlin mostró su desilusión.

– No importa -dijo-. Honradamente, no creo que usted sea la persona que estoy buscando.

Wally se dio media vuelta rápidamente y se dirigió hacia la puerta.

– Ya me va bien, hijo. No estoy cómodo entre moscardas, se lo aseguro.

– Espere -dijo McLoughlin-. Como mínimo, comprobémoslo.

Wally se volvió y le lanzó una mirada furiosa.

– Decídase de una maldita vez. Sólo estoy aquí porque la señora de la casa me lo pidió. Me ha hecho un favor, por así decirlo, y por eso yo le pago con otro. ¿Qué busca?

McLoughlin se sentó.

– Tome asiento -dijo, imitando a Wally.

– Dios, es usted un indeciso, sin duda. Le cuesta decidirse, ¿no? -se sentó en una silla distante.

– ¿Qué ropa llevaba cuando vino aquí? -preguntó McLoughlin.

– No es asunto suyo, ¡joder!

– Puedo preguntárselo a la señora de la casa -dijo McLoughlin.

– ¿Pero a usted qué le importa, de todos modos?

– Sólo conteste. Cuanto antes lo haga, antes le dejaré en paz.

Wally chasqueó con los dientes ruidosamente.

– Chaqueta verde, sombrero marrón, zapatos negros, jersey azul y pantalón rosa -recitó de un tirón.

– ¿Hacía mucho que los tenía?

– Lo suficiente.

– ¿Cuánto tiempo hace?