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Bajó el pañuelo y miró del uno al otro con curiosidad.

– ¿De veras? -comentó. Su expresión era de desconcierto-. ¿Es eso significativo?

– Ya sabe que encontramos un cadáver en la casa del hielo de Streech Grange, ¿verdad? -observó brutalmente McLoughlin-. Es un hombre, entre cincuenta y sesenta años de edad, constitución robusta, cabello gris y un metro setenta y siete de alto. Fue asesinado hace dos meses, aproximadamente cuando desapareció su marido.

Su asombro era absoluto. Durante dos o tres minutos un caleidoscopio de emociones transformaron su rostro. Los dos hombres la observaron atentamente, pero si había culpabilidad en su expresión, era imposible aislarla. En primer plano se veía sorpresa.

– No tenía ni idea -dijo-, ni la más mínima idea. Nadie me ha dicho nada. ¿De quién es el cadáver?

McLoughlin se volvió hacia Walsh y enarcó una ceja desesperada.

– Ha salido en todos los periódicos, señora Thompson -dijo el inspector- y en las noticias de la televisión local. No sé cómo no se ha enterado. El cadáver se encontró descompuesto hasta tal punto que todavía no hemos podido identificarlo. No obstante, tenemos nuestras sospechas -la observó intencionadamente.

Estaba respirando profundamente como si respirar fuese difícil. Las manchas de colorete destacaban en sus mejillas como si fueran granos brillantes.

– No tengo televisor -les dijo-. Daniel solía leer el periódico del trabajo y contarme todas las noticias cuando llegaba a casa -luchaba por respirar aire-. Dios -dijo de modo sorprendente, llevándose una mano al pecho-, todos han estado ocultándomelo, protegiéndome. No tenía ni idea. Nadie me ha dicho una palabra.

– ¿No tenía ni idea de que habíamos encontrado un cadáver o ni idea de que había un cadáver que encontrar? -preguntó McLoughlin.

La señora Thompson intentó digerir las implicaciones de esta pregunta durante un momento.

– Ni idea de que había uno, por supuesto -dijo bruscamente, mirándolo con antipatía. Calmó su respiración con un esfuerzo consciente y tensó los labios, restableciendo sus habituales finas líneas. Se dirigió a Walsh-. Ahora entiendo su interés por los zapatos de Daniel -le dijo. Un pequeño tic empezó a contraer su labio superior-. Suponen que están relacionados de alguna manera con ese cadáver que han encontrado.

– Quizá -dijo McLoughlin con cautela.

Un resquicio de triunfo se mostró en sus ojos.

– Sin embargo, el vagabundo que han encontrado ha demostrado que no pueden estarlo. Dice que pasó la noche del día 27 en, ¿cómo lo llamó?

– La casa del hielo.

– En la casa del hielo. Supongo que no se habría quedado allí si también hubiese habido un muerto, de manera que debió haber abandonado los zapatos antes de que el cadáver llegara allí -pareció relajarse un poco-. No veo una relación, simplemente una extraña coincidencia.

– Tiene toda la razón -concedió Walsh-. En ese sentido, no hay relación alguna.

– Entonces, ¿por qué me han estado haciendo tantas preguntas?

– La extraña coincidencia nos condujo al vagabundo, señora Thompson, y a algunos hechos interesantes acerca de usted y de su marido. Podemos demostrar que estaba vivo en esta casa dos días después de que usted informara de su desaparición, fuera del tiempo que usted se había provisto como coartada. Desde entonces, no se ha visto al señor Thompson y, hace una semana, nos presentaron a un cadáver no identificable, que correspondía a su descripción y que estaba a menos de seis kilómetros y medio de aquí. Francamente, podemos redactar una excelente acusación contra usted por el asesinato de su marido el día 28 de mayo o después.

El tic se aceleró.

– No puede ser el cadáver de Daniel.

– ¿Por qué no? -inquirió McLoughlin.

La señora Thompson se quedó en silencio, poniendo en orden sus pensamientos.

– ¿Por qué no? -presionó.

– Porque recibí una carta suya hace unas dos semanas -sus hombros se desplomaron y empezó a llorar otra vez-. Era una maldita carta en la que me decía cuánto me odiaba y qué mala esposa había…

McLoughlin la cortó en seco.

– ¿Puede enseñarnos la carta, por favor?

– No puedo -sollozó-. La quemé. Había escrito cosas tan viles…

Llamaron a la puerta y uno de los policías de uniforme entró.

– Hemos registrado la casa y el jardín, señor -negó con la cabeza hacia la mirada interrogativa de Walsh-. Aún nada. Todavía queda esta habitación y las maletas de la señora Thompson. Están cerradas con llave. Necesitamos las llaves.

La mujercita agarró su bolso y lo sostuvo con fuerza contra su cintura.

– No les daré las llaves. No registrarán mis maletas. Contienen mi ropa interior.

– Busque una mujer policía -ordenó el inspector. Se inclinó hacia la señora Thompson-. Lo siento, pero no tiene otra elección. Si lo prefiere, le pediré a una mujer policía que traiga las maletas aquí dentro y podrá vigilar mientras ella examina el contenido -alargó la mano-. Las llaves, por favor.

– Oh, muy bien -dijo enfadada, hurgando en su bolso y sacando dos llaves pequeñas atadas con una cinta blanca-. Personalmente, creo que todo esto es ultrajante. Pienso presentar una denuncia al jefe de policía.

Walsh no se sorprendió de que se opusiera a que registraran su ropa interior. En el registro las maletas encontraron prendas de encajes transparentes, más propias de ser halladas en un burdel que en el equipaje de aquella mujer gris y aburrida -o así lo hubiera creído-. Pero una verdad que había descubierto durante su carrera era que algunas de las mujeres más inverosímiles poseían ropa interior atractiva. Su propia mujer era uno de esos casos. Se había metido en la cama todas las noches de su vida matrimonial vestida de seda o de suave satén, estando únicamente él para agradecer el efecto. Y durante mucho tiempo sí lo había agradecido y había hecho todo lo posible por demostrarlo, antes de que años de indignantes rechazos le hubiesen demostrado que la señora Walsh no se vestía con aquella ropa interior para él, sino para su propio placer. Y hacía mucho que había renunciado a descubrir qué clase de placer era.

La mujer policía negó con la cabeza al volver a cerrar con llave las maletas.

– Aquí no hay nada, señor.

– Ya se lo dije -dijo la señora Thompson-. El cielo sabe qué estará buscando.

– Su bolso, por favor.

Lo soltó con una moue de asco. La policía vació el contenido cuidadosamente sobre una mesita, palpó el bolso de piel blanda por si hubiera cualquier cosa escondida en el forro y luego seleccionó los diversos objetos. Miró interrogativamente a Walsh.

– Parece que está en regla, señor.

Walsh le indicó con un gesto que volviera a ponerlo todo en el bolso.

– ¿Prefiere esperar fuera mientras registramos esta habitación? -le preguntó.

La señora Thompson se arrellanó en la silla, agarrando el cojín del asiento como si esperara que la hicieran levantarse a la fuerza.

– No lo prefiero, inspector.

Mientras se llevaba a cabo el registro, Walsh volvió al interrogatorio.

– Dice que recibió una carta de su marido. ¿Por qué no lo mencionó antes?

Se encogió apartándose de él, y se acurrucó hacia un lado de la silla y haciéndose un ovillo.

– Porque sólo me queda mi orgullo. No quería que nadie supiera lo vergonzosamente que me ha tratado -se secó los ojos secos.

– ¿Que ponía en el matasellos? -preguntó McLoughlin.

– Londres, creo.

– Probablemente la carta estaría escrita a mano -dijo pensativamente-. No tendría acceso a una máquina de escribir.

Asintió con la cabeza.

– Sí, estaba escrita a mano.

– ¿Qué clase de sobre era?

Se quedó meditabunda durante un momento.

– Blanco -le dijo.

McLoughlin se rió.