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Walsh se levantó.

– Justicia poética, digo yo. Pero me gustaría saber cómo lo persuadió para que permaneciera escondido y cómo lo llevó hasta la casa del hielo.

– Utilice su encanto y seguramente nos lo dirá -dijo McLoughlin.

Capítulo 20

La señora Thompson abrió la puerta con una sonrisa de bienvenida. Estaba vestida para salir, con un traje azul y guantes blancos, pero había un aire triste y bastante anticuado en ella, como si su sentido de la moda hubiese expirado con los años cincuenta. Tras ella, había dos maletas en el vestíbulo. Salpicaduras de colorete y un toque de pintalabios daban a su cara una alegría falsa, pero cuando vio a los policías reunidos, su boca se desanimó trágicamente.

– Ooh -susurró, decepcionada-. Pensé que era el vicario.

– ¿Podemos pasar? -preguntó Walsh.

Sus defectos repelían tanto como el perfume barato.

– ¡Son tantos! -susurró-. ¿Les ha enviado el diablo?

Walsh la cogió del brazo y la hizo retroceder, lo cual permitió que entraran sus hombres detrás de él.

– ¿Podemos ir a la sala de estar, señora Thompson? No hay por qué permanecer de pie en el umbral de la puerta.

Opuso una débil resistencia.

– ¿Qué es esto? -imploró. Estaban a punto se saltársele las lágrimas, y al caminar sus tacones iban clavándose en la moqueta del recibidor-. Por favor, no me toque.

McLoughlin deslizó su brazo por debajo del otro brazo de la mujer y entre los dos policías la llevaron a la sala de estar hasta dejarla en una silla. Mientras McLoughlin la sujetaba con una mano firme en su hombro para que permaneciera sentada, Walsh dirigió a sus hombres para que hicieran un registro a fondo de la casa y del jardín. Enseñó con ostentación la autorización bajo sus ojos antes de volvérsela a meter en el bolsillo de su chaqueta y de sentarse en la silla que había delante de ella.

– Bueno, señora Thompson -dijo afablemente-. ¿Preparada para su pequeño descanso junto al mar?

Sacudió la mano de McLoughlin de su hombro sin moverse de la silla.

– Estoy esperando al vicario que tiene que llegar en cualquier momento para llevarme a la estación -anunció con dignidad.

McLoughlin se fijó en que el cabello se le clareaba un poco. Le pareció extrañamente molesto, como si se hubiera quitado parte de la ropa para revelar que algo mejor permanecía oculto.

– Entonces, sugiero que no nos andemos con rodeos -anunció Walsh-. No quisiéramos hacerle esperar.

– ¿Por qué han venido? ¿Por qué sus hombres están registrando mi casa?

Walsh puso los dedos en forma de campanario sobre sus rodillas.

– ¿Recuerda aquel vagabundo del que nos habló, señora Thompson?

Ella asintió con una breve inclinación de cabeza.

– Lo hemos encontrado.

– Bien. Así sabrán que les estaba diciendo la verdad acerca de la generosidad de Daniel.

– Por supuesto que sí. También mencionó que el señor Thompson le dio una botella de whisky y veinte libras.

Sus tristes ojos se encendieron de placer.

– Les dije que Daniel era un santo. Se habría quitado la camisa que llevaba puesta para dársela si el hombre se la hubiese pedido.

McLoughlin cogió la silla que había al lado de Walsh y se inclinó hacia delante agresivamente.

– El vagabundo se llama Wally Ferris -dijo-. Tuve una larga conversación con él. Dice que usted y el señor Thompson querían librarse de él, por eso fueron tan generosos.

– ¡Qué ingratitud! -se quedó boquiabierta, sus labios se separaron temblando-. ¿Qué dijo nuestro Señor? «Dad a los pobres y recibiréis la recompensa en el Cielo.» Mi pobre Daniel se ha ganado su sitio allí por su amabilidad. No se puede decir lo mismo de este vagabundo.

– También dijo -prosiguió tenazmente McLoughlin- que encontró a su marido escondiéndose en el cobertizo de ahí fuera.

Se rió disimuladamente detrás de su mano como una adolescente.

– De hecho -dijo, mirándolo directamente a él-, fue al revés. Daniel encontró a un vagabundo que quería esconderse en el cobertizo. Fue a buscar un pincel y tropezó con un bulto de ropas viejas detrás de unas cajas del fondo. Imagínese su sorpresa cuando el bulto habló.

Sus palabras tenían convicción y a McLoughlin le asaltó una duda súbita. ¿Había confiado demasiado en un viejo que, como admitía él mismo, vivía en una neblina alcohólica?

– Wally afirma que llovía el día que estuvo en su cobertizo. Lo he comprobado con la oficina del servicio metereológico y no les consta haber registrado precipitaciones el miércoles 24 de mayo. Las tormentas empezaron dos días más tarde y continuaron produciéndose de vez en cuando durante los tres días siguientes.

– Pobre hombre -murmuró-. Le dije a Daniel que deberíamos haber intentado llevarle a un médico. Estaba borracho y muy confundido. Ya sabe, me preguntó si era su hermana. Pensaba que por fin había ido a buscarle.

– Pero, señora Thompson -dijo Walsh con sorpresa intencionada-, si estaba tan borracho como dice, ¿por qué le dieron una botella de whisky? ¿No estaban agravando sus ya graves problemas?

La mujer lanzó un suspiro y una mirada hacia el techo.

– Nos suplicó con lágrimas en los ojos, inspector. ¿Quiénes éramos nosotros para negarnos? No juzguéis y no seréis juzgados. Si el pobre hombre elige suicidarse con el demonio del alcohol, no tengo ningún derecho a condenarlo.

– Pero sí tiene derecho a acelerar el proceso, supongo -dijo sarcásticamente McLoughlin.

– Era un pobre hombre cuyo único consuelo residía en una botella de whisky -dijo con calma-. Hubiese sido cruel negarle su consuelo. Le dimos dinero para que lo gastara en comida, zapatos para calzarse los pies y le instamos a buscar ayuda para vencer su adicción. Poco más podíamos hacer nosotros. Mi conciencia está tranquila, sargento.

– Wally afirma que vino aquí el sábado 27 de mayo -dijo Walsh, sin dar importancia a lo que decía.

La mujer arrugó la frente y reflexionó durante un momento.

– Pero no pudo ser así -dijo con sincera perplejidad-. Daniel estaba aquí. ¿No decidimos que fue el 24?

McLoughlin se quedó fascinado ante su representación. Se le ocurrió que había borrado el recuerdo del asesinato de su mente y que se había convencido a sí misma de que la historia que había explicado era la real. Si era así, iba a tener un trabajo de mil demonios para formular una acusación. Con Wally como único testigo, apoyado por la mujer de la propiedad municipal, no tenían demasiadas posibilidades. Necesitaban una confesión.

– La fecha la ha corroborado un testigo independiente -le dijo.

– ¿De veras? -susurró- ¡Qué extraordinario! No recuerdo haber visto a nadie con él y aquí estamos muy aislados -tocó la cruz que llevaba al cuello, y le dirigió una mirada de reproche-. ¿Quién sería, me pregunto?

Walsh se aclaró la garganta ruidosamente.

– ¿Le interesaría saber dónde encontramos los zapatos de su marido, señora Thompson?

– En realidad, no -le aseguró-. Supongo por las cosas que han dicho que el vagabundo, Wally, los desechó por inútiles. Me parece hiriente para la memoria de mi querido Daniel.

– Está muy segura de que está muerto, ¿verdad? -dijo McLoughlin.

Como una maga, sacó su pañuelito de encaje y se secó las inevitables lágrimas.

– Nunca me abandonaría -recitó el estribillo.

– Encontramos los zapatos en el bosque de Streech Grange, no muy lejos de la casa del hielo -dijo Walsh, observándola atentamente.

– ¿Ah sí? -preguntó educadamente.

– Wally pasó la noche del 27 de mayo en la casa del hielo y abandonó los zapatos en el bosque a la mañana siguiente cuando se marchó.