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– Cada cosa es distinta. El sombrero y la chaqueta hace casi cinco años, diría.

– ¿Y el pantalón?

– Hace doce meses o así. Un poquito chillón, pero me iba muy bien. Eh, no estará pensando que lo robé, ¿no? Me lo dieron -parecía muy indignado.

– No, no -dijo McLoughlin en tono tranquilizador-. Nada de eso. La verdad es, Wally, que estamos intentando localizar a un hombre que ha desaparecido y creemos que usted puede ayudarnos.

Wally plantó sus pies en el suelo firmemente, uno delante del otro, debajo de la silla, puestos en equilibrio para alzar el vuelo.

– No sé nada de nada -dijo con absoluta convicción. McLoughlin levantó las manos en un gesto conciliador.

– No se asuste, Wally. Que sepamos, no tiene nada que ver con ningún crimen. La esposa del hombre nos pidió que lo encontráramos. Dice que usted fue a su casa el día antes de que desapareciese. Todo lo que nos preguntamos es si usted recuerda si fue a esa casa y si vio u oyó algo que pudiera ayudarnos a descubrir por qué se marchó.

Los ojos legañosos de Wally parecían sospechar.

– Voy a muchas casas.

– Estos dos le dieron un par de zapatos marrones.

Algo parecido al alivio vaciló en su semblante.

– Si la mujer estaba allí, ¿por qué no puede decirle ella por qué se fue el viejo? -preguntó razonablemente.

– Está muy enferma desde que su marido se fue -dijo McLoughlin, estirando la verdad como una goma elástica-. No ha podido explicarnos demasiado.

– ¿Qué ha hecho ese tipo?

– Nada, salvo perder todo su dinero y huir.

Aquello hizo reaccionar a Wally.

– Pobre cabrón. ¿Querrá él que le encuentren?

– No lo sé. ¿Usted qué cree? Su esposa, desde luego, quiere que vuelva.

Wally pensó en aquella cuestión durante unos minutos.

– Nadie se molestó en venir a buscarme -dijo por fin-. A veces desearía que lo hubieran hecho. Estuvieron contentos de ver mi espalda, eso es cierto. Adelante entonces. Pregunte.

Le costó más de una hora, pero al final, McLoughlin tenía una clara imagen de los movimientos de Wally durante las últimas semanas de mayo, o tan clara como el viejo pudo describirla, teniendo en cuenta que había estado borracho la mayor parte del tiempo.

– Me dieron un billete de cinco libras -explicó-. Un tipo de Winchester me lo metió en la mano. Lo aposté todo a un caballito llamado Vagrant. Ganó once a uno. Resultó. Hacía años que no tenía tanto dinero. Me mantuvo trompa durante tres semanas antes de gastarlo.

Estuvo rondando por Winchester la mayor parte de las tres semanas; luego, cuando ya le quedaban las últimas libras, fue andando por la carretera hacia Southampton en busca de nuevas ganancias.

– Me gustan los pueblos -dijo-. Me recuerdan las vacaciones en bicicleta de mi juventud. -Recordó haberse detenido en el pub de Streech-. Llovía a torrentes -explicó-. El dueño era un tipo decente, no me molestó -la mujer de Paddy, en cambio, era una vaca vieja y gorda por quien, por razones no específicas, Wally no demostró simpatía, sino que pestañeó como si estuviera enojado un par de veces al mencionarla. A las tres en punto, cerraron el pub y se marchó cuando llovía-. No es divertido cuando estás mojado -dijo lúgubremente-, así que me fui a un pequeño refugio que conozco y pasé la tarde y la noche allí.

– ¿Dónde? -preguntó McLoughlin cuando Wally se quedó callado.

– Jamás hice daño alguno -dijo Wally en tono defensivo-. No pedí a nadie para que se quejaran.

– No ha habido ninguna queja -dijo McLoughlin entono alentador-. No le denunciaré, Wally. En cuanto a mí, si se comporta, puede utilizar ese refugio tantas veces como quiera.

Wally apretó los labios, poniéndoselos como un florón de color rosa.

– Hay un caserón allí. Saltar el muro es tan fácil como abrir y cerrar los ojos. He estado en el jardín unas cuantas veces, nunca he visto a nadie -lanzó una mirada a fin de sondear si McLoughlin estaba interesado. Lo estaba-. Hay una cueva hecha por el hombre cerca del bosque -prosiguió-. No puedo imaginar para qué sirve, pero hay ladrillos amontonados en ella. La puerta está escondida por una gran zarza, pero es como hacer garabatos entrar y deslizarse por detrás. Siempre llevo heléchos para prepararme un buen catre. Eh, ¿por qué mira de esa manera?

McLoughlin negó con la cabeza.

– Por nada. Sólo me interesa. ¿Tiene idea de qué día era, Wally?

– Dios sabe, hijo.

– ¿Y no vio a nadie cuando estaba en el jardín?

– Ni un alma.

– ¿Estaba la cueva a oscuras?

– Bueno, no hay electricidad, si eso es lo que quiere decir, pero mientras hay luz del día, se ve. Si la puerta está entreabierta, por descontado -añadió.

McLoughlin se preguntó cómo plantearle la siguiente pregunta.

– ¿Y el lugar estaba vacío a excepción de ese montón de ladrillos que mencionó?

– ¿Qué insinúa?

– Nada. Sólo intento formarme una imagen clara.

– Entonces sí. Estaba vacío.

– ¿Y qué hizo a la mañana siguiente?

– Me quedé por ahí hasta la hora de comer.

– ¿En la cueva?

– No. En el bosque. Bonito y tranquilo, así es. Entonces me di cuenta de que tenía un poco de hambre, así que salté el muro y busqué algo de comer.

Y llamó a muchas puertas, sin demasiado éxito.

– ¿Por qué no compró algo con sus ganancias? -preguntó McLoughlin, fascinado.

Wally era sumamente desdeñoso.

– Hágame el favor. ¿Por qué pagar por algo que se puede obtener gratis? Es la bebida lo que no dan. De todos modos, no me quedaban demasiadas ganancias, eso es cierto.

Encontró un grupo de casas a las afueras de Streech donde «un viejo murciélago» le dio un bocadillo. Las casas municipales, pensó McLoughlin.

– ¿Lo intentó con otras personas? -preguntó.

– Una muchacha joven me dijo que me largara. Dios lo sabe, me compadecí de ella. Había una docena de chiquillos que no paraban de gritar en la sala principal. Entonces abandoné Streech como a una cuestión sin interés y me marché, bajando por la carretera. Al cabo de una hora más o menos, llegué a otro pueblo. No me acuerdo del nombre, hijo, pero había una vicaría. Siempre son buenas para un sablazo, de veras -aseguró-. Convencí a la esposa del vicario para que me hiciera una taza de té y me ofreciera un poco de pastel. Una mujercita agradable, pero demasiado beata. Ése es el problema de las vicarías. Uno siempre puede comer un bocado, pero tiene que tragarse la lectura con él. Me largué prontito -había empezado a llover otra vez-. Un tiempo extraño, se lo aseguro. Caluroso como el fuego la mayor parte del tiempo, pero de vez en cuando, había una tormenta. Ya sabe de qué clase. Lluvia gorda, la llamo yo. Relámpagos y estampidos de truenos. Busqué un refugio y no encontré ningún maldito lugar. Vi unas bonitas casitas adosadas con garajes limpios. No me sirvieron de nada. Entonces, llegué a esta casa más grande, y me paré un poco. Pensé que podía explorar la parte trasera, a ver si había un cobertizo. Me metí por un lado de la casa y allí estaba, precisamente lo que buscaba, un bonito cobertizo… y no había moros en la costa. Abrí la puerta y me metí dentro -se detuvo.

– ¿Y? -dijo McLoughlin, animándole a seguir.

Un destello astuto había aparecido en los ojos del viejo.

– Me parece que le estoy dando mucha información a cambio de nada, hijo. ¿Qué hay para mí por todo esto?

– Cinco libras -dijo McLoughlin-, si lo que me dice vale la pena.

– Diez -dijo Wally. Echó una ojeada detrás de él a la puerta cerrada, entonces se inclinó para hablarle en confianza-. A decir verdad, hijo, este lugar es un poquito claustrofóbico. La señora de la casa hace todo lo posible, pero no es divertido. Ya sabe a qué me refiero. Un billete de diez me daría un día libre. He estado aquí durante una semana, por Dios. Hasta he llegado a pasármelo mejor en la cárcel.